Un tema más es el de la divinidad o la divinización. Es recurrente la alusión a múltiples divinidades, entre las que sobresalen las prehispánicas, o, en otra categoría, lo que podríamos llamar la divinización de los hombres. Hay un pasaje, muy sugerente, en el que Plástico, compañero de cárcel de Dios, le “explica” (realmente no lo hace) a éste el significado del vocablo Teotihuacán como el “lugar donde los hombres se convierten en dioses”. Según Plástico, los cerebros de los primeros teotihuacanos
sintonizaron mensajes siderales que les decían: ‘Aquí está lo bueno, aquí se transformarán en algo superior’. Los rayos magnéticos les entraban por las cabezas y bajaban a través de sus venas. Cuando llegaban a sus pies, volvían a subir y regresaban al espacio. Por efecto de ese movimiento energético que cruzaba sus cuerpos, durante generaciones la sangre de los teotihuacanos se emulsionó y alteró su composición, se convirtió en sangre de dioses (111).
También alude con bastante frecuencia al monstruo o la monstruosidad. La ciudad como monstruo, el gran canal como serpiente monstruosa, los humanos como seres monstruosos, etc. La novela misma da una posible respuesta a la función social o psicológica que cumple la figuración del monstruo en la cultura: “Massimo Izzi asegura que un monstruo es un ser creado por los hombres como expresión de una exigencia simbólica de la psique que no encuentra plena correspondencia en ninguna realidad conocida” (18-19). La propuesta del texto es entender al monstruo como figuración de un estado psíquico no representado aún en la realidad cotidiana.
La novela, como se ha intentado explicar, está surcada constantemente por trazos de lo que podría enunciarse como lo extraño, a veces incluso kafkiano, si se nos permite usar este adjetivo, y también por lo francamente maravilloso, si pensamos en la tipología clásica de Tzvetan Todorov. Esta condición de lo extraño o maravilloso, cuando gran parte de la novela se ocupa de lo histórico o historiográfico, le da un peculiar cariz narrativo a Desagüe.
En todo caso, importa destacar dos perspectivas que me parecen las más sugerentes de todo el relato, sobre todo porque lo intervienen de inicio a fin y porque se integran en una tradición narrativa de largo aliento. En primer lugar, la que se refiere concretamente a la novela de la ciudad. Cuando se hable de Desagüe, debe pensársela, casi de modo obligado, como una novela sobre la Ciudad de México. De hecho, si la afirmación no fuera un absoluto contrasentido (gracias a su improcedencia narratológica), el lector se vería tentado de decir que Ciudad de México es la protagonista o personaje principal de esta narración. Siguiendo los más estrictos estándares de análisis narrativo, diríamos, más bien, que la ciudad se construye como el espacio por excelencia donde suceden los hechos narrativos. La ciudad, en este caso latinoamericana, alberga una serie de lógicas que determinan el andar de los personajes, además de que le confiere ciertos simbolismos y connotaciones a todo lo que se desarrolle en su terreno. En ese sentido, no debe perderse de vista que América Latina es la región más urbanizada del mundo y ese es un elemento que toma relevancia en la obra. En Desagüe, por ejemplo, la Ciudad de México aparece poblada de monstruos; es un espacio sumamente lumpenizado, denigrante, peligroso, oscuro y maloliente. Es el hogar de indigentes, perros callejeros, prostitutas y ratas, todos puestos en el mismo nivel de convivencia.
La novela es, también, un ejemplo de lo que Néstor García Canclini llama heterogeneidad multitemporal, es decir, la convivencia problemática de varios estratos, épocas, prácticas, costumbres, etc., en un mismo espacio y tiempo. Como es tradicional, la Ciudad de México aparece como crisol de lo prehispánico, lo colonial y lo moderno, con sus respectivas manifestaciones urbanísticas. Especialmente llamativo es el pasaje en que Indra sale a dar un paseo en bicicleta por la calzada de Tlalpan, de la cual se nos da una historia pormenorizada que abarca las multitemporalidades enunciadas. Un fragmento:
Frente a la estación [del metro] Villa de Cortés imaginó el primer encuentro de los europeos con el rey Moctezuma, ahí en la antigua calzada de Iztapalapa. Los guerreros mexicas y los soldados españoles, tensos y asombrados. Cientos de pares de ojos atentos a la escena, con intención de comprenderla. Ojos en la calzada y sobre el agua, en las canoas. Ojos de centinelas guarecidos en puestos de vigilancia. Ojos crispados, dilatados. Tantos ojos como luces de alumbrado público y cámaras de seguridad tiene hoy la urbe (36).
