La tradición del testimonio en América Latina ha experimentado un auge desde la década de los sesenta del siglo pasado cuando los movimientos alzados en armas, las guerras civiles, las dictaduras y el narcotráfico marcaron para siempre la historia del subcontinente. Libros tan disímiles como La noche de Tlatelolco: Testimonios de historia oral (1971) de Elena Poniatowska y Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1983) de Rigoberta Menchú y Elizabeth Burgos hacen parte del complejo y amplio catálogo de la literatura testimonial. No obstante, la crítica Noemí Acedo advierte que los orígenes del testimonio en Hispanoamérica pueden rastrearse hasta La brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), de fray Bartolomé de las Casas (ACEDO, p. 55). Por esta misma línea, las crónicas de Indias constituyen uno de los fenómenos precursores de la escritura testimonial. Un ejemplo de ello es la narración rica en detalles que Bernal Díaz del Castillo tituló: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1568). Es bajo estas coordenadas que Diana del Ángel decide situar su trabajo.
Procesos de la noche (2017) usa a su favor, al igual que la crónica del soldado español, estrategias literarias con el propósito de comunicar lo que merece ser dicho, lo que se afirma, desde el autor, como “verdadero”. Existe una motivación ética detrás del trabajo de Del Ángel que se propone contar la tediosa historia burocrática de una familia víctima de la violencia de Estado en México. Una tarea difícil si se piensa en el ambiente latinoamericano en donde la cantidad de libros escritos por víctimas indirectas o por sujetos mediadores que asumían el papel de voceros de las víctimas, terminaron, en gran parte, por obtener el mismo resultado que la cantidad de noticias sobre crímenes (en las cuales siempre se habla de cifras, jamás de personas o de dolientes) en nuestra latitud: un acostumbramiento a las consecuencias de la violencia generalizada.
En el contexto del Holocausto Nazi existe un libro que supo resistir al embate del tiempo en opinión del historiador Hayden White: Si esto es un hombre (1947) de Primo Levi. White critica la búsqueda de la exactitud científica del autor italiano, puesto que esta perspectiva relegaba la inmensa capacidad artística del químico. El historiador estadounidense afirma que el libro de Levi alcanzó el estado de un clásico de la literatura testimonial gracias a que, el autor (de manera no pretendidamente deliberada), hizo uso de los dispositivos literarios que son propios de los escritores de ficción. Un ejemplo de esto es la intertextualidad clara con La divina comedia de Dante (WHITE, p. 171).
Dicho tratamiento artístico consagró al libro al brindar un testimonio conmovedor diferente al ofrecido por otros sobrevivientes, ya que desautomatizó su testimonio por medio de recursos literarios. Según las ideas del formalista Viktor Shklovski, a partir de la cotidianeidad tiene lugar un proceso de automatización en nuestra percepción: homogeneizamos a un objeto, bajo una, o varias características similares, con el fin de ahorrar energía en la interacción con él. Tal proceso de “automatización” provoca que los objetos se tornen invisibles para la conciencia. De ahí que sea necesario un proceso inverso que permita reconocer al objeto en toda su plenitud, que sea necesaria la singularización:
La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión […] los procedimientos del arte son el de la singularización de los objetos, y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción. El acto de percepción es en arte un fin en sí y debe ser prolongado. (SHKLOVSKI, p. 60)
Postulo que, así como Primo Levi logró singularizar su testimonio (en la perspectiva de White), algo similar sucede con Procesos de la noche, pues la escritora mexicana Diana del Ángel mediante una serie de recursos, que revisaré a grandes rasgos en las líneas siguientes, y desde su perspectiva de observadora (y no la de la víctima), logra alcanzar en el ámbito de la recepción una fuerza conmovedora que prolonga el recuerdo. El libro cuenta lo que implicó para la familia del normalista Julio César Mondragón, en términos judiciales y afectivos, la trágica noche de 26 de septiembre de 2014. La mala praxis del médico forense, que se encargó de realizar la necropsia al cuerpo de Mondragón en Iguala, Guerrero, obstaculizó el acceso a la verdad de lo ocurrido esa noche. Es así como la viuda, Marisa Mendoza, acompañada de la abogada Sayuri Herrera y los colectivos “El rostro de Julio” y “Aluna” emprenden la dura tarea de pedir una segunda autopsia con el propósito de establecer, con pruebas fehacientes, si el normalista fue sujeto de tortura.
Procesos de la noche articula 22 crónicas con 22 fragmentos, en los cuales, son los seres queridos de Mondragón quienes intervienen bajo el nombre de “Rostro”. Es decir, la autora, además de narrar sus vivencias en los juzgados, los cementerios y las fiscalías, apoya su relato en una reconstrucción simbólica del rostro del normalista con base en aquello que vive en los recuerdos de sus amigos, compañeros y familiares. Es gracias a este manejo de la palabra ajena que la crónica/testimonio adquiere más relevancia, sobre todo en el plano de la recepción, ya que permite acercarse a una imagen recreada de Mondragón que nunca se alcanzará a través de lo que cuentan las heridas de su cuerpo.
