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Expectativas sociales de la lectura. Notas para una pesquisa de El lector a domicilio, de Fabio Morábito.

Desde hace ya muchos siglos, hay un constante interés, tanto por parte de creadores como de receptores literarios, de representar en mundos de ficción los actos de lectura que llevamos a cabo en nuestra vida cotidiana. A pesar de que la lista de obras que dan vida a personajes lectores y a situaciones de lectura es tan extensa como variada, pueden mencionarse algunos títulos memorables, como El Quijote de Cervantes, Madame Bovary de Flaubert o El lobo estepario de Hesse, en el ámbito europeo, y El juguete rabioso de Artl, Un viejo que leía novelas de amor de Sepúlveda, Los detectives salvajes de Bolaño o El último lector de Toscana, en el ámbito latinoamericano; sin dejar de mencionar El Decamerón y Las mil y una noches, obras clásicas sobre literatura oral. Esta inquietud por retratar la manera en que leemos y, sobre todo, los efectos que la lectura tiene en nosotros como individuos y como sociedad, puede alcanzar una explicación en el hecho de que la lectura, ya sea en solitario, ya sea compartida, es un constituyente fundamental de nuestras prácticas sociales. La literatura siempre habla sobre la vida humana, y los libros son un componente esencial de esa vida.

El lector a domicilio (2019) de Fabio Morábito pone sobre la mesa algunas de las expectativas que tenemos sobre las personas que leen y las sociedades en las que se integran. O mejor dicho todavía: la novela juega, y en ocasiones rompe, con algunas de las creencias que tenemos al respecto. A continuación, haré un breve recorrido por algunos de los momentos más llamativos de la historia y los pondré en relación con beneficios que comúnmente se le otorgan a la lectura, los cuales no siempre se cumplen, o se cumplen de manera peculiar, en El lector a domicilio.

La novela transcurre por un camino sinuoso, cuyos ejes temáticos son la lectura en voz alta, la enfermedad, la vejez, la culpa, la extorsión y un poco de erotismo. Haciendo un repaso rápido por la trama, puede decirse que es la historia de Eduardo Valverde, dueño de una pequeña mueblería en Cuernavaca, quien meses atrás cometió un delito (del que nunca se nos dan detalles, sólo sabemos que involucró un accidente automovilístico) que lo obliga a saldar su deuda social con un año de servicio comunitario. La pena por dicho accidente, que por ocasiones no parece ser tan “menor” como se marca en la contraportada del libro, tendría que haber sido la limpieza de los baños “de un hospital o de un reclusorio” (14). Sin embargo, en lugar de esto, por influencias del padre Clark, párroco de la comunidad, la alcaldía le impone la tarea de leer a domicilio a personas de la tercera edad o con alguna enfermedad.

Desde esta perspectiva, Eduardo tiene la marca inicial de un “condenado”, cuyo castigo va a provocar en él una suerte de angustia existencial, atravesada de cierto resentimiento, que vinculamos, aunque no sabemos bien por qué, al accidente que de un día para otro cambió su dinámica de vida. Eduardo es un condenado a leer, que debe, burocráticamente, cubrir un determinado tiempo de lectura: al final de la sesión tiene la responsabilidad de recabar la firma de los escuchas, que avalan el cumplimiento de la pena. Curioso castigo, cuyas consecuencias atraviesan toda la trama. Hay aquí un primer punto a observar. La lectura, culturalmente, está bañada de tintes positivos, se piensa como una actividad educativa, de entretenimiento, de enriquecimiento intelectual, terapéutica, o, incluso, de convivencia,1 pero, en el caso de El lector a domicilio, esta actividad comienza como una imposición, como un acto que va a ser realizado por obligación y de mala gana. Este lector a domicilio va a constituirse como una especie de antilector, que lee desde una experiencia estética del hastío. Los primeros reclamos que se le hacen al personaje es que parece no interesarle lo que lee, pues ni siquiera hace contacto con los ojos de sus escuchas. A pesar de su “preparación universitaria y [su] «hermosa voz varonil»” (14), Eduardo es un tipo que lee mal, no por su articulación, que es muy buena, sino porque no siente lo que lee.