Desde luego, otra gran obsesión de la novela es el agua, pero no el agua per se, sino la urbana. Inundaciones, desecación, drenajes, lluvias, etc. Vale la pena destacar, en este caso, al personaje llamado Agustín, que se presenta a sí mismo como juez, profeta, filósofo, confesor e historiador de la Ciudad de México. Agustín es uno de tantos elementos que participan en el halo extraño-fantástico-maravilloso de la novela. El personaje afirma haber estado en la época de los asesinatos de Madero y Pino Suárez, y desde ahí comenzar a interesarse por las aguas urbanas, en especial por el Gran Canal. Agustín tiene una habilidad sin par: leer la historia de la ciudad, incluida la de los habitantes, en sus aguas negras. Es, tal vez, uno de los momentos más esperados de la novela, cuando Agustín practica una interpretación del flujo de las aguas, símbolo de la hibridación detrítica de todos los aconteceres urbanos. Las aguas atraviesan todas nuestras prácticas y llevan todas nuestras experiencias.
Desde ese día de la muerte del señor Madero en que se me ocurrió la idea de asomarme a la orilla del Gran Canal, desde entonces no he dejado de ir, y gracias a ello me he convertido en especialista de la ciudad […] yo abarco el panorama subterráneo, los secretos, las debilidades de los empingorotados y de los desgraciados, sin que nadie se me escape, pues algo de ellos forzosamente pasa por el dichoso Canal del Desagüe. Allí la corriente arrastra los desperdicios fisiológicos del Presidente de la República y del arzobispo juntos, igualados con los de los presos infelices, con los de las actrices cotizadas y los enfermos […] Eh, buen joven, yo leo en las aguas negras las huellas de las caricias buenas y malas, los desechos de festines y bacanales, la estría inacabable de semen que se deja caer en lavabos y retretes […] mujeres asesinadas que no tenían dolientes ni quién reclamara sus despojos, víctimas políticas, suicidas solitarios (140-143).
Este pasaje es un concentrado de la novela, que integra muchos de los intereses temáticos ya referidos, y que sintetiza, también, el sentir de Indra y de su futura (y nunca narrada) excursión. Es muy simbólico pensar que una de las cosas que atraviesan a todos los ciudadanos es la de los desechos. La gran red de los distintos canales de desagüe es la red social y de integración que la estratificación urbana y capitalista nunca podrá alcanzar.
En segundo lugar, me interesa referirme a la idea de la ausencia de origen o inicio de las cosas, tema presente en prácticamente todo el libro, sobre todo en lo que se refiere a las historias o a los ríos: el origen y el final como eco o huella, inicio y fin como parte de un uróboros (17, 27, 29, 48, 75-76, 107, 134). Si lo quisiéramos pensar filosóficamente, podríamos recordar el descentramiento, la diferancia o la huella derrideanos, pues se trata, precisamente, de la imposibilidad del origen y de la textualidad de la cultura, donde uno es uno, pero también es otro, donde el origen y el fin se confunden con otros no fines y no orígenes, interminablemente.
Esta dimensión de análisis es importante, porque tiene una relevancia estructural en la obra. Hemos dicho antes que la historia de Indra no comienza nunca. La historia de su recorrido por el Gran Canal del Desagüe se posterga indefinidamente. Es una historia que siempre está comenzando, pero no llega a ser narrada, de manera que el lector implícito se queda en el más sentido estricto de la indeterminación literaria. “Era de mañana y él estaba a punto de arribar al Gran Canal del Desagüe, decidido a recorrer los 47.5 kilómetros que se extienden a partir de ahí, sinuosos como el cuerpo de una víbora, hasta la desembocadura, en Zumpango” (16). Lo mismo sucede más de cien páginas después: “La historia de Indra comienza en el kilómetro cero del Gran Canal del Desagüe, pero también podría hacerlo en el Monumento Hipsográfico, que se empezó a construir en 1877, año en que Porfirio Díaz asumió por primera vez la Presidencia de la República” (134) (nótese el juego con el inicio). Hay otro inicio que, tal vez no se menciona como tal, pero que es importante como correlato de este otro “comienzo”: el de suicidio de Ixtab. Todo el relato es un vaivén de analepsis entre el no inicio del kilómetro cero y el no inicio del viaje a Zumpango que termina con la muerte de Ixtab, atestiguada por Indra. El relato estructura la misma idea que tematiza.