En todo caso, me parece que, como queda dicho, El lector a domicilio juega con la idea de “leer mal” y rompe la noción de la “bonanza” de la lectura. Uno de los casos más irónicos, no sin cierto dejo de comedia, viene de las lecturas que Eduardo le hace al coronel Atarriaga, militar ya retirado del servicio. En sus visitas, Eduardo le lee El desierto de los tártaros, de Buzzati, pero sólo por un par de minutos cada ocasión, pues el coronel se queda dormido casi de inmediato, seguido por el mismo Eduardo, que aprovecha para también tomar una siesta. El propio Eduardo reflexiona: “Tal vez lo que le daba sueño al coronel era mi manera de no involucrarme en la lectura” (42). Estos encuentros con el coronel son muy llamativos, no sólo porque en lugar de animar o entretenerlo lo duermen, sino porque Eduardo va a aprovechar esta ventaja para cometer un crimen. Desde la perspectiva del personaje, el acto que comete no es exactamente criminal, sino un “préstamo” velado para poder acatar las demandas del Güero, el extorsionador de la mueblería, que le pide dinero para poder saldar una deuda. Eduardo toma un dinero del secretaire del coronel, el cual regresa al otro día ayudado de Celeste. Sin embargo, valdría la pena preguntarse la relación entre el robo y la lectura, pues, ¿qué clase de lector es el que comete actos de esta naturaleza, si se supone que la lectura nos trae educación y construcción de la vida cívica?
Una de las características de la lectura oral o lectura en voz alta es que tiene una naturaleza incluyente, en la que suele generarse un círculo o comunidad íntima de sujetos, pues el sonido de las palabras tiende a la interioridad (Ong 74-77). Como afirma Elisa Vizcaíno, en este tipo de lectura hay algo de “compartir con el otro”, de “complicidad”, que no se cumple cabalmente en El lector a domicilio (párr. 5). Con su desinterés y falta de atención, Eduardo rompe con el pacto ficcional que propicia la incursión en los mundos imaginarios que tanto nos gustan, de forma que el acto de lectura se vuelve inconsecuente. En otras palabras, Eduardo, al vivir en su burbuja (fórmula que se repite constantemente en la novela), impide una experiencia estética gozosa o fructífera. En lugar de hacer comunidad con los sujetos a los que visita, rompe el tejido social que se supone que debería estar construyendo. Teniendo un público completamente propicio para ello, Eduardo, más allá de contribuir con un ejercicio de biblioterapia o de promoción de la convivencia ciudadana, se entrega a una especie de egoísmo y ensimismamiento.
Todavía más singular es el hecho de que Eduardo posee, aunque mínima, una formación como lector (sin dejar de mencionar su formación universitaria, a la cual sólo se alude, pero no se nos dice cuál es), pues desde chico tuvo contacto con la literatura a través de su padre. Cuando era niño, nos cuenta, aprendió que hay poemas buenos y poemas malos y que, ya sean buenos o malos, se pueden disfrutar o repudiar (32-33). Esta postura que conocemos de él, que deja un resabio de teoría de la recepción, se ve completada con sus dotes, también incipientes, de crítico literario, como podemos observar en las veladas literarias de los Reséndiz (87-89), donde es capaz de hacer comentarios como el siguiente: “Empezó un señor calvo, bajito y de aspecto simpático, que recitó la «Canción desesperada», de Neruda […] Con voz algo nasal desglosó diligentemente el poema y recibió un cálido aplauso” (87). O bien, cuando condena la lectura que Ofelia, su hermana, le hace de la Biblia a Celeste, la cuidadora de su padre: “Si algo no soporto es que alguien aleccione a otro con un libro abierto en la mano, mientras el otro escucha con la mirada baja […] Biblia y piscinas eran los dos baluartes de nuestra comunidad desoladamente inculta” (21-22). Tal vez sea por este espíritu crítico que, poco a poco, las palabras de sus escuchas hacen mella en su manera de leer.
Esto sucede con especial énfasis después de sus primeros encuentros con Margó Benítez, con quien Eduardo tiene una efímera relación sentimental. Margó le hace el mismo reclamo que los hermanos Jiménez, primero leyendo Una vuelta de tuerca, de James, y después Mi prima Rachel, de Du Maurier: “No, usted está enamorado de su voz” (30), “me doy cuenta enseguida cuando su voz y su cabeza se separan” (31). Sin embargo, a diferencia de con los Jiménez y otras familias, con ella Eduardo intenta mejorar su lectura, aunque sin mayor consecuencia a largo plazo. Todo comienza con el hallazgo que hace, en unas notas de su padre, de la transcripción del poema “Tu piel, como sábanas de arena…” de Isabel Fraire. Desde este momento, este poema, que es una verdadera isotopía del relato, se convierte en un eje estructural muy importante. Como dice Pablo Sol Mora,
En cierta forma, toda la novela es la historia de la lectura de ese poema, del aprendizaje de su lectura […] El poema ofrece, además, otra de las nociones clave de la novela: la piel, pues […] es una obra extremadamente sensual, que no solo tiene que ver con el desciframiento de los libros, sino de los cuerpos, y especialmente con esa puerta de entrada al cuerpo que es la piel (párr. 9-10).
Este poema activa algo en Eduardo, que logrará transmitir, a veces directa, a veces indirectamente, a algunos de sus oyentes. La misma Margó es la primera en escuchar el poema recitado por Eduardo. A diferencia de la narrativa (curioso guiño al lector contemporáneo, que privilegia la novela), el poema se encarna espléndidamente en la voz del protagonista y logra producir en Margó lo que podríamos entender como una experiencia estética gozosa. “Supe que la había impresionado porque sostuvo su taza de café junto a la boca, sin tomar un solo sorbo mientras duró mi lectura” (37). Margó misma reconoce este cambio en Eduardo: “Cuando lee la novela, se ve que tiene la cabeza en otra parte y que la historia le importa un comino, pero ahora que leyó el poema su actitud cambió por completo. Lo leyó de verdad, por eso me emocionó tanto” (37). En cierta forma, la lectura lograda de estos versos produce la experiencia esperada de la lectura oral: un regocijo que deviene en una intimidad entre los escuchas. Desde aquí, se genera una complicidad entre Margó y Eduardo.