En efecto, la reconstrucción simbólica de “Rostro” le retorna la dignidad al cuerpo de Mondragón que ha sido desollado, le permite al lector hacerse una idea de quién era la persona que fue una de las víctimas fatales del caso Ayotzinapa. Singulariza la historia de la víctima y su familia al proporcionarle al lector una cara, una personalidad reconstruida, a la cual apelar cada vez que un funcionario público condena el cuerpo del normalista a ser un simple cadáver. Esto es de suma importancia, pues en un país como México, en el que la cantidad de noticias sobre hechos violentos cada día están en aumento, y, en el caso concreto de Ayotzinapa, donde casi 50 personas resultaron víctimas directas de delitos como tortura, homicidio o desaparición forzada, la probabilidad de que el dolor de los familiares del normalista, y su constante revictimización, fuera olvidado es bastante alta.
Procesos de la noche se aleja del frío lenguaje de las cifras de violencia devolviéndole al lenguaje ese lado humano que no se encuentra tan fácilmente en el argot periodístico, que responde más a la inmediatez. La crónica le ofrece a la autora la posibilidad de detenerse a revisar un hecho de una manera más artística e impugnadora, que el simple relato noticiero (SALAZAR). Y es ahí cuando las características de la crónica (su afán testimonial, impugnador y la valoración de la conducta pública) comienzan a funcionar intrincadamente con la intervención de la palabra ajena, complementándose una a las otras para potenciar la fuerza de lo enunciado.
Asimismo, la autora hace un uso adecuado de los paratextos, especialmente de los títulos, que en sí mismos funcionan a modo de pequeñas unidades de sentido que anticipan la dirección que tomará lo narrado. Hay títulos reivindicativos, pero también muchos irónicos. Es así como “El último camino de Julio”, “Segundo día: cuando la justicia ofende”, “Tercer día: en sus huesos, una historia”, “Entre todos, un rostro” y “Una semilla de justicia” adelantan el contenido de un relato que, mayormente, tendrá que ver con la exigencia de verdad y reparación y, en el ámbito familiar y comunitario, con el duelo compartido.
Entre los títulos irónicos están: “Pájaros en el tribunal”, “Yo aquí hago maravillas, porque de esto no entiendo nada”, “Tienen ojos y no ven”, “El lenguaje bien trajeado”, “La visita de los siete juzgados” y “La fe de un funcionario” que, en sí mismos, condensan la indignación de una ciudadana que se ve enfrentada a la hostilidad de los procesos burocráticos, los encargados de llevarlos a cabo y su lenguaje de oficio que los distancia de los afectos presentes en la interacción humana.
Luego de esta mezcla de registros y de voces, donde tiene un gran protagonismo la palabra de los dolientes, se llega a los dos últimos fragmentos de “Rostro”: a la intervención de su hermano y su madre, de su familia. El gran amor que sentía y despertaba Mondragón por y en los suyos, antecede y cierra a esa dolorosa crónica: “Resultados de la segunda necropsia: día cero”:
Era muy apegado a mí, apenas se daba cuenta de que me salía de la casa y soltaba como un lloridito. Ni para ir al mandado me dejaba. Lo tenía que llevar, pero era muy tranquilo; no pedía cosas, era muy entendidito. Yo lo cargaba hasta que se quedaba dormido, lo envolvía en su cobertor preferido para que descansara. Mi nieta tiene sus mismos ojos, cuando la cargo siento como si tuviera a Julio otra vez de bebé. (Del Ángel, p. 202)
Lo afectivo rodea a lo forense y es por ello que la afectación emocional de lo expuesto por los peritos alcanza un nivel que habla por sí solo. Diana del Ángel no necesita intervenir, ya lo hizo. Deja que el texto tome su curso, pues el lector ya conoció al normalista en sus virtudes y en sus defectos y ahora debe asistir a la narración de su sufrimiento, de su propia pasión (en el sentido católico del término). Después de mucho tiempo los huesos de Mondragón narran la violencia a la que fue sometido antes y después de su muerte:
A pesar de esta diferencia, los observadores coinciden en que Julio César Mondragón Fontes fue objeto de tortura por más de un victimario, entre las 00:45 y las 2:45 horas del 27 de septiembre de 2014; asimismo señalan las deficiencias y contradicciones de los exámenes necrológicos realizados por la Fiscalía de Guerrero en 2014, lo cual hizo necesaria la segunda necropsia. (Del Ángel, p. 200)
En conclusión, la técnica autoral va desde una presencia fuerte de su voz, hasta intervenir únicamente en lo necesario. Del Ángel describe todo al inicio, hasta los tacones de la secretaria de acuerdos de Iguala; en cambio, al final da paso para que, mediante su escritura, los hechos sugieran por sí solos. El texto es un crescendo, pero en el ámbito emocional: la acumulación que al final tiene su punto culmen en la exposición forense de las fracturas de Mondragón, de su desollamiento.
Entonces, las estrategias aquí enumeradas hacen la diferencia en la voluntad testimonial de Procesos de la noche. Sin necesidad de parodiar, conservando el respeto que se merece el dolor de una persona específica y sus seres queridos, Del Ángel logra darle una vuelta al relato detallístico acostumbrado de los testimonios en Latinoamérica y deja que la palabra ajena, mediada por ella, sea la protagonista. El texto alcanza un impacto emocional más perdurable en la memoria de la comunidad al singularizarlo, al ahondar en el efecto emotivo a raíz de la presencia de los recuerdos de los seres queridos que rememoran y reconstruyen la personalidad de Mondragón.