I. El regocijo crítico
¿Dónde comienza el humor? En uno mismo. ¿Cuál es la risa más genuina? Aquella que se extrae de la autocrítica, que sobreviene, inevitable, de la burla que se hace del otro, pero sobre todo reconoce el mismo motivo de sorna en la propia persona. Esa risa disipa la altivez, la pretensión y la pose para provocar un disfrute natural, acaso armónico.
En nuestras latitudes mexicanas, algo que podemos aprender de los escritores humanistas —que son también escritores humoristas— es que sus logros artísticos se basan en la sugestiva capacidad de contener la propia parodia, muchas veces despiadada. Ésta se suma a la consistencia y la densidad artísticas y entonces podemos hablar de un autor disfrutable y entrañable. De Micrós a Vivian Abenshushan, Julián Herbert y Valeria Luiselli, pasando por Julio Torri, Efrén Hernández, Renato Leduc, Juan José Arreola, Fernando del Paso, Alberto Chimal, entre muchos y muchas más, se puede decir que hay un nómina nutrida del arte del desembarazo; que la lectura de varios escritores mexicanos —en las aulas y fuera de ellas— se disfruta precisamente porque la profunda verdad que esconden sus mejores páginas abandona la altanería y abraza con la sonrisa más sincera al propio pitorreo; de hecho, nuestros autores muestran que cuando queremos presentarnos con soberbia y hablamos de algún asunto para nosotros de vital importancia, casi siempre y sin darnos cuenta corremos el latente riesgo de ser nuestras autorrechiflas. ¿Cómo estar en paz con esa ridícula ventura que sobrevuela cualquier ejercicio crítico público? Viendo el espejo y no tomando demasiado en serio lo que ahí aparece.
La crítica literaria, en lo posible, no debería escapar a las consideraciones anteriores. Medidos y en equilibrio con el trabajo riguroso, un poco de autocrítica y humor nunca vendrán mal y antes dispondrán al lector o al escucha para el armonioso debate o el grato aprendizaje. Al final, el regocijo o la alegría pueden ser también los medios y los resultados dignos de la clara exposición y del análisis preciso.
Creo firmemente que las interpretaciones válidas, las críticas que merecen ser tomadas en serio, son aquellas que se reconocen limitadas, susceptibles de la derrota y de la sátira. Esto, lejos de debilitarla, contribuye a su discusión e inagotabilidad. La crítica, por más voluptuosa que se anuncie, no supera al sentido común o a la propensión a la broma. En esta disciplina, creo, es mejor abrazar las posibilidades de no haber construido un monolito.
Para decirlo con economía, la sonrisa no está peleada con el monóculo o con la lupa. Si el crítico es una figuración detectivesca del lector, ¿qué hay de malo en que se mire a sí mismo, vea sus defectos o sus carencias y decida, inteligente y sanamente, reírse de sí mismo? ¿No son acaso risibles los académicos obsesos que trabajan siempre y según ellos bajo la perenne amenaza del plagio, de la persecución (peligros estos muy reales, hay que decir), cuidándose del exceso de interpretación y desde lo que Ricardo Piglia, en las coordenadas narrativas, denomina como “la tentación paranoica de encontrarle a todo una razón, una causa” (Piglia, p. 163)? No es que los riesgos mencionados no existan en nuestra profesión (historias terroríficas sobre la academia hay muchas), tampoco es que no se tenga la necesidad de preguntarnos los ‘por qué’ y los ‘cómo’ de los discursos, de las cosas, de los actos, de las atrocidades, sucede, más bien, que desde ciertas ópticas es posible —¿necesario?— reír antes que llorar… Y ésa es una decisión en pro de la salud mental en un medio que puede mostrarse enajenado y absurdo. Muy absurdo.
Pues bien, Juan Pablo Villalobos (Guadalajara, 1973), en su última novela, No voy a pedirle a nadie que me crea (Anagrama, 2016), trabaja con esas cuestiones críticas y las desarrolla con la fruición del humor y la irreverencia. El texto ganador del Premio Herralde de Novela en su edición 2016 cuenta la tragiburledia (término acuñado por Efrén Hernández) de Juan Pablo Villalobos, un estudiante de literatura que obtiene una beca de doctorado para estudiar en Barcelona.
Hasta ahí todo va relativamente bien, hasta que comienza a ir relativamente mal, pues el primo del protagonista lo ha inmiscuido en un negocio con narcotraficantes; la historia abre con la ejecución de este familiar, una monstruosidad que el protagonista presencia. Bajo este clima desventurado y paranoico vendrá el viaje a España de Juan Pablo que no se da en soledad: lo acompaña su novia Valentina. Ya en Europa, la pareja irá conociendo personajes que los ayudarán o perjudicarán en una trama de misterio, graciosa melancolía e intriga: todos participan del supuesto negocio y son víctimas de la ejecución de un plan perpetrado por figuras oscuras que no cesarán de perseguir y eliminar a quien entorpezca el correcto desarrollo de sus planes.
