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Flor de Capomo y Puño de tierra

 

Beltrán, Geney. Adiós, Tomasa. México: Alfaguara, 2019.

 

Adiós, Tomasa (Alfaguara, 2019) de Geney Beltrán no es otra novela convencional sobre el narcotráfico en México, en sus páginas se dilucidan las consecuencias de la violencia en una parcela delimitada por una familia común y corriente de Chapotán, población ubicada en la sinuosa región del Triángulo Dorado. La decisión de subordinar el tema del narco a otro menos ostentoso no es negligente: Beltrán escribe desde la perspectiva de los actores secundarios con la intención de llevar al margen el asunto de los cárteles y sus miembros, protagonistas de la llamada “literatura del narco”. Sin embargo, este criterio tampoco obvia el problema: como un clima que fuera posible adivinar en los efectos de su hostilidad, su aparente ausencia vuelve permanente su presencia.

Por su sobrio temperamento narrativo, la elección de tramas construidas en torno a luchas emocionales y materiales en contextos de pocas expectativas y demás elementos, Geney Beltrán es primo hermano de los narradores que conformaron lo que en la década de 1980 críticos como Miguel G. Rodríguez llamaron “Literatura del desierto”: del Jesús Gardea de sus primeras obras, así como de su discípulo Daniel Sada de quien el autor ha escrito algún ensayo crítico. Nacido en Durango en 1976, Beltrán ha publicado libros de cuentos (Habla de lo que sabes), aforismos (El espíritu débil), ensayos (el más reciente, Asombro y desaliento) y dos novelas previas a Adiós, Tomasa (Cartas ajenas y Cualquier cadáver, con esta última obtuvo en 2015 el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima).

Resulta interesante que, al iniciar la novela, el rapto de Tomasa funcione únicamente como marco en el que las subtramas se desarrollan con creciente prioridad. En cuanto la muchacha es llevada a Chapotán a la casa de su madrina la Maruca, Flavio, el primo menor, se convierte en espectador de su belleza y su esmero en los quehaceres domésticos. La relación que entablan enseguida, es la de dos cómplices unidos por padecer de una violencia tan cotidiana que por principio pasa desapercibida. El camino al mundo femenino —dominado por la Maruca y la cocinera Elsa— está orientado por numerosas observaciones que ayudan a imaginar el entorno de entrañable valor cotidiano, como el de nombrar con sus respectivas marcas a los productos de uso corriente en el hogar: shampoo Vanart, galletas pancrema, jabón Lirio, harina Inca, etcétera. Y es que poniendo singular atención a los aspectos domésticos, a través de ésta y otras estrategias, el autor logra proveer a los personajes de una carga psicoafectiva que acompañada de descripciones ralentizadas (“El niño rezonga suelta un chillido Mueve con lentitud la cabeza hacia el pecho y el hombro izquierdo Vuelve al sueño” (p. 83), por ejemplo) imprimen un matiz particular al estilo de la obra, son los motivos diarios, inmediatos, los que definen la textura de la misma.

Aunque en distintos grados, Héctor y Flavio, los dos hijos sobrevivientes del matrimonio entre Eutimio Carrasco y María Heras, se ven profundamente afectados por las fisuras de sus vínculos familiares. La muerte prematura de la Silvanita es una mancha biográfica a la que es ineludible voltear a ver de vez en cuando, igual que a la sombra aún no desvanecida del tío Simón quien pretende enamorar a la madre. ¿Cómo hubieran sido las cosas de no ser como fueron? Aunada a estas dos posibilidades clausuradas en el desarrollo de la trama, el contrapunto emotivo de los púberes se complementa con un complejo de Edipo galopante y, sobre todo, con la figura de un padre ausente y recio: Eutimio es un hombre de campo que maneja troca y fuma cigarros Faros, un impertérrito candil de la calle y oscuridad de su casa.

Los herméticos afectos de los Carrasco Heras alcanzan un papel protagónico pocas veces visto en las novelas ajenas a la autoficción, ámbito donde el universo del yo y su sensibilidad es preponderante, su propia fractura genealógica pasa de ser un síntoma doméstico a un símbolo indiferenciable de toda la región alcanzada por la violencia: lo íntimo como espejo de lo público. Esa especie de constelación familiar, quintaesencia del trastorno social, está configurada por numerosos antecedentes, ásperos episodios que guardan en potencia el funesto porvenir de todos los involucrados. El homicidio de Eutimio, en este sentido, es el desenlace necesario después de conocer el asesinato que presenció años atrás de su propio padre; el secuestro de Tomasa también parece dictado por la voz del destino cuando advertimos que anteriormente había sido abusada por el Eugenio, no un muchacho que dice ser su tío sino “sólo una mano, una mano que huele mucho a cigarro”.