La primera llamada de atención viene de los muy sui generis hermanos Jiménez, a quienes les lee Crimen y castigo, de Dostoievski: “Usted no se fija en lo que lee, me he dado cuenta” (12), le dice Luis Jiménez. “¿Te has fijado que mira su reloj a cada rato?” (13), se dicen los hermanos en su juego de ventriloquismo. “Leer en esa casa me resultaba angustioso” (13), dice Eduardo. “Tiene usted razón, cuando vengo aquí no entiendo nada de lo que leo”. Eduardo es un mal lector, sobre todo por un punto muy importante: no produce en sus escuchas la inmersión ficcional esperada.

Digamos desde ahora que, en realidad, esto no tendría por qué pensarse desde una perspectiva de “corrección” o “incorrección”. De hecho, todo el tiempo somos partícipes de lecturas “fallidas” o que no cumplen las expectativas que se tienen de una lectura “lograda”. Cuántas veces hemos dejado un libro porque no nos interesa más, o en cuántas ocasiones hemos sido incapaces de concentrarnos en la lectura. Sin duda, también, hemos experimentado ese síndrome de Eduardo, en el que no comprendemos lo que estamos leyendo en voz alta; muchas veces nos interesa más leer bien para el público que comprender lo que está articulando nuestra voz.

Fuente: https://www.alamy.es/

En todo caso, me parece que, como queda dicho, El lector a domicilio juega con la idea de “leer mal” y rompe la noción de la “bonanza” de la lectura. Uno de los casos más irónicos, no sin cierto dejo de comedia, viene de las lecturas que Eduardo le hace al coronel Atarriaga, militar ya retirado del servicio. En sus visitas, Eduardo le lee El desierto de los tártaros, de Buzzati, pero sólo por un par de minutos cada ocasión, pues el coronel se queda dormido casi de inmediato, seguido por el mismo Eduardo, que aprovecha para también tomar una siesta. El propio Eduardo reflexiona: “Tal vez lo que le daba sueño al coronel era mi manera de no involucrarme en la lectura” (42). Estos encuentros con el coronel son muy llamativos, no sólo porque en lugar de animar o entretenerlo lo duermen, sino porque Eduardo va a aprovechar esta ventaja para cometer un crimen. Desde la perspectiva del personaje, el acto que comete no es exactamente criminal, sino un “préstamo” velado para poder acatar las demandas del Güero, el extorsionador de la mueblería, que le pide dinero para poder saldar una deuda. Eduardo toma un dinero del secretaire del coronel, el cual regresa al otro día ayudado de Celeste. Sin embargo, valdría la pena preguntarse la relación entre el robo y la lectura, pues, ¿qué clase de lector es el que comete actos de esta naturaleza, si se supone que la lectura nos trae educación y construcción de la vida cívica?

Una de las características de la lectura oral o lectura en voz alta es que tiene una naturaleza incluyente, en la que suele generarse un círculo o comunidad íntima de sujetos, pues el sonido de las palabras tiende a la interioridad (Ong 74-77). Como afirma Elisa Vizcaíno, en este tipo de lectura hay algo de “compartir con el otro”, de “complicidad”, que no se cumple cabalmente en El lector a domicilio (párr. 5). Con su desinterés y falta de atención, Eduardo rompe con el pacto ficcional que propicia la incursión en los mundos imaginarios que tanto nos gustan, de forma que el acto de lectura se vuelve inconsecuente. En otras palabras, Eduardo, al vivir en su burbuja (fórmula que se repite constantemente en la novela), impide una experiencia estética gozosa o fructífera. En lugar de hacer comunidad con los sujetos a los que visita, rompe el tejido social que se supone que debería estar construyendo. Teniendo un público completamente propicio para ello, Eduardo, más allá de contribuir con un ejercicio de biblioterapia o de promoción de la convivencia ciudadana, se entrega a una especie de egoísmo y ensimismamiento.

Todavía más singular es el hecho de que Eduardo posee, aunque mínima, una formación como lector (sin dejar de mencionar su formación universitaria, a la cual sólo se alude, pero no se nos dice cuál es), pues desde chico tuvo contacto con la literatura a través de su padre. Cuando era niño, nos cuenta, aprendió que hay poemas buenos y poemas malos y que, ya sean buenos o malos, se pueden disfrutar o repudiar (32-33). Esta postura que conocemos de él, que deja un resabio de teoría de la recepción, se ve completada con sus dotes, también incipientes, de crítico literario, como podemos observar en las veladas literarias de los Reséndiz (87-89), donde es capaz de hacer comentarios como el siguiente: “Empezó un señor calvo, bajito y de aspecto simpático, que recitó la «Canción desesperada», de Neruda […] Con voz algo nasal desglosó diligentemente el poema y recibió un cálido aplauso” (87). O bien, cuando condena la lectura que Ofelia, su hermana, le hace de la Biblia a Celeste, la cuidadora de su padre: “Si algo no soporto es que alguien aleccione a otro con un libro abierto en la mano, mientras el otro escucha con la mirada baja […] Biblia y piscinas eran los dos baluartes de nuestra comunidad desoladamente inculta” (21-22). Tal vez sea por este espíritu crítico que, poco a poco, las palabras de sus escuchas hacen mella en su manera de leer.

