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Sobre la necesidad de discurrir acerca de la vida académica en América Latina

Sobre la necesidad de discurrir acerca de la vida académica en América Latina

La campus novel, college novel o academic novel emerge como tendencia a mediados del siglo XX en la literatura anglosajona, en estrecha relación con la reconfiguración de la noción y rol de autor y profesor-investigador literario, así como en la recomposición de la academia norteamericana tras la masiva huida de intelectuales de Europa, producto de la segunda guerra mundial. En los noventa esta tendencia narrativa ‒que busca de alguna manera develar las debilidades humanas de la academia en contraste con sus pretensiones y aspiraciones, así como hacer un retrato de sus jerarquías, usos y costumbres, peculiares personalidades, espacios, etc.‒ tuvo una segunda oleada (otra vez en la literatura en inglés, más no exclusivamente en EUA) para dar nuevamente cuenta de la transformación de la vida académica, ahora en el contexto del neoliberalismo.

Si bien, como señalan varios estudiosos del género ‒por ejemplo, Elaine Showalter en Faculty Towers‒ este tipo de novelas tiene sus primeras manifestaciones en la década de los treinta, es partir de medio siglo que se vuelve una tendencia muy definida. Jeffrey Williams en “The Rise of the Academic Novel” hace una distinción entre campus novel, que busca representar la vida del campus universitario centrando su atención en los jóvenes estudiantes, y la academic novel, que estaría enfocada en la vida de los académicos y que no se restringe al espacio de campus universitario. La distinción me parece interesante para otros contextos más allá del norteamericano, pues la vida del campus de nuestros estudiantes en muy raras ocasiones tiene paralelismos con la vida universitaria del mundo anglosajón. Pero para Williams, la distinción también sería pertinente en tanto la novela de campus relata procesos de formación, y la académica, crisis de edad. Williams señala también que a partir de finales del s. XX podemos ver cómo estas novelas tienden a combinarse, hibridarse, difuminarse con otros géneros; lo cual estaría en consonancia (y sería consecuencia) con el proceso que se ha venido dando de manera generalizada en la literatura, y la cultura en sentido amplío. William Marx, por ejemplo, en L’Adieu à la littérature, afirma que al transcurrir del tiempo, en muchos casos, un género literario determinado tiene más en común con otro género que con sus manifestaciones más antiguas.

En América Latina es poco común encontrar una novela de la vida académica que siga la fórmula del medio siglo anglosajón (en especial de la novela de campus, como la entiende Williams), más bien las manifestaciones de la misma tienden a la fusión con otros géneros, así como a centrarse en los académicos más que en los estudiantes: Amuleto y “La parte de los críticos” de 2666 de Bolaño, La muerte me da de Cristina Rivera Garza, Congreso de literatura de César Aira, Lodo de Guillermo Fadanelli, Camino de Ida de Ricardo Piglia, son algunas de las narraciones que se me vienen a la mente de manera rápida.  Me parece que en términos generales la exploración de la vida académica como materia de ficciones no ha sido un ejercicio habitual en América Latina; me pregunto si será, quizá, por las mismas razones en que la vida universitaria y académica en sí no ha sido suficientemente estudiada en estos horizontes: temor, tabú, desvalorización…

En comparación con la vida académica de otros países, en México (y América Latina) las universidades sobreviven más modestamente; la vida universitaria está configurada por un complejo (poli)sistema sui generis a descifrar para entrar y poder desarrollar(se en) una vida académica (inter e intra universitaria); además de que hay un percepción normalizada de los estudiantes, sobre todo los de posgrado, hijos de CONACYT, y de los académicos como ociosos a quienes el gobierno mantiene. Rasgos que deberían hacer más interesante estudiar la vida académica, o dar cuenta de ella en la ficción y no invisibilizar eso procesos de formación de los jóvenes universitarios o de las crisis (no nada más de edad) por que las que pasamos los académicos.  Sin embargo, la mayoría de los estudios que analizan la vida académica se desarrollan en EUA, Europa, India o Sudáfrica; en América Latina, se pueden encontrar pocos, particularmente en Argentina y México.

Aquí me interesa visibilizar dos cuestiones de la vida académica universitaria mexicana (y latinoamericana) contemporánea [esa que (también) separa en lo contextual a la novela académica de medio siglo de la de finales de siglo XX]: a) la salud mental y b) los comportamientos diferenciados de género. Aspectos que afectan tanto a estudiantes como a la planta académica, y que son minimizados, incluso ridiculizados, como estigmas, excusas, exageraciones o empleados como “chistes”. Y que poco se verbalizan entre colegas, compañeros y/o con los estudiantes. Es difícil hablar al respecto, pensarlo en escrito, y ponerse, en muchos sentidos, en una posición vulnerable al hacerlo, pero intentaré apuntar a algunas cuestiones que creo que merecen nuestra atención y un ejercicio reflexivo compartido.

