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La extrañeza del hogar en Formas de volver a casa de Alejandro Zambra

Tu sangre rezuma y huele
alrededor de tu faja.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
«Romance sonámbulo»
Federico García Lorca

 

Zambra, Alejandro. Formas de volver a casa, Barcelona: Anagrama, 2011.

 

Tras veinte años de aventura, Ulises vuelve a Ítaca ansioso por reencontrarse con la casa que dejó, sin embargo, por los efectos de un oscuro hechizo, nuestro héroe regresa con una apariencia distinta y nadie más que su perro es capaz de reconocerlo. Con su involuntario disfraz, descubre que su vivienda le fue arrebatada y debe luchar para recuperarla. Por tal motivo, Ulises combate con apoteósica furia contra los bravos pretendientes de Penélope, hasta que Atenea consigue parar la reciedumbre de la batalla y, con ello, brindar paz a toda Ítaca. Sólo después de lo anterior, el héroe por fin vuelve a la morada que era suya y logra restituir la normalidad.

Este modelo literario se ha vuelto la fuente de donde beben todas las historias de retorno al hogar, ya que cristaliza los topoi del proceso: salir de la casa representa la promesa de vivir grandes hazañas, sin embargo, también implica la pérdida de lo cómodo y familiar, por lo que si se desea recuperar aquel bienestar hogareño es necesario bregar contra los cambios que hicieron de la vivienda un lugar extraño. Además, aquel oscuro hechizo que provoca que todos desconozcan a Ulises, puede comprenderse como una alegoría de las mudanzas que padecen los que abandonan lo conocido para afrontar los escollos y placeres de la vida, de tal manera que, al retornar a su lugar de origen, sus señas no son las mismas que tenían al momento de salir.

 

Claudio de Lorena 1600-1682, El retorno de Ulises a Ítaca, Museo de Louvre, París

En Formas de volver a casa, el escritor chileno Alejandro Zambra no sólo propone una actualización del modelo expuesto líneas atrás, sino que subvierte el valor principal: ¿Qué pasa cuando la casa no representa originalmente lo familiar, sino lo extraño en la historia? ¿Cómo saber qué tanto ha cambiado quien dejó el hogar, si no hay una imagen clara de su aspecto antes de partir? Distinto de la aventura de Ulises, el personaje de la novela que nos ocupa no comienza su travesía al salir de la morada, sino que la verdadera hazaña se presenta cuando intenta retornar simbólicamente a ella para volver a su pasado, escrutarlo con firmeza y, de este modo, definir con ello su propia identidad.

Sobre esa base, el libro cuenta la historia de un escritor que recuerda su niñez en los años ochenta, durante la dictadura de Augusto Pinochet. Como se sabe, dicho régimen militar comienza el once de septiembre de 1973, con la caída del proyecto social alternativo, «La Unión Popular», liderado por Salvador Allende. Para John Beverly esta también es la fecha que alegóricamente representa el ocaso del boom, aquel momento de efervescencia de la literatura latinoamericana, en el que algunos escritores y críticos, como Emir Rodríguez Monegal, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Octavio Paz, Carlos Fuentes y Alejo Carpentier, crearon grandes símbolos identitarios que les permitieron jugar un papel fundacional en el campo intelectual de la época, mediante el cual cometieron «el asesinato edípico del padre europeo», un proceso relativamente común en la historia literaria anterior que, además, se concibió «como prueba de una integración autosuficiente, triunfante de Latinoamérica a la marcha literaria universal» (Avelar, p. 22). Para Beverly, entonces, el golpe de estado contra el gobierno de Allende y la instauración de un régimen militar en Chile representaron una derrota cultural tan fuerte que «ya no nos estaría dada la posibilidad, para ponerlo lapidariamente, de creer en el proyecto de redención por las letras» (Avelar, p. 23), de tal manera que la voz de aquellos padres, otrora triunfantes, deja de ser comprensible para los hijos de la postdictadura y esta incapacidad de diálogo se convierte en una orfandad peculiar, ya que no ocurre una vez que el hijo supera al padre, sino por la derrota del padre ante su propio proyecto. De esta manera, en el libro de Zambra la literatura, la memoria, la historia política, el trauma, la familia y la derrota están indisolublemente ligados en la constitución de su relato. Es por tal razón que el viaje hacia la casa del personaje de la novela que nos ocupa se trata en realidad de un ejercicio de postmemoria, donde se discuten tanto los recuerdos de los padres, como los de los hijos, con el propósito de averiguar por qué «Los padres comieron las uvas agrias, y los dientes de los hijos tienen la dentera».

