Respecto a esto último, en Los vigilantes observamos distintas formas de interrumpir lo comunicable. La protagonista escribe cartas al padre de su hijo, pero sólo tenemos acceso a las misivas de ida; nunca leemos lo que el destinatario responde. En ese sentido, se trata de una novela epistolar fracturada, la cual siempre remite a disputas entre maneras de concebir el mundo: la pareja que se escribe cartas no logra ponerse de acuerdo sobre su propio vínculo ni sobre la educación o la vestimenta de su hijo, y como además no hay otras interacciones físicas entre ellos, los acuerdos nunca se producen.
Pero ¿cómo te atreviste a escribirme unas palabras semejantes? No comprendo si me amenazas o te burlas. ¿En qué instante tu mano propició unas acusaciones tan injustas? Estás equivocado, la expulsión de tu hijo fue completamente acertada y me parece cruel que insinúes que fui yo la que lo indujo a buscar una salida de la escuela.
La novela epistolar es por esencia dialógica. Eltit subvierte esa convención al generar una obra en donde el diálogo resulta siempre problemático. La condición del hijo contribuye a esa dificultad comunicativa y le otorga una complejidad a la lectura y al efecto estético del texto: no tenemos claro por qué se arrastra, qué lo hace babear, cómo es que “desaparece” y “reaparece”, por qué juega con vasijas, ni si realmente otros pueden escuchar lo que nosotros podríamos interpretar como su voz interior. Lo único cierto es que posee algún tipo de discapacidad que lo lleva a interactuar de manera disidente respecto a comportamientos más normativos.
Atraviesa la casa a una gran velocidad y, en ocasiones, se golpea contra las paredes. Sus golpes, sin embargo, no me alarman. […] lo que me descompone son sus carcajadas que parecen multiplicarse en medio de este frío, como si con su risa pretendiera derrotar a esta insoportable helada.
Cuando, al inicio y al final de la novela, escuchamos hablar al hijo, la perturbación que provoca el texto es aún mayor, en la medida en que las transgresiones se multiplican y no hay explicaciones respecto a lo que ocurre, qué tipo de interacción estamos presenciando, ni por qué se suceden de ese modo los hechos o cuánto duran.
Babeando lanzo una estruendosa risa. Ay, cómo me río. Cómo me río. Caigo al suelo y en el suelo me arrastro. […] Ella me recoge del suelo. […] Mamá se enoja, yo me río. Ella no soporta que me ría y por eso lo hago. Si yo me río su corazón suena como un tambor, TUM TUM TUM TUM. […] Mamá guarda su leche para sentir su parte de arriba calentita. Calentita. Lo sé porque cuando he tocado su parte de arriba está calentita. Calentita y ardorosa. Pero mamá es una mezquina y aleja mi cara […] Me río de tantas maneras que logro poner mi cara en su pecho. En su pecho mamá tiene demasiado furor y por eso me da la espalda y se vuelve a sus páginas con tanta obstinación.
La tensión entre madre e hijo está marcada por situaciones de violencia física, ausencia de diálogos (se refieren uno a otro en tercera persona) y sobre todo por la oposición entre la letra y el cuerpo. (“Ahora mamá está inclinada, escribiendo. … Quiero morderla para que me pegue en mi cabeza de TON TON TON To tonto y deje esa página”). De hecho, la novela está estructurada a partir de dos voces narrativas que no se comunican entre sí y tampoco expresan valores y cosmovisiones compatibles. El prólogo y el epílogo, cuyos títulos remiten a un habla infantil (BAAAM y BRRRR), contrastan con la claridad enunciativa del cuerpo central de la obra (AMANECE), que corresponde a las misivas que escribe la madre. La estructura de la obra es ya una puesta en escena de lo que no es posible hacer en el espacio público: la construcción de lazos y el encuentro con los otros. La sociabilidad fracasada del hijo (su expulsión del colegio) se deriva de la falta de afecto que padece a lo largo de la obra. Del mismo modo, hacia el final del libro, la segunda expulsión que sufrirán madre e hijo al tener que abandonar su hogar para vivir en la calle se deriva de la incomunicación con el entorno social, su dificultad para integrarse al “orden de Occidente” que representan el padre, la suegra y los vecinos, de modo que rebasando los límites de lo humano terminan “fijos, hipnóticos, inmóviles, como perros AAUUUU AAUUUU AAUUUU aullando hacia la luna”.