Esto sucede con especial énfasis después de sus primeros encuentros con Margó Benítez, con quien Eduardo tiene una efímera relación sentimental. Margó le hace el mismo reclamo que los hermanos Jiménez, primero leyendo Una vuelta de tuerca, de James, y después Mi prima Rachel, de Du Maurier: “No, usted está enamorado de su voz” (30), “me doy cuenta enseguida cuando su voz y su cabeza se separan” (31). Sin embargo, a diferencia de con los Jiménez y otras familias, con ella Eduardo intenta mejorar su lectura, aunque sin mayor consecuencia a largo plazo. Todo comienza con el hallazgo que hace, en unas notas de su padre, de la transcripción del poema “Tu piel, como sábanas de arena…” de Isabel Fraire. Desde este momento, este poema, que es una verdadera isotopía del relato, se convierte en un eje estructural muy importante. Como dice Pablo Sol Mora,

En cierta forma, toda la novela es la historia de la lectura de ese poema, del aprendizaje de su lectura […] El poema ofrece, además, otra de las nociones clave de la novela: la piel, pues […] es una obra extremadamente sensual, que no solo tiene que ver con el desciframiento de los libros, sino de los cuerpos, y especialmente con esa puerta de entrada al cuerpo que es la piel (párr. 9-10).

Este poema activa algo en Eduardo, que logrará transmitir, a veces directa, a veces indirectamente, a algunos de sus oyentes. La misma Margó es la primera en escuchar el poema recitado por Eduardo. A diferencia de la narrativa (curioso guiño al lector contemporáneo, que privilegia la novela), el poema se encarna espléndidamente en la voz del protagonista y logra producir en Margó lo que podríamos entender como una experiencia estética gozosa. “Supe que la había impresionado porque sostuvo su taza de café junto a la boca, sin tomar un solo sorbo mientras duró mi lectura” (37). Margó misma reconoce este cambio en Eduardo: “Cuando lee la novela, se ve que tiene la cabeza en otra parte y que la historia le importa un comino, pero ahora que leyó el poema su actitud cambió por completo. Lo leyó de verdad, por eso me emocionó tanto” (37). En cierta forma, la lectura lograda de estos versos produce la experiencia esperada de la lectura oral: un regocijo que deviene en una intimidad entre los escuchas. Desde aquí, se genera una complicidad entre Margó y Eduardo.

Fuente: https://www.alamy.es/

Algo muy similar, pero con tintes cómicos, ocurre en la última visita a los hermanos Jiménez, aunque en esta ocasión el “logro” de lectura no viene de Eduardo, sino de Celeste, lo cual contribuye con una más de las lecturas fallidas del personaje. Debido a que Eduardo, en su última visita a los hermanos, cortó la lectura veinte minutos antes de la hora estipulada, debe regresar a “pagar” ese tiempo que debe. Como testigo de la visita, Celeste lo acompaña. Llegando con los Jiménez, Eduardo se da cuenta de que confundió el libro que tocaba leer ese día, y en lugar de llevar A sangre fría, de Capote, lleva el libro de poemas de Isabel Fraire. Eduardo ofrece leerles el poema “Tu piel…” en lugar del libro olvidado, pero los Jiménez no aceptan: exigen que el poema sea declamado de memoria, a lo cual Eduardo se niega. Sorprendentemente, Celeste comienza a recitarlo sin necesidad de leerlo: “Cuando terminó, los hermanos aplaudieron a rabiar y [Luis] el tonto lanzó un grito de gozo” (74). Lo que viene a continuación es significativo en varios aspectos. Interpretando la escena, podemos decir que, como resultado de la emoción que les produce la declamación por parte de una voz femenina, Carlos, el otro hermano, comienza a tener un ataque epiléptico. El suceso es paradójico, porque, en esta ocasión, el acto de lectura compartida sí que tiene consecuencias, aunque no propiamente las esperadas. Más allá de generar un estado de bienestar, la lectura desencadena un episodio de enfermedad.