Pedro Pablo Rubens, 1636, Saturno devorando a un hijo, Museo del Prado, Madrid

Con base en el contexto descrito, el libro narra anécdotas aparentemente simples en donde el niño vive situaciones que sólo a la luz del presente cobran un sentido mucho más revelador. Destaca en particular el recuerdo de la noche del 3 de marzo de 1985, en la ciudad de Santiago, cuando ocurre un terremoto que provoca terror en los habitantes, por lo que todos los vecinos deciden pasarse en vela hasta el amanecer, reunidos en los jardines de uno de los hogares, en torno de una improvisada fogata. Mientras los niños imaginan juegos y disparates para afrontar la situación que viven, los adultos se ven forzados a convivir sin la protección que sólo dan los muros y la privacidad, de tal manera que pasan la vigilia enfrentándose silenciosamente. Dicha tensión ocurre porque en el telón de fondo está la opresión dictatorial que provocó aquella profunda división ideológica en el tejido social chileno, la cual aún no se resuelve. Por estas razones, las personas sentían una fuerte inseguridad sobre los actos de sus vecinos y el horror estaba tan expuesto que terminaron codificándose los comportamientos más cotidianos, tales como los contenidos en las conversaciones de los adultos, la intimidad y los comportamientos de los otros. Cualquier indicio de actividad política era suficiente para alterar la calma en los vecindarios, ya que en todos éstos podían encontrarse algunas personas que apoyaban al régimen, otras que intentaban mantenerse al margen y aquellos que se jugaban la vida cada día por defender sus ideas. De acuerdo con lo anterior, en la anécdota de esa noche se exponen algunas de las codificaciones frente a la ingenua contemplación del niño-personaje principal de la novela quien, atento, asistía los juicios velados y la desconfianza perenne en el ambiente. Asimismo, oye cómo los adultos sospechan de uno de los vecinos, Raúl, por ser nuevo en la comunidad y por vivir solo. Observa cómo Raúl, al llevar a la fogata a su única familia conocida –su hermana Magali y la hija de ella, Claudia–, despierta suspicacia entre los presentes y, luego, escucha que los adultos hablan sobre ellas, juzgando tanto sus gestos, como sus actitudes: «La mujer, dijo mi madre, no tenía cara de profesor de inglés -tenía cara de dueña de casa nomás, agregó otro vecino, y alargaron el chiste por un rato», (Zambra, p. 18). Al pensar en los rostros de los padres, el niño-personaje principal, termina por colegir una máxima que será determinante para entender el resto de la historia: «Pensé: de qué tienen cara mis padres. Pero nuestros padres nunca tienen cara realmente. Nunca aprendemos a mirarlos bien», (Zambra, ibidem). Con ello, el personaje principal comienza la lenta pero perenne separación ideológica y sentimental de su familia, de tal manera que sucede un primer distanciamiento de la casa vista como el lugar de formación intelectual.

De esta remembranza brotan otras que constituyen la historia que se cuenta en la novela y, de manera simultánea, se va formando el relato de la creación misma del libro que tenemos en las manos. El niño, una vez adulto, es el autor de la ficción que el lector lee y, al tiempo, la historia que se escribe, conforme avanza la lectura, cuenta cómo se convirtió en escritor, su relación amorosa con la misteriosa sobrina de Raúl y, además, expone aquellas operaciones de interpretación con las que confronta su pasado, para poder configurar una explicación convincente de su experiencia. De este modo, memoria, autoficción y metaliteratura son las huellas de los géneros con las que se compone la arquitectura artística de la propuesta de Zambra.