La novela está construida con base en cuatro modos discursivos: el primero es la novela que el protagonista decide escribir a raíz de los extraños hechos que resultan del insólito y singular cruce de la academia y del narco; esa parte está escrita en un tono jocoso en el cual caben al tiempo la ironía de ser un intento de filólogo en tierras desconocidas (como si la crítica fuera una herramienta eficaz del viajero) y la crudeza de las acciones de la despiadada mafia mexicana, que extiende sus brazos por todo el orbe.
El segundo modo discursivo es el de la llamada escritura íntima (¿cuál no lo es?): Valentina escribe un diario del cual leemos fragmentos en el libro; ahí, la personaje, con base en sus conocimientos de crítica y teoría literarias, va destejiendo la maraña del oscuro negocio en el cual fue inmiscuida sin previo aviso o permiso. Esta parte del libro, a decir de Villalobos, está inspirada en el diario de Sergio Pitol (ahora a resguardo en la Universidad de Princeton), quien también viajó a Barcelona y registró sus experiencias en esa ciudad (Villalobos, Radio Francia, 10:00). De hecho, hay una escena en la que el escritor poblano aparece y se deja ver que quizá él sabe de los peligros barceloneses que han de enfrentar los protagonistas.
Por su parte, el primo asesinado ha dejado unas curiosas cartas que van llegando a los otros personajes cuando la trama parece irresoluble, lo que provoca que los lectores seamos capaces de construir un cuadro más o menos completo de la historia desde el pasado diegético; en esas misivas es posible ver qué tan peligrosos somos los tontos con iniciativa, pero también se aprecia cuán convenientes pueden ser nuestras ideas para las tramas detectivescas.
Por último, se leen los muy divertidos emails de la madre del estudiante. Escritos por ella misma en tercera persona, estos documentos diegéticos funcionan para complementar nuestro conocimiento de los hechos narrados y, sobre todo, justifican más o menos tanto las motivaciones empresariales del locuaz primo como las razones del protagonista para poner un océano entre él y su familia.
Villalobos, el ser humano, escribe con conocimiento de causa tanto sobre la literatura como acerca de la crítica. Por un lado, aunque la división entre escritor y crítico, en su caso, no parece evidente, las novelas que he podido leer (Fiesta en la madriguera, Anagrama, 2010; Si viviéramos en un país normal, Anagrama, 2012; editada con el título Quesadillas al inglés, FSG Originals; y Te vendo un perro, Anagrama, 2015) y sus entrevistas noveladas de Yo tuve un sueño (Anagrama, 2018) demuestran ya una carrera que tiene como señas de identidad al oficio tanto escritural como técnico, al chiste inteligente, a la aparición siempre sonriente de la fatalidad, de la soledad, de la violencia, de la pobreza, de la presencia tenue —más siempre poderosa— de lo extraordinario.
Por otro lado, este escritor ha incursionado en las academias de letras de la célebre Universidad Veracruzana (México) y de la también insigne Universidad Autónoma de Barcelona (España). En la primera estudió la licenciatura en literatura hispanoamericana, en la segunda, hasta donde pude investigar, dejó inconcluso un doctorado sobre teoría de la literatura y literatura comparada. Su formación previa en administración y marketing también forma parte de su acercamiento a la literatura, lo que, considero, configura un perfil de escritor muy ad hoc a estos tiempos (lo que sea que esto pueda significarnos).
Cabe decir desde ahora que aunque el protagonista y el autor del libro comparten varios datos como el nombre, la experiencia vital en Barcelona (Villalobos el escritor vive en esa ciudad desde hace varios años con su familia) o la formación académica en crítica y teoría, y pese a que muchos estudiosos, éstos mejor entendidos de los guiños autoficcionales, ya estarán preparando estudios de esta novela, debemos atender a las propias palabras del autor mexicano cuando en no pocas ocasiones ha dicho que los acontecimientos de No voy a pedirle a nadie que me crea son prioritariamente ficcionales. Sólo diré que en esos pasajes en apariencia biográficos tiene lugar lo que Manuel Alberca denomina como un “pacto ambiguo”: hay momentos y guiños de correferencialidad entre el personaje protagonista y el autor. Ciertos rasgos de la vida del Villalobos de carne y hueso se mezclan con las desventuras del de tinta. Pero no hay más. Que venga otro y rebusque en la vida del autor; aquí tal ejercicio por demás demandante no será llevado a cabo.
Hecho este matiz, llama la atención la forma en que aparece la crítica literaria en esta novela: hay un uso particular de la materia crítica; éste logra varios efectos estéticos que explicarían por qué cualquier lector (especializado o no) se adentra rápidamente en los pasajes ahí descritos. Villalobos recuperó no pocas herramientas y dinámicas críticas (a veces explícitamente, otras sólo quedan implícitas) y con base en ellas construyó un texto no sólo risible, sino crítico y sugerente en varios sentidos. A algunos de esos pasajes nos ceñiremos en el siguiente segmento.