Del mismo modo, el papel del periodismo, llamado desde el siglo xix el cuarto poder, es fundamental en la trama de esta novela. Indirectamente, Juan Gabriel Vásquez advierte que el periodismo contribuye a generar diferentes valores e ideas dentro de la sociedad. Lo que ocurre dentro de la sociedad colombiana ficcionalizada bien puede suceder y sucede en cualquier otro país. Los columnistas, los caricaturistas y los periodistas en general, desde hace más de dos siglos han sido fundamentales para la generación de opinión y la construcción de las memorias sociales y aun nacionales. De alguna manera, eso ha producido que esa memoria social sea una memoria implantada. La memoria social es la memoria de quien tiene el poder y las posibilidades no solo de generarla, sino de instaurarla o incluso de imponerla. Javier Mallarino, pero también el periodista para quien trabaja, es el retrato de muchos hombres y mujeres que, a diario, a través de sus dibujos o columnas, son generadores del pasado, de los recuerdos, de lo que se entiende y acepta como bueno y, también, de lo que los lectores leen y asimilan como malo. La memoria y el pasado son elaborados como un dibujo, alguien traza las líneas, alguien adorna, alguien llena de detalles la imagen, alguien crea frases, alguien reproduce sonidos con los que más adelante se pensará y se enseñará el pasado.
Un lector desprevenido pensaría que elegir a un caricaturista para hablar sobre el poder, la ética y la generación de opinión, resulta, comparativamente, menos «peligroso» que elegir a un columnista. Los «monos» parecen causar menos incomodidad que las largas columnas de opinión de los diarios. Es como si el autor convidara a sus lectores a recordar el refrán popular de que «una imagen vale más que mil palabras», y la importancia que ésta tiene en un mundo saturado a diario por las imágenes, un mundo que, sin discusión alguna, se ha vuelto cada vez más visual. Sin embargo, esto no deja de ser otro de los juegos que propone Vásquez. Para nadie es un secreto que las palabras también valen y, sobre todo, generan un millar de imágenes. En ese sentido, no es gratuita la relevancia que en la novela tienen los directores de los periódicos para los que trabaja Mallarino. De ellos, particularmente el último, Valencia, sirve de referente para entender cómo los periodistas intentan convencer a los demás de lo que debe ser considerado como «la verdad». Aunque parezca que la historia gira en torno a la vida y los recuerdos de Mallarino, alrededor de su reputación y su prestigio, lo cierto es que lo que le sucede a Javier Mallarino es solo el episodio que involucra las reacciones de distintos tipos de personajes. Los periodistas, los familiares, los desconocidos, todos van tejiendo una red de recuerdos bordada con el delicado y frágil hilo de «la verdad».
En esta novela Colombia es otra vez una selva. El peligroso lugar en el que habitan toda clase de fieras dispuestas a devorar a los ingenuos, a los incautos, «país amnésico y obsesionado con el presente, este país narcisista donde ni siquiera los muertos son capaces de enterrar a sus muertos. El olvido era lo único democrático en Colombia: los cubría a todos, a los buenos y a los malos, a los asesinos y a los héroes, como la nieve en el cuento de Joyce, cayendo sobre todos por igual» (114). Colombia como un lugar en el que los días desapacibles dejan caer la lluvia sobre una realidad frágil e imprecisa. Un país en el que solo se es alguien el día en el que se recibe una amenaza de muerte. Es, otra vez, una manifiesta preocupación por un país en el que se trabaja para borrar, para olvidar, para dejar atrás y para que, al final, la selva sea camuflada con el uniforme del idílico paraíso crítico, sensible e intelectual en el que todos desearían vivir.