Otra de las anécdotas que también funciona como recuerdo privilegiado para problematizar la memoria y, además, como un distanciamiento simbólico del hogar, ocurre cuando Claudia le pide al niño que la acompañe a su casa. Ambos llegan a una villa que al personaje principal le parece desconcertante porque se compone de dos calles cuyos nombres eran Neftalí Reyes Basoalto y Lucila Godoy Alcayaga, las denominaciones originales de Pablo Neruda y Gabriela Mistral. En comparación con el barrio del niño, esas designaciones resultaban fuera de lo común, ya que el pasaje donde él vivía se llamaba Aladino y colindaba con Odín y Ramayana, paralelo a Lemuria. Una voz se interpone en el relato infantil para explicar lo siguiente: «se ve que a fines de los setenta había gente que se divertía mucho eligiendo los nombres de los pasajes donde luego viviríamos las nuevas familias, las familias sin historia, dispuestas o tal vez resignadas a habitar ese mundo de fantasía», (Zambra, p. 29). Tal intervención se ve confirmada con la afirmación de Claudia, quien dice: «Vivo en la villa de los nombres reales», (Zambra, ibidem), y mira con seriedad incriminatoria a su interlocutor. Con ello, brota un indicio en donde el lector infiere que, mientras el niño no resiente directamente las tragedias del acontecer histórico que ambos personajes comparten, Claudia sí las padece en carne propia. La incapacidad de entender el mensaje cifrado en la experiencia vivida, hace que el niño conteste torpemente a Claudia una frase complaciente, con la que exalta cómo vivir en esas calles debe ser mejor que estar en Aladino, de tal manera que el contraste de ingenuidad expone la complejidad del pasaje, constituido por contrapuntos insinuados, catástrofes obliteradas e indicios que estructuran el resto de la narración.

La batalla de memorias entre quienes sufrieron las crueldades de la dictadura, y los que no, se problematiza no sólo entre los jóvenes personajes mencionados líneas atrás, sino también entre padres e hijos, maestros y alumnos, amigos y colegas, simpatizantes del régimen y detractores, y demás posibilidades combinatorias, exponiendo con ello que todavía no existe un relato unívoco que pueda cohesionar las distintas experiencias del trauma, ni tampoco hay aún forma de narrarlo para elaborar un duelo social e histórico. Es por tal motivo que en Formas de volver a casa se alegorizan las distintas maneras de retornar a ese pasado conflictivo e inescrutable, con el propósito de reconstruir una identidad que apele a un «nosotros», donde se incluyan todas las voces. Por la misma razón, el resto de los recuerdos con los que se compone la ficción traza la difícil cartografía de esas búsquedas y se concreta en los episodios que constituyen al libro, cuyos títulos sugestivos –«Personajes secundarios», «la literatura de los padres», «la literatura de los hijos» y «Estamos bien»– pueden leerse como las estaciones del camino que se debe recorrer.

Finalmente, la vuelta al hogar se convierte en sí misma en una travesía mayor que la vivida una vez fuera del cascarón, ya que la representación del recuerdo de la infancia opera en este libro como un recurso sistemático para interrogar al presente y, con ello, desde las coordenadas de la actualidad, solucionar los dolorosos problemas irresueltos del pasado. En este orden de ideas, el niño-escritor-personaje de la novela que nos ocupa es la puesta en práctica de un laboratorio, donde Zambra experimenta estrategias para construir un mito personal con el cual define tanto un estilo, como un rostro. Es por tales motivos que, distinto del reto que debe conquistar Ulises al buscar que sus familiares y amigos lo reconozcan para romper aquel hechizo que le hace parecer extraño y le impide recuperar su morada, el personaje de Formas de volver a casa se reconcilia con su origen una vez que consigue enfrentar las aporías de su pasado, determinando así  una identidad y despojando de su extrañeza a su círculo afectivo más cercano mediante la ficción, por lo que cobra un sentido heurístico la máxima directriz de la trama, que dice: «Leer es cubrirse la cara. Y escribir es mostrarla», (Zambra, p. 66).

 

Bibliografía:

Avelar, Idelver. Alegorías de la derrota: La ficción postdictatorial y el trabajo de duelo. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2011. Impreso.

Acerca de la autora

Karla Urbano

Karla Urbano es Maestra en Letras. Ha trabajado como encargada del departamento de prensa y promoción del grupo editorial Área Paidós. También fue becaria de investigación en El Colegio de México y en el Centro de…

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