 

Si uno echa ojo a algunos de las convocatorias para postular a un puesto universitario (fijo o no) los requisitos mínimos tienen (requieren) una barra alta; el subprograma de incorporación de jóvenes académicos de la UNAM, por ejemplo, pide un máximo de edad (37 hombres; 39 mujeres), doctorado (preferible postdoctorado), y experiencia (en investigación y/o docencia) para postular a contratos anuales (renovables dos años más), puestos que después se tendrán que re-concursar (para convertir esos contratos en un puesto), sin restricciones de edad. Hay muchas aristas posibles de discusión tan solo con esta información de contexto, pero aquí solo quiero llamar la atención sobre el ritmo de trabajo para llegar a cumplir esos requisitos. Pensando en un alumno modelo que tiene claro desde la preparatoria (o equivalente) qué quiere de su vida, se entra a la universidad a los 18 años, se hacen 4 de carrera más uno para hacer la tesis y titularse (no se rían, es un panorama ideal) (vamos en 23 años); entrar a la maestría en el siguiente ciclo escolar y terminarla en 2 años y medio con todo y tesis (vamos en 26 años pasados); entrar al doctorado en la siguiente convocatoria y terminar en los tiempos ideales planteados por los estándares CONACYT (a alumnos y programas de posgrado), esto es, en cuatro años (vamos en 30); y hacer al menos un año de postdoctorado, se llega al final de la escalera alrededor de los 32-33 años. Con este ritmo, vital (en qué momento este futuro académico se podría emparejar o tener hijos) y profesional-académico (cuándo o cómo lograr también la experiencia de trabajo en su área), que además continuará (SNI o cualquier forma de escalafón así lo requerirá), es comprensible el desarrollo de afecciones mentales (súbitas y episódicas o crónicas) y de un agotamiento (burnout) tanto físico como mental. Sobre las sociedades del agotamiento, Byung Chul-Han ha escrito el libro Müdigkeitsgesellschaft (The Burnout Society; La sociedad del cansancio), pero me interesa resaltar que trabaja también ese agotamiento en su Topologías de la violencia.

Me interesa pensar lo que señala el estudioso coreano-alemán teniendo como referente ese camino referido en el párrafo anterior; Chul-Han señala que “El burnout –que suele preceder a la depresión– no se refiere precisamente a un individuo soberano que se ha quedado sin fuerzas para ser “señor de sí mismo”. Es más bien una consecuencia patológica de la autoexplotación voluntaria.” (Topología 58). Esa “autoexplotación” está motivada por ese Yo-Ideal que se requiere, por ejemplo, para poder postular a ese puesto y poder competir con esos otros colegas en persecución de su Yo-Ideal. A diferencia de hace 20, 30, 50 años, la cantidad de doctores menores de 40 años es impresionante (por las posibilidades del acceso a educación básica, por la posibilidad de becas para posgrados, etc.), y los ritmos académicos, profesionales y vitales también los son para diferentes generaciones. Los síntomas del agotamiento y tempranas afecciones mentales se están manifestando desde la licenciatura; tenemos que prepararnos (verbalizar con los colegas y estudiantes) en la administración de emociones y trabajo (acaso no tiene mucho de eso la procrastinación, el síndrome del impostor, etc.), así como desmontar los prejuicios sobre la salud mental para evitar, la que algunos investigadores como Evans, Bira y Beltran Gastelum anuncian ya (en otros contextos, sí), una crisis de la salud mental en las universidades (véase “Evidence for a Mental Health Crisis in Graduate Education”). Por supuesto, lo anterior debe entenderse en el marco de una lógica de capitalismo salvaje, esto es, la reducción de espacios para (y desvalorización de) las ciencias sociales y humanidades, la disminución de recursos para las universidades públicas, el paulatino avance de la privatización de la educación, la precarización generalizada del trabajo, etc.

Avanzar en nivel educativo debe ir acompañado de una advertencia y preparación para atender nuestra salud mental. La presión que se produce en ese avanzar, sólo he podido vislumbrar alguna comprensión a través de las palabras de Chul-Han: “Proyectarse en el yo ideal [normalmente] se entiende como un acto de libertad. Pero en vista de acceder al yo ideal, uno se percibe como deficitario, como fracasado, y se somete al autorreproche. Del abismo entre el yo real y el yo ideal surge una autoagresividad. El yo se combate a sí mismo, emprende una guerra contra sí mismo. La sociedad de la positividad, que cree liberarse de todas las fuerzas ajenas, se somete a fuerzas destructivas propias. Las enfermedades mentales, como el burnout o la depresión, las enfermedades principales del s. XXI,1 muestran todas las características de la autoagresión. En lugar de una violencia de causa externa, aparece una violencia autogenerada, que es mucho peor que cualquier otra, puesto que la víctima de esta violencia se cree libre.” (Topología 62).

