En el Star System de la cultura el nombre del autor oculta las características de su obra y sirve para encumbrar a otros creadores, no en vano Bolaño es equiparado con Borges para dar por hecho que los dos se encuentran en el mismo “nivel artístico” y, por lo tanto, ofertan mercancías igualmente buenas; cuando Vila-Matas asegura que Los detectives salvajes es mejor que Rayuela está diciendo que Bolaño es mejor que Cortázar, y quién tiene tiempo en esta época de refutar la opinión, cuestionable como cualquier otra, de un autor prestigioso. No obstante, esto tampoco es del todo nuevo, en un texto de 1981 Jean Franco estudia la producción narrativa latinoamericana dentro del contexto de la cultura de masas y señala las transformaciones que han llevado del narrador, entendido desde la perspectiva de Benjamin, pasando por el autor, con las características y facultades destacadas por Foucault, hasta llegar a la superestrella que lo mismo escribe libros que guiones para cine o conduce un programa semanal de entrevistas. Para Franco el escritor superestrella sólo puede existir dentro de la cultura de masas, en la que se “trata de integrar al pueblo dentro de una sociedad orientada hacia la industrialización y el consumismo”, más adelante señala que esta cultura “se basa en una forma de producción en serie en que el autor o autores y su posibilidad de originalidad formal ya no tienen importancia. Los productos de la cultura de masas obedecen al principio de repetición mecánica; sólo hace falta una pequeña variación en su contenido para que aparezcan como algo nuevo”. La dinámica repetición-variación permite que los lectores se sientan cómodos con lo que leen, pues ya están familiarizados con el estilo, temas y estructuras de la obra de un autor, además de considerar que están leyendo algo nuevo, que se parece pero que no es lo que ya conocen.
Sin duda puede considerarse que Roberto Bolaño es uno de los escritores superestrella del momento, lo que de ninguna manera implica que su obra sea desdeñable: en el Star System literario conviven, como en cualquier mesa de novedades, Coelho y Murakami, Atwood y Rowling, Pamuk y Vargas Llosa. Mientras que para algunos el número de ventas es un argumento incuestionable de calidad literaria, para otros es un signo claro de superficialidad, pues el “verdadero escritor” es el que se mantiene en los márgenes, sobreviviendo a duras penas de los magros beneficios de su arte; es paradójico que en varios de sus relatos, artículos y entrevistas el propio Bolaño haya hecho suya esta idea del artista como alguien condenado a la miseria y la fama póstuma, no puede perderse de vista que a pesar de haber muerto con cincuenta años ya había ganado premios importantes, gozaba de cierto reconocimiento por su obra narrativa y publicaba en una de las editoriales independientes más importantes de habla hispana. Heriberto Yépez menciona que “Bolaño nos gustó porque marcó el momento en que lectores, periodistas, críticos, estudiantes, escritores y académicos leyeron un mismo libro al mismo tiempo”, es decir que la escritura de este autor no estaba dirigida a un público determinado y, por lo tanto, parecía interpelar a todos al vincularse con temáticas interesantes para grupos diversos; la pluralidad de lectores a los que apunta la obra del chileno-mexicano-español es un claro ejemplo de la desaparición de fronteras que Josefina Ludmer observa en lo que ella llama “literaturas postautónomas”. Para la investigadora argentina la autonomía puede entenderse como la aparente independencia de la literatura de las ideas políticas, la biografía o los intereses del autor; en la autonomía funcionan las distinciones que separan lo literario de lo que no lo es, la buena literatura de la mala, la originalidad de la imitación, la ficción de la realidad; por el contrario, las literaturas postautónomas son escrituras que “no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura”:
Aparecen como literatura pero no se las puede leer con criterios o categorías literarias como autor, obra, estilo, escritura, texto y sentido. No se las puede leer como literatura porque aplican a “la literatura” una drástica operación de vaciamiento […] Representarían a la literatura en el fin del ciclo de la autonomía literaria, en la época de las empresas trasnacionales del libro o de las oficinas del libro en las grandes cadenas de diarios, radios, TV y otros medios. Ese fin de ciclo implica nuevas condiciones de producción y circulación del libro que modifican los modos de leer.
Ludmer concibe las transformaciones de lo literario no sólo debido a factores internos, sino que las vincula con la presión que ejercen las industrias culturales, en este sentido destaca que no se pronuncia a favor o en contra de esta situación, sólo busca comprenderla para entender cómo se han “modificado los modos de leer” e interpretar escrituras. Si a decir de Roger Chartier la invención de la imprenta trajo consigo, entre otras muchas cosas, el paso de la lectura intensiva a la extensiva, Ludmer se pregunta qué cambios han ocurrido en torno a lo literario en los últimos 20 o 30 años con la transformación no sólo del soporte material, sino también con la “resurrección del autor”, la masificación de la cultura, la disolución de ciertas fronteras, etcétera. Pensar en la postautonomía literaria implica ir más allá de las oposiciones binarias y replantear las nociones desde las cuales se lee y valora lo literario, Ludmer enfatiza que la postautonomía no se opone o anula la autonomía, existe un diálogo no necesariamente dialéctico entre ambas vías.