El resto de la novela transita por otros lados, dejando la lectura en voz alta en segundo plano. Sin embargo, hay un momento final que merece ser comentado, sobre todo porque revela que Eduardo es consciente de su constante fracaso como lector a domicilio. Esto sucede con los Vigil, familia amurallada, a decir de Eduardo, “en su mundo de sordomudez y analfabetismo” (28). Sobre la marcha, el lector a domicilio se da cuenta de que aun cuando los tres niños sí son capaces de escuchar, los padres los tratan como si también fueran sordos y les impiden hacer una vida normal, incluida la asistencia a la escuela. Aunque no con estas palabras, Eduardo siente que esto es un abuso, considera que los padres no deberían obligar a los niños a actuar como sordos sólo porque sus padres así lo desean, y en varias de sus visitas se lo hace saber a la madre. El parteaguas viene un día en que la lectura en turno son los poemas infantiles de Gianni Rodari, cuya temática encanta y hace reír a los niños. Eduardo se para de espaldas a su público y, al escuchar las risas de los pequeños, se da cuenta finalmente de la verdad. El padre pregunta por qué los niños ríen, y ellos contestan que porque el poema es gracioso. En seguida, el padre prohíbe tajantemente a los niños que escuchen. Ante esto, Eduardo se levanta furioso y exclama: “¡Me voy de esta casa y no me vuelven a ver! […] ¡Obligar a sus hijos a ser sordos! ¡Ustedes no pueden escuchar la rima, pero ellos sí!” (99). Inmediatamente, la madre se para y le pide que no se vaya, mientras el padre se pone furioso. Eduardo se queda y sigue leyendo, considerando aquello un triunfo: “Se acaba de producir una revolución en esa casa: los niños tenían permiso para oír” (99). Con este movimiento, Eduardo tiene un verdadero impacto social (tal vez el único de toda la novela), porque su relación con los Vigil propicia una transformación en la familia, a tal grado que los niños comienzan a ir a la escuela. El propio Eduardo, personaje bastante pesimista, lo ve como un logro:

Aunque me di de baja del programa de las lecturas a domicilio, no he dejado de ir a casa de los Vigil. De mis antiguos anfitriones, es la única casa que sigo visitando. Gracias a Gianni Rodari, del que hemos leído todos los poemas que pudimos encontrar, el padre se convenció de que sus hijos no son sordos. Ahora van a una escuela normal y sólo hacen vida de sordos en su casa. Desensordecerlos, por así decirlo, ha sido el mejor fruto de mi breve carrera de lector a domicilio (160).
Leyendo la lección, de Simon Glücklich

La novela termina así, con un Eduardo menos infeliz y leyendo por gusto a los Vigil, ya sin el lastre del castigo de leer a domicilio. Esto propone una reflexión, no a manera de moraleja, sino sobre la naturaleza de los sujetos lectores. En realidad, a pesar de las expectativas sociales que se tienen de la lectura, el verdadero triunfo o fallo está en el binomio empírico texto-receptor. El lector en voz alta es un vehículo conveniente para la comunicación del texto, sin embargo, el entretenimiento, la transformación o, incluso, el cambio de conducta, son tarea que concierne directamente al escucha o lector. Guardando las distancias y las peculiaridades, los personajes a quienes Eduardo lee no están tan alejados del malestar existencial que éste experimenta a lo largo del relato, lo cual también impide que la lectura cobre fuerza en ellos. Para que la lectura “funcione” (en cualquier dimensión: como terapia, como experiencia estética, como aliciente de la convivencia social, como formación cívica), habrá de pensarse en cuáles son las expectativas de cada lector en concreto, y cómo las conjuga con la idea que se tiene normalmente de la lectura. Sin duda, leer puede acarrear muchos beneficios, aunque tampoco está obligada, ni tiene el poder, de cambiar el mundo (como a veces parece demandársele). Me parece que esta novela de Fabio Morábito problematiza precisamente la labor de los que nos rodeamos de libros, y con ello nos hace más conscientes de que leer no constituye, en automático, la panacea universal.