Llama la atención cómo ambos personajes, las únicas dos voces de la obra, hacen un uso excepcional del lenguaje, o por decirlo de otro modo, su manera de hablar los ubica en una exterioridad frente al orden simbólico dominante. En el caso del hijo las onomatopeyas le otorgan extravagancia a su habla, mientras las paranomasias subrayan ciertos significantes expresivos o ciertos núcleos problemáticos, en una suerte de tartamudeo infantil y al mismo tiempo poético. De igual modo, la voz de la madre lleva a cabo efectos vinculados con la repetición, cuando reitera reclamos, situaciones o elementos en una y otra carta; o cuando hace uso de aliteraciones. Esta singularidad en la voz remarca la exclusión social de los personajes, su carácter neurótico, así como la extrañeza del texto que percibe el lector. Podría decirse que la comunicación entre narración y lector sufre también alteraciones pues son demasiadas las ambivalencias y las ambigüedades que la obra pone en juego: la mímesis está en los límites del realismo, la verosimilitud funciona, pero en momentos se pone en duda, y las certezas siempre están atravesadas por enunciaciones cargadas de una perspectiva subjetivamente afectada o extremadamente afectiva. Además, las elipsis nos niegan muchas explicaciones que clarificarían la lectura: están borrados los motivos de la distancia del padre, la edad del hijo, las causas o la naturaleza del frío que afecta a la ciudad y tampoco sabemos los nombres de ninguno de los personajes. Por todo lo anterior, el lector se siente desorientado desde el inicio y hasta el final de la novela, como lo estaría si habitara, vigilado y sin esclarecimientos, las ciudades que imagina Eltit.
Pero no sólo se trata de un relato de incomunicación cuya narrativa elíptica juega con las expectativas del lector. Lo que se narra específicamente es un conflicto derivado de la diferenciación social y de género.
Amanece mientras te escribo. Tu desconfianza aumenta aún más las fronteras que se extienden entre nosotros. Se ha dejado caer un frío considerable. Un frío que se vuelve cada vez más tangible en este amanecer y no cuento con nada que me entibie. Ah, pero no es posible que lo entiendas porque tú, que no te encuentras expuesto a esta miserable temperatura, jamás podrías comprender esta penetrante sensación que me invade.
Más allá de las precarias condiciones en que transcurre la vida de los protagonistas (opuestas a los privilegios de los que goza el padre), conforme avanza la novela se vuelve más evidente la resistencia que debe entablar la madre frente a los poderes patriarcales que la acechan: “Mi insurrección, por el momento, son únicamente ciertas caminatas calle abajo y que aún así te dejan estremecido por el pánico”. A pesar de su ausencia, el padre sigue intentando ejercer el control sobre la vida hogareña de su expareja, tomando decisiones con el fin de modificar sus hábitos y deseos y ejerciendo una vigilancia moral constante sobre su vida divergente y sobre el movimiento de los cuerpos feminizados de la narradora y su hijo.
Hay por supuesto una denuncia explícita frente a la fiscalización ejercida contra la mujer a lo largo de la trama, por el modo en que encarna una idea de familia fuera de la norma. Y, sobre todo, una crítica a la dificultad que ésta tiene para encontrar espacios de enunciación y legitimidad pública para usar su voz: “Con tus juicios, quieres hacer de mí la imagen de una mujer que miente. Una mujer que miente, impulsada por un creciente delirio. Te digo -y eso bien lo entiendes- que tus palabras representan el modo más conocido y alevoso de la descalificación. […] ¿No será el delirio en el que me implicas, lo que en verdad dirige tu letra?” Pero lo que llama la atención es cómo esta crítica a las formas tradicionales de concebir la diferencia de género en las representaciones urbanas se da en términos formales. Aunque nunca podemos leer las palabras del padre, en el libro se describe su estilo enunciativo:
Haces gala de una extraordinaria precisión con las palabras. Tú construyes con la letra un verdadero monolito del cual está ausente el menor titubeo. Tu última carta estaba llena de provocaciones, plagada de amenazas, rodeada de sospechas. Una carta que, en el conjunto de las seguridades que se expresan, me resulta descarada.