Podemos hincarle el diente al otro aspecto que me interesa visibilizar también con esa misma convocatoria mencionada; esa diferenciación de edad obedece a un criterio de género, la cual ha sido causa de muchos cuestionamientos, incluso de ridiculizaciones. No es mi intención defenderla o no, pero sí llamar la atención sobre comportamientos diferenciados de género en la vida académica. Uno de los aspectos más interesantes, pero menos evidentes, que han puesto en relieve el grupo de jóvenes que sostiene el paro de la Facultad de Filosofía y Letras (así como en otros planteles, aunque menos tiempo) de la UNAM es que hay, en la vida universitaria, una importante limitante, un “techo de vidrio” [glass ceiling], en el desarrollo de la vida académica, tanto para alumnas como para académicas. Complejo, real, pero que todavía es percibido como parte de la “normalidad”, de las reglas no escritas, en contraste con el importante proceso desnomalización del acoso y hostigamiento sexual.

Para referirme a algunas aristas de este problema retomo dos artículos, que si bien estudian las tendencias en universidades de otros países, apuntan de forma introductoria a cuestiones sobre las que es necesario reflexionar en América Latina: “Academic’s Glass Ceiling: Societal, Professional-Organized, and Institutional Barriers to the Career Advancement of Academic Women” de Olga Bain y William Cummings y “A gender gap in publishing? Women’s Representation in edited Political Science Books” de A. Lanethea Mathews y Kristi Andersen.

Por un lado, Mathew y Andersen señalan a) una tendencia de restricción o guetización de las alumnas a ciertas áreas o temas de estudio;2 yo señalaría, por experiencia directa, que también hay una constante (de prejuicio o guetización) en la recepción de las propuestas de trabajo de alumnas y/o colegas.3 b) que “la primera experiencia de inequidad profesional basada-en-género (diferenciada por género) de muchas mujeres es en la licenciatura. Las estudiantes tienen más complicaciones que los chicos para encontrar significativas relaciones mentor-alumno con sus profesores y tienden a recibir menos crédito por investigaciones colaborativas cuando éstas son producto de estas relaciones” (mi traducción). Y c) “Debido a lo anterior, el género parece tener efecto (acaso indirecto) acumulativo en la publicación académica”.

Por otro, Bain y Cummings analizan esa barrera invisible que enfrentan las mujeres con relación a la publicación e integración a la comunidad académica en general, pero también en el ascenso y/o reconocimiento profesional, ya sea para constituirse como autoridades en sus materias u ocupar cargos de dirección (en proyectos de investigación colectivos o académico-administrativos). Los investigadores contrastan esta tendencia en diversas academias, la británica, la estadounidense, la asiática y la latina. Para estos investigadores, las universidades del modelo latino (nosotros) tienen, en algunos aspectos, un modelo más amigable en cuestiones de género que otros, por lo menos en puestos “de entrada”; el problema es que las mujeres tienden a quedarse ahí. Nosotros podríamos hacer este ejercicio entrando a los directorios de, por ejemplo, de facultades, centros, instituto de cualquier universidad pública en México. Más interesante el experimento cuando se realiza en áreas de guetización de las mujeres. Se requiere, pues, la visibilización y estudio general de comportamientos académicos diferenciados por género que den cuenta, por ejemplo, de la tendencia de que los profesores-investigadores hombres son más proclives a la autopromoción (ya sea vendiendo sus textos o autorrefiriéndose), la infantilización e histerización de las académicas, o que es más difícil (mas no que no exista) que se denuncie el acoso/hostigamiento, sexual o académico, perpetrado por mujeres o integrantes de la comunidad LGBTTTI+.

Por supuesto, no son los únicos aspectos que sería importante estudiar en ese (poli)sistema de la academia, si a lo anterior se suma, por mencionar algo, los techos de cristal de los fenotipos, nacionalidades, clase social, las habilidades sociales… el panorama es todavía más complejo. Rica materia de estudio para las ciencias sociales y de ficcionalización para creadores.

Por Ivonne Sánchez Becerril

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Notas al pie:

  1. En contraste con las enfermedades físicas que marcaron el siglo XX y anteriores. (nota mía)
  2. Por ejemplo, enfermería o educación preescolar, por dar un ejemplo de carreras; o los estudios de género, como un área más “natural” para ser estudiada por investigadoras que por investigadores.
  3. Si el objeto de estudio de una alumna/investigadora es (la obra de) [una] escritora(s) muchas veces se asume que debe ser porque hay un sesgo, intención o programa feminista. Jamás he visto que se haya hecho observación alguna cuando son hombres los autores de un corpus de investigación de un artículo, tesis, etc. ya sea realizada por un hombre o por una mujer.