Lo anteriormente expuesto es apenas un esbozo de lo que podría comentarse sobre la novela, pues todavía hay mucho que decir sobre sus actos de lectura. Este texto surge en un contexto social que ha acumulado, por muchos siglos, varias convenciones sobre el acto de lectura, que se han convertido en verdaderas tradiciones. La institucionalización cultural de lo que se espera de la lectura está interiorizada en el imaginario de prácticamente toda la población letrada; intersubjetivamente, se nos exhorta a cumplir con ello.

Cabe señalar, por último, que este es un texto que nos da la oportunidad de caminar críticamente por diferentes veredas, así que habría que estudiarlo en varias dimensiones. En específico, hay una cuestión que sólo dejo aquí como sugerencia de lectura: El lector a domicilio trabaja desde una poética del ocultamiento, que hace que el lector transite por una serie de incertidumbres. Algunas de ellas: no se aclara cuál fue el crimen que Eduardo cometió, lo cual hace que su angustia se mantenga como un enigma; nunca se resuelve por completo el misterio de la dedicatoria del libro de Fraire que Eduardo compra a Abigael, la cual, Eduardo sospecha, está dirigida a su padre por la misma Fraire, aunque después presiente que fue Ivonne, la esposa de Abigael, la que realmente se lo dedicó; también quedan en suspenso dos de las casas en las que lee, porque sólo conocemos a cinco familias; por otro lado, siempre está la sensación de que Eduardo tendrá un encuentro erótico con alguna de las mujeres que conoce, pero esto nunca se concreta; y, desde luego, queda en suspenso el final del recital de poesía, donde alguien, no sabemos quién, dispara tres tiros: uno hiere en un brazo a Tatis (hacia quien aparentemente iban dirigidos los disparos), otro hiere de muerte en el pecho a Margó, y el último aterriza en la sien del padre de Eduardo; nunca se sabe quién dispara y con qué motivo.

Estas indeterminaciones hacen que el trayecto de vida de Eduardo se torne más angustioso, porque, a la par de que es obligado a realizar una tarea que no quiere, es incapaz de resolver estos misterios. A pesar de ello, uno de sus últimos comentarios nos hace pensar en un Eduardo que está superando el trauma del accidente y el pesimismo al que éste lo llevó, con lo cual el lector de El lector a domicilio se queda con un buen sabor de boca después de varias páginas de ironías y humor negro: en casa de los Vigil “aprendí […] a quitarme mi sordera innata, a salir un poco, entre tantos sordos, de mi burbuja, y a saber lo que digo cuando me oigo decirlo” (160). Frase curiosa, que apunta, más allá de la lectura en voz alta, a una introspección espiritual.

Bibliografía

Cabral, Luis R. y Patricia E. Rodríguez. “La lectura como vínculo creador de ciudadanía”. Lectura y vida: Revista latinoamericana de lectura XXXI.2 (2010): 80-86.

Herrera Delgans, Miguel Ángel. “La lectura: una marca de ciudadanía”. Zona próxima 14 (2011): 160-167.

Hidalgo, Agustín y Begoña Cantabrana. “La lectura en la salud y la enfermedad”. Rev Med Cine XIII.2 (2017): 39-41.

Ong, Walter J. Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra. Angélica Scherp (trad.). México: FCE, 2009.

Saintout, Florencia. “Cultura y ciudadanía; la lectura como derecho”. Anales de la educación común III.6 (2017): 55-61.

Sol Mora, Pablo. “El lector a domicilio de Fabio Morábito”. Criticismo 29 (2019). Disponible en línea: https://pablosolmora.com/el-lector-a-domicilio-de-fabio-morabito/

Vizcaíno, Elisa. “La lectura como práctica de consumo. Consideraciones a partir de El lector a domicilio, de Fabio Morábito”. Blog del SENALC: https://www.senalc.com/2019/07/01/la-lectura-como-practica-de-consumo-consideraciones-a-partir-de-el-lector-a-domicilio-de-fabio-morabito/

Acerca del autor

Daniel Castañeda García

Es Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas y Maestro en Letras Latinoamericanas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es profesor desde 2016 en las asignaturas del área de Teoría de la Literatura…

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Notas al pie:

  1. Los siguientes artículos estudian algunas de estas dimensiones de la lectura: “La lectura como vínculo creador de ciudadanía”, de Luis R. Cabral y Patricia E. Rodríguez; “La lectura: una marca de ciudadanía”, de Miguel Ángel Herrera Delgans; “Cultura y ciudadanía; la lectura como derecho”, de Florencia Saintout; o “La lectura en la salud y la enfermedad”, de Agustín Hidalgo y Begoña Cantabrana.