Con base en el contexto descrito, el libro narra anécdotas aparentemente simples en donde el niño vive situaciones que sólo a la luz del presente cobran un sentido mucho más revelador. Destaca en particular el recuerdo de la noche del 3 de marzo de 1985, en la ciudad de Santiago, cuando ocurre un terremoto que provoca terror en los habitantes, por lo que todos los vecinos deciden pasarse en vela hasta el amanecer, reunidos en los jardines de uno de los hogares, en torno de una improvisada fogata. Mientras los niños imaginan juegos y disparates para afrontar la situación que viven, los adultos se ven forzados a convivir sin la protección que sólo dan los muros y la privacidad, de tal manera que pasan la vigilia enfrentándose silenciosamente. Dicha tensión ocurre porque en el telón de fondo está la opresión dictatorial que provocó aquella profunda división ideológica en el tejido social chileno, la cual aún no se resuelve. Por estas razones, las personas sentían una fuerte inseguridad sobre los actos de sus vecinos y el horror estaba tan expuesto que terminaron codificándose los comportamientos más cotidianos, tales como los contenidos en las conversaciones de los adultos, la intimidad y los comportamientos de los otros. Cualquier indicio de actividad política era suficiente para alterar la calma en los vecindarios, ya que en todos éstos podían encontrarse algunas personas que apoyaban al régimen, otras que intentaban mantenerse al margen y aquellos que se jugaban la vida cada día por defender sus ideas. De acuerdo con lo anterior, en la anécdota de esa noche se exponen algunas de las codificaciones frente a la ingenua contemplación del niño-personaje principal de la novela quien, atento, asistía los juicios velados y la desconfianza perenne en el ambiente. Asimismo, oye cómo los adultos sospechan de uno de los vecinos, Raúl, por ser nuevo en la comunidad y por vivir solo. Observa cómo Raúl, al llevar a la fogata a su única familia conocida –su hermana Magali y la hija de ella, Claudia–, despierta suspicacia entre los presentes y, luego, escucha que los adultos hablan sobre ellas, juzgando tanto sus gestos, como sus actitudes: «La mujer, dijo mi madre, no tenía cara de profesor de inglés -tenía cara de dueña de casa nomás, agregó otro vecino, y alargaron el chiste por un rato», (Zambra, p. 18). Al pensar en los rostros de los padres, el niño-personaje principal, termina por colegir una máxima que será determinante para entender el resto de la historia: «Pensé: de qué tienen cara mis padres. Pero nuestros padres nunca tienen cara realmente. Nunca aprendemos a mirarlos bien», (Zambra, ibidem). Con ello, el personaje principal comienza la lenta pero perenne separación ideológica y sentimental de su familia, de tal manera que sucede un primer distanciamiento de la casa vista como el lugar de formación intelectual.
De esta remembranza brotan otras que constituyen la historia que se cuenta en la novela y, de manera simultánea, se va formando el relato de la creación misma del libro que tenemos en las manos. El niño, una vez adulto, es el autor de la ficción que el lector lee y, al tiempo, la historia que se escribe, conforme avanza la lectura, cuenta cómo se convirtió en escritor, su relación amorosa con la misteriosa sobrina de Raúl y, además, expone aquellas operaciones de interpretación con las que confronta su pasado, para poder configurar una explicación convincente de su experiencia. De este modo, memoria, autoficción y metaliteratura son las huellas de los géneros con las que se compone la arquitectura artística de la propuesta de Zambra.
Otra de las anécdotas que también funciona como recuerdo privilegiado para problematizar la memoria y, además, como un distanciamiento simbólico del hogar, ocurre cuando Claudia le pide al niño que la acompañe a su casa. Ambos llegan a una villa que al personaje principal le parece desconcertante porque se compone de dos calles cuyos nombres eran Neftalí Reyes Basoalto y Lucila Godoy Alcayaga, las denominaciones originales de Pablo Neruda y Gabriela Mistral. En comparación con el barrio del niño, esas designaciones resultaban fuera de lo común, ya que el pasaje donde él vivía se llamaba Aladino y colindaba con Odín y Ramayana, paralelo a Lemuria. Una voz se interpone en el relato infantil para explicar lo siguiente: «se ve que a fines de los setenta había gente que se divertía mucho eligiendo los nombres de los pasajes donde luego viviríamos las nuevas familias, las familias sin historia, dispuestas o tal vez resignadas a habitar ese mundo de fantasía», (Zambra, p. 29). Tal intervención se ve confirmada con la afirmación de Claudia, quien dice: «Vivo en la villa de los nombres reales», (Zambra, ibidem), y mira con seriedad incriminatoria a su interlocutor. Con ello, brota un indicio en donde el lector infiere que, mientras el niño no resiente directamente las tragedias del acontecer histórico que ambos personajes comparten, Claudia sí las padece en carne propia. La incapacidad de entender el mensaje cifrado en la experiencia vivida, hace que el niño conteste torpemente a Claudia una frase complaciente, con la que exalta cómo vivir en esas calles debe ser mejor que estar en Aladino, de tal manera que el contraste de ingenuidad expone la complejidad del pasaje, constituido por contrapuntos insinuados, catástrofes obliteradas e indicios que estructuran el resto de la narración.