La descripción de las cartas del padre remite de inmediato a la forma de narrar que prevalecía en épocas anteriores. De hecho, podría equipararse a la idea de “novela total”, tan apreciada por los narradores del llamado Boom latinoamericano, en cuyas obras más paradigmáticas el autor era considerado como un “pequeño Dios” capaz de conferir autonomía a todo un universo literario sobre el cual ejercía, omniscientemente, el control absoluto. Eltit ubica el modelo elogiado por Vargas Llosa al interior de una tradición violenta y patriarcal contra la cual proyecta su propia práctica literaria. En otras palabras, Eltit apela a una estética de la fragmentación y a un tipo de narración impotente, para dar cuenta de un mundo ajeno al modelo patriarcal de usar la voz de manera total y omnipotente. De ahí la fragmentación de la enunciación que practica a través de cartas, que por lo demás son un género considerado “menor” como la misma voz feminizada que busca reivindicar.
Si las estéticas fracturadas se vuelven hegemónicas y sustituyen a las estéticas de la totalidad en la literatura latinoamericana reciente, esta transformación también habla del modo en que nuestra relación con el espacio público encarna en los textos. No es casual que mientras se producen ciudades cada vez más atomizadas, la escritura que busca hablar sobre ellas se fraccione y se disperse de manera paralela. La posibilidad de narrar lo urbano ha ido migrando de la novela total hacia géneros más breves o autolimitados (como el cuento, la crónica o la novela fragmentaria), y esto ha ocurrido en la misma medida en que las posibilidades de habitar y disfrutar el espacio público han disminuido o han sido sustituidas por la realidad de tener que vivir en espacios cada vez más acotados.
Lo comprobamos en la novela de Eltit cuando nos percatamos de cómo la protagonista restringe al máximo sus salidas a la calle, en una suerte de lógica de la sobrevivencia derivada de un imaginario en donde la ciudad aparece como territorio arrebatado, adverso y hostil. Este confinamiento no sólo le dice adiós a la tradición del paseo urbano, sino que modifica la legibilidad de la amenaza. En obras previas de la literatura latinoamericana como “Al pie del acantilado” (1959) de Julio Ramón Ribeyro, La noche de Tlatelolco (1971) de Elena Poniatowska, “El niño proletario” (1977) de Osvaldo Lamborghini, Cuentos del exilio (1983) de Antonio Di Benedetto o “La loca y el relato del crimen” (1988) de Ricardo Piglia, las razones del desorden social se derivaban de fenómenos inteligibles (la violencia modernizadora, política, de clase, criminal o patriarcal). Por el contrario, en la década de los noventa comienzan a aparecer ficciones en las cuales la violencia adquiere otro signo, el de lo ininteligible. No hay explicación frente al escenario distópico que se vive y, además, la violencia es generalizada. Es como si fuese parte del ambiente.
Este invierno se extiende y se extiende, contraviniendo su particular naturaleza, desafiando abiertamente a las otras estaciones. La bruma no hace sino transitar a través de las calles de una manera dramática, dejando una estela de crueles presagios a su paso […] El frío ha alcanzado en los últimos días niveles insostenibles y nadie ha dado una explicación convincente para esta situación.
Si el clima hostil es una alegoría del crimen o del miedo, de la exclusión social o de la sospecha moral contra las mujeres, no resulta claro. Y, sin embargo, es indudable que en la novela la anomalía urbana se ha naturalizado a través de la imagen del frío creciente. Así, en Eltit se halla insinuada la alegoría, pero también su imposibilidad. La narración es incapaz de explicar esa suerte de toque de queda permanente, frente al cual los pobladores actúan como delatores y espías, encarnando ya no ciudadanías del miedo (del modo en que las pensó Susana Rotker), sino una suerte de subjetividades de la sospecha:
Mi vecina me vigila y vigila a tu hijo. Ha dejado de lado a su propia familia y ahora se dedica únicamente a espiar todos mis movimientos. […] Mi vecina es la mejor representante de un procedimiento ciudadano que me parece cada vez más escabroso. […] La vigilancia ahora se extiende y cerca la ciudad. Esta vigilancia que auspician los vecinos para implantar las leyes, que aseguran, pondrán freno a la decadencia que se advierte. […] Tu hijo y yo ahora nos movemos entre las miradas y un frío inconcebible.