La preeminencia que Beltrán da a los entresijos familiares nos obliga a preguntarnos en un punto de la lectura: ¿cuál es el verdadero conflicto de Adiós, Tomasa? Es posible que una serie de acontecimientos traumáticos en la vida de Flavio; aunque de igual forma puede ser el rapto de la joven Tomasa a manos de dos hombres metidos en El Negocio; aunque también por el final despuntan los dilemas literarios de El Seco, narrador encubierto en las dos terceras partes de la novela. Esta falta de designio unívoco mantiene una estructura deliberadamente compleja —convierte a la obra en ejercicio múltiple—, pero al comprobar que le resta contundencia, el costo que tiene que pagar resulta muy caro: con cincuenta páginas menos no notaríamos la diferencia.

Con el propósito de mantener la expectación en el lector, el secuestro de Tomasa es el anzuelo del que la historia intenta tirar a lo largo de poco más de trescientas páginas. Si bien iniciar el relato in extrema res tiene potencialmente esta virtud, la tensión sufre altibajos que hacen que la novela en su conjunto parezca una carrera de relevos, es decir, que por momentos posea un interés inconsistente. La insólita cantidad de personajes secundarios respalda esta sensación general: el primo Rafael, el Santos, achichincle y tonto del pueblo, y el desmandado Juanillo tienen intervenciones que incluso llegan a ser memorables, pero que no contrarrestan su carácter intrascendente. Y ¿qué es más desesperanzador que enfrentarnos a personajes cargados de expectativas que no logran cumplirse?

Por otra parte, son encomiables las deliberadas intenciones que Beltrán dedica a la lengua. El empleo de la expresividad natural tiene sus mejores hallazgos en giros como “coágulos de sombras” (p. 79), “me volvía de piedras el aliento” (p. 264) o, al hablar de los dólares que promete la vida del otro lado, “hasta los ojos se te van a poner verdes un buen día” (p. 288). La lengua es el terreno de mediación del mundo dicotómico que propone Adiós, Tomasa: tanto la esfera femenina y masculina como la de los adultos y los niños se imbrica en esta arena democrática que, sin restar estimación a las particularidades, permite una convivencia horizontal. Sin embargo, como expresa Roberto Pliego en su breve reseña crítica, en ocasiones el abuso de esta sintaxis enrevesada, “enrevesada” por procurar ser extremadamente fiel a la oralidad, puede alterar los nervios y el oído.1

La pauta que permite esclarecer el debate y la aparente cuestión última de la obra es la revelación del narrador; oculto hasta los últimos capítulos en la tercera persona, se trata de un antiguo vecino de Chapotán convertido en escritor —como el protagonista de Cualquier cadáver (Cal y Arena, 2014)—, que cuenta la historia de Tomasa con la consciencia de que al hacerlo deberá enfrentarse a un dilema ético antes que estético. En sus propias palabras, El Seco se pregunta:

¿Quién soy yo, un bato privilegiado y con estudios, hijo de una familia que no cayó nunca en la precariedad, para fabular la historia de una muchacha de familia pobre que fue raptada y violada? […] ¿Es posible contar, sin traicionarlas, todas estas historias de vidas desfavorecidas? ¿De qué manera es un acto de justicia el rescatar del olvido el dolor de los olvidados? (p. 324)

Estos cuestionamientos a los que conduce Adiós, Tomasa la convierten en algo más arriesgado y profundo que una típica novela del narco, una meditación sobre los alcances actuales de la ficción o, si se quiere, del realismo en la narrativa contemporánea. Una discusión con tan larga historia como esta se actualiza naturalmente cada tanto aunque, por lo menos en autores de narcoliteratura de nuestro país, ha estado parcialmente ausente hasta ahora. Posiblemente lo único que tienen en común las numerosas novelas de este género, con la de Beltrán sea el soundtrack: de Flor de capomo a Un puño de tierra.

Colaborador invitado

Alonso Tolsá

(Santa María del Tule, Oaxaca, 1988). Participó en el curso de crítica literaria “Pico de gallo” convocado por la UNAM. Ha escrito en Luvina, Encuentros2050, Voz de la tribu, Pliego16 y demás revistas. Maestro en Estudios Latinoamericanos, fue becario del FONCA (2016) y de la Fundación para las Letras Mexicanas (2018) en el área de ensayo.

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Notas al pie:

  1. Ver la reseña en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto/adios-tomasa-de-geney-beltran-critica