A través de una narración ágil, que emplea diferentes registros lingüísticos y géneros escriturales, Mayra Santos-Febres invita al lector de Fe en disfraz a replantearse la construcción del pasado y la necesidad de volver a él para diseñar estrategias que ayuden a sanar las deudas históricas pendientes, pero sin olvidarlas. Para realizar esta empresa narrativa, la autora emplea dos herramientas: primeramente, presenta la esclavitud que sufrieron los afrodescendientes (esta vez desde la perspectiva de las mujeres que alcanzaron la libertad); por otra parte, nos presenta una dimensión política de los cuerpos, en donde las facciones, el color de la piel y la anchura de los hombros llevan consigo toda una carga histórica indisociable del individuo. De esta manera, si en el primer caso la visibilización de la esclavitud desde la perspectiva de las mujeres abre una nueva posibilidad de rearticular las tradiciones del Caribe (y, de paso, celebrar el peso que han tenido las mujeres en las luchas contrahegemónicas), en el segundo se nos presenta la posibilidad de repensar la carga política que tienen los cuerpos, a la vez anclados en el presente y en el pasado, con el fin de repensar nuestra propia filiación en las luchas políticas. A continuación, expondré la manera en la que se desarrollan estos dos ejes y finalizaré con la propuesta de reconciliación que da la autora de la novela.
Fe en disfraz nos presenta dos historias paralelas: la primera, el romance entre el historiador Martín Tirado y Fe Verdejo, jefa de división en la Universidad de Chicago; y la segunda, sobre los documentos compilados por la doctora Verdejo, en donde se describe la liberación de las esclavas afrodescendientes y, en no pocas ocasiones, la manera en la cual estos textos fueron recuperados. En este caso, no sólo se utiliza el archivo como un dispositivo narrativo (una manera de ordenarlo), sino que también se presenta tres lecturas del mismo: 1) el que hizo la doctora Fe al dar con ellos, 2) el acercamiento del joven Tirado al digitalizarlos y 3) el recorrido del propio lector, quien puede unir las lecturas previas en una lectura compartida. En los dos primeros casos, la lectura tiene una finalidad eminentemente política: a Fe Verdejo este encuentro le hace repensar su posición como investigadora racializada y su vínculo con las mujeres que describen los textos recopilados; a Tirado, en cambio, la lectura y la influencia de Fe hacen que se replantee el curso de su vida, hasta entonces sumida en una sexualidad estrechamente unida a un racismo sistemático y burgués. De esta manera, entre el fetichismo, las prohibiciones y los imaginarios sexuales cubiertos de pautas coloniales, el narrador asegura: “Me quedé mirando a Fe, en silencio. Curiosamente, nunca antes me había detenido a pensar que sus esclavas se le parecieran. Que ella, presente y ante mí, tuviera la misma tez, el mismo cuerpo que una esclava agredida hace más de doscientos años. Que el objeto de su estudio estuviera tan cerca de su piel”.
Antes de continuar, es necesario aclarar que, en la novela, los cuerpos de las mujeres afrodescendientes y, con ello, las historias que resguardan, están lejos de ser representados a partir del deseo masculino, pues los relatos que nos presenta Santos-Febres muestran justamente lo contrario: mujeres libres, no víctimas, que han logrado abrirse paso en una sociedad desigual, y que han dejado de ser entes dóciles frente al poder masculino. En este caso, más que entender el deseo del joven investigador como el resultado de la simple cosificación del cuerpo de las mujeres afrodescendientes, Mayra Santos-Febres utiliza esta perspectiva para mostrar la agencia de las mujeres y reconocer la carga política que tiene el cuerpo en todas las sociedades y que resguardan el paso del tiempo. En la novela, se refuerza esta idea cuando se asegura que “la historia está llena de mujeres anónimas que lograron sobrevivir al deseo del amo desplegándose ante su mirada. Pero nunca se abrieron completas. De alguna forma, lograron sostener un juego doloroso con lo Oculto”.
Después de todo, el gran descubrimiento de Fe Verdejo es saber que su cuerpo está habitado por las historias de esclavitud y de injusticias que ocurrieron antes que ella, pero también por una tradición de resistencia que han cimentado otras mujeres a lo largo de los años. Este hecho queda asentado cuando Fe Verdejo recolecta los archivos que conformarán la exposición que le dará prestigio internacional, “Esclavas manumisas de Latinoamérica”, y encuentra un vestido que ha sido habitado por distintas generaciones de mujeres afrodescendientes. Frente a la mujer que resguarda el vestido (que posteriormente le regalará), la historiadora reflexiona:
Mi piel era el mapa de mis ancestros. Todos desnudos, sin blasones ni banderas que los identificaran; marcados por el olvido o, apenas, por cicatrices tribales, cadenas y por las huellas del carimbo sobre el lomo. Ninguna tela que me cubriera, ni sacra ni profana, podría ocultar mi verdadera naturaleza.
En la novela, el reconocimiento del cuerpo, de los fantasmas que lo habitan y de la importancia política que tiene, va unido al reconocimiento de una sexualidad no anclada a la moral burguesa que mantiene prisionero al historiador. En este reconocimiento, hay otra manera de relacionarse con el espacio público, de aparecer en él y de actuar en consecuencia, guiado por los instintos intemporales y la historia compartida de otros que nos habitan. En este sentido, si Fe acepta portar un vestido que había sido empleado por mujeres condenadas por su belleza, esto significa una práctica liberadora y, en todo caso, decolonial, porque ella es capaz de aceptarlo con todo el peso liberador que tiene: “Ah, ya viste el traje. Creí que lo habían quemado. [Dice la anciana]. Con ese traje fueron presentadas en sociedad mi abuela y la abuela de mi abuela. Pecado de soberbia, pecado de la carne. Es bonito, ¿verdad?”.