Dolores Reyes. Cometierra. Madrid: Sigilo, 2019, 173 p.
Y si de vos
me dijeran que no exististe,
les gritaría que me quedan,
tus ojos tristes,
tu caminar lento,
tu sonrisa apenas esbozada,
tu caricia leve,
y una espera,
una larga espera
de la que no volveremos
nunca,
o tal vez sí …
Ana María Ponce
La literatura latinoamericana reciente está llena de desaparecidos. Algo explicable si volteamos a ver la realidad social de este continente en donde hombres, mujeres e infantes desaparecen sin dejar rastro. Hay desapariciones individuales, grupales, forzadas, accidentales y las hay orquestadas por los estados o por grupos de la delincuencia organizada. Todas las desapariciones dejan familias fracturadas y dedicadas a buscar a sus desaparecidos sin tregua y sin fin, dejan familiares que se culpabilizan y se atormentan por la desaparición, que piensan que quizás pudieron hacer algo, cualquier cosa, para evitarla o que pudieron actuar más rápida y expeditamente para encontrarlos.
La desaparición es un delito muy complejo por la ausencia de los cuerpos, es buscar en la oscuridad, muchas veces sin pistas claras y con trabas burocráticas que hacen perder tiempo muy valioso. El delito no solo es la privación de la libertad de una persona, sino la negativa a reconocer esta privación y a informar a los familiares sobre el paradero o las acciones que se deben hacer para intentar dar con ella. La desaparición incluye a personas cuyos restos fueron encontrados y a aquellas que aparecieron. Esto último debe aclararse puesto que, en algunos casos, si la persona aparece se deja de nombrar como desaparecida y el delito ya no se persigue. Un desaparecido se considera como tal sin importar el tiempo en el que no se supo su paradero.
En obras latinoamericanas contemporáneas como 2666, Casas vacías, Chicas muertas, Racimo, La fosa del agua o Temporada de huracanes hay desapariciones, de tipos diversos y en diversas circunstancias. Sin embargo, hay un elemento común: los familiares que no desisten en la búsqueda, que se aferran a la aparición con vida y que, ante la falta de respuestas de las instituciones estatales, recurren a otros medios para obtener información. Sirvan dos ejemplos, en la crónica de Selva Almada, en un punto desesperado de la historia, la narradora consulta a una vidente para que la ayude a resolver los casos de tres mujeres asesinadas en los años ochenta en el interior de Argentina. La vidente tampoco encuentra a las desaparecidas ni a sus asesinos, pero le da una misión que parece cumplirse con el libro: “juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir” (Almada, 50). Por su parte, en la novela de Roberto Bolaño también aparece una vidente llamada Florita Almada que, frente a la apatía y el silencio de las autoridades mexicanas, en un programa de televisión local: