Ronsino, Hernán. Glaxo, Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2009.
Ronsino, Hernán. Glaxo, Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2009.
La noche del 9 de junio de 1956, miembros militares de la dictadura autonombrada “Revolución Libertadora” secuestraron a varios civiles con la intención de ejecutarlos en un basural. A este suceso, se le conoce como “los fusilamientos en José León Suárez”, una ominosa medida de represión ejercida contra un levantamiento ciudadano que ocurrió en Valle, Argentina. Poco tiempo después, en un café de La Plata donde se jugaba ajedrez, Rodolfo Walsh recuerda ese siniestro 9 de junio. Su memoria lo transporta a la frialdad de aquel invierno; de cómo, en ese café, los parroquianos escucharon un atronador tiroteo que les hizo salir en tropel, abandonando sus respectivos dameros, para comprobar con horror que los ruidos furiosos no pertenecían a un festejo, sino a una implacable matanza. Momentos después, un hombre misterioso hace volver de sus ensoñaciones a Walsh para decirle lacónicamente: “Hay un fusilado que vive”. Con ello comienza la incoercible investigación que un año después se llamará Operación masacre (1957), novela testimonial dividida en tres partes, en cuyas páginas se relatan los acontecimientos sucedidos antes, durante y después del fusilamiento. En el capítulo 24 del texto, “El tiempo se detiene”, Walsh expone mediante un riguroso presente, y con magistral dominio de la imagen, la desesperada y silenciosa lucha que sostienen los sobrevivientes al hacerles creer a sus victimarios que la ejecución fue exitosa. “No moverse. En estas dos palabras se condensa cuanta sabiduría puede atesorar la humanidad” (p. 50).
Cada reedición de este texto buscó actualizar los hallazgos a la luz de nuevas indagaciones y testimonios, al tiempo que cada revelación última fue acercando al valiente escritor argentino a su destino fatal. La última edición, de 1977, contiene la famosa “Carta abierta de un escritor a la junta militar”, un documento dividido en seis partes donde Walsh denunció el terrible plan de represión orquestado por los sectores dominantes que apoyaban el tremebundo Proceso de Reorganización Nacional. Horas después de enviar dicha Carta a distintos medios de comunicación argentinos, Rodolfo Walsh fue acribillado entre el cruce de las avenidas San Juan y Entre Ríos, en el Barrio de San Cristóbal, Buenos Aires. Como una coda macabra a su nefaria acción, los asesinos de Walsh secuestraron su cuerpo y es por ello que sus restos aún permanecen desaparecidos.
Treinta y dos años después, Hernán Ronsino (Chivilcoy, Argentina, 1975) publica Glaxo (2009) una novela breve cuyo epígrafe reza lo siguiente:
Fulmínea brota la orden
-¡Dale a ése, que todavía respira!
Oye tres explosiones a quemarropa.
Con la primera brota un surtidor de polvo junto a su cabeza.
Luego siente un dolor lacerante en la cara y la boca se le llena de sangre.
Los vigilantes no se agachan a comprobar su muerte.
Les basta ver ese rostro partido y ensangrentado.
Y se van creyendo que le han dado el tiro de gracia.
Al convertir en versos y, así, en un imprevisto poema el relato de los errores ocurridos durante “los fusilamientos en José León Suárez” –es decir, un fragmento de “El tiempo se detiene”, en Operación masacre– Ronsino plantea una clave hermenéutica para leer su libro. Sin esta pauta, Glaxo es inescrutable. Este primer indicio nos conduce a la ya revisada fecha del 9 de junio del 56, para luego lanzarnos a la novela de Ronsino, que cuenta la historia de cuatro amigos liados por la reciedumbre de una traición que devino asesinato. La narración se articula en cuatro partes que abarcan desde diciembre del 59, hasta diciembre del 84. En éstas, se relata la exposición paciente y gradual de un secreto, que tiene por único e impertérrito testigo a “la Glaxo”, apócope de GlaxoSmithKline, una empresa británica de productos farmacéuticos que levantó una cede en Chivilcoy. Estas cuatro partes están divididas según una fecha y un personaje: “Vardemann, octubre de 1973”, “Bicho Souza, diciembre de 1984”, “Miguelito Barrios, julio de 1966” y “Folcada, diciembre de 1959”. En la primera parte, asistimos al relato de Vicente Vardemann, un peluquero misterioso y callado, quien vive con su anciano padre y con una mujer que cuida de ambos. Atiende a sus clientes con eficacia, pero también con recelo. Una silenciosa furia se encuentra contenida en todas sus acciones, al tiempo que éstas también se imbrican con la actividad propia de Chivilcoy y con la imperturbable presencia de la Glaxo. Mientras Vardemann corta los cabellos de sus clientes, dirige sus miradas al incesante trabajo de los obreros que levantan las vías de un ausente tren, cuya ruta ya no incluye la ciudad. Es entonces cuando, desde la sangre galopando en sus oídos, comienza a soñar con trenes:
Mientras Vardemann corta el cabello, reprime la obsesión de conseguir venganza. Es por ello que anhela hacer de su navaja un arma que corte las cabezas de quienes en algún momento fueron sus amigos, hasta lograr que éstas caigan como el tren descarrilado. Mira hacia las calles de Chivilcoy, hacia la Glaxo y hacia aquel cañaveral donde juega el pequeño hijo del Bicho Souza. Ahí es donde catorce años atrás encontraron a un mormón con el rostro partido y ensangrentado. El peluquero recuerda cómo fue injustamente culpado de ese asesinato y, por ello, purgó catorce años en la cárcel. En este juego de miradas y de ensoñaciones es preciso destacar cómo los cuellos partidos y los rostros ensangrentados son imágenes que se proyectan en el azogue de la ejecución descrita en el epígrafe de Glaxo, por lo que se vuelven una metáfora de la violencia pura que Ronsino construye mediante su poética. Una violencia de lo interior hacia lo exterior del cuerpo, de la potencia con que lo reprimido se expresa, de aquello que debiendo haber permanecido oculto, al fin se ha manifestado.
En esa ominosa calma, pronto se nos desvela la historia de otro personaje con quien Vardemann está inexorablemente vinculado: Miguelito Barrios, un enfermo terminal de cáncer que catorce años atrás fue un gran amigo del peluquero, pero para el presente del relato es un traidor. Momentos previos a su muerte, la familia de Barrios le pide a Vardemann que asista a la casa para preparar al desahuciado. Al llegar, ambos se miran, constriñendo sus palabras: Vardemann, retiene la furia, Miguelito Barrios, ahoga el llanto. Mientras el peluquero mueve las tijeras con destreza, el moribundo hace un rictus del que anhela desprender una justificación y una disculpa. Vardemann lo detiene y le impone su “voz, sana, poderosa, para borrar su presencia.” Le dice: “Miguel, tranquilo, pasó mucho tiempo” y con ello, el peluquero desahoga su venganza. ¿Qué fue lo que ocurrió entre estos dos amigos? ¿Qué saben Bicho Souza y Folcada al respecto?
En Glaxo nos dejamos llevar por una verdad fragmentada y la novela es una invitación a reunir las esquirlas. En la segunda parte, “Bicho Souza, diciembre de 1984”, el personaje homónimo sale de un cine en donde acaba de ver la reposición de El último tren de Gun Hill. Tras la proyección, Bicho Souza recuerda la primera vez que vio esa película, en 1959, y poco a poco su mente evoca los momentos en que sus amigos se divertían imitando a los personajes principales: Vicente Vardemann hacía de Kirk Douglas, mientras que Miguelito Barrios encarnaba el papel de John Wayne. Ambos simulaban el duelo final, representado en la cinta y, para terminar, Vardemann fingía una aparatosa muerte. Tras dicha remembranza, la lluvia obliga a entrar a Bicho Souza en un café ubicado frente a la calle que antes era aquel enigmático cañaveral de antaño, donde también estaban las vías del tren. Ahí se encuentra con Lucio Montes, quien le dice con entusiasmo que ha visto a la Negra Miranda. Los motores de la memoria se activan nuevamente en la mente de Bicho Souza y recuerda el instante en que aquella chica porteña y Ramón Folcada llegaron a Chivilcoy. La pareja despertó la curiosidad de todo el pueblo porque él tenía una pinta de militar severo y ella una figura despampanante. Ambos montaron un negocio al que nombraron “El As de Espada” y este lugar terminó por convertirse en el punto de reunión de los trabajadores de la Glaxo y de los tres amigos.
Bicho Souza, entonces, oye de Montes el relato de cómo la Negra Miranda vivió el proceso de desazogue de Folcada, a causa del avieso crimen que Miguelito Barrios y el militar cometieron contra el mormón y Vardemann. Apenas escucha esta confesión imprevisible, Bicho Souza cae en cuenta con azoro del trasfondo de aquel insondable secreto que estriba entre los otros tres amigos. Comprende que la reciedumbre de las consecuencias que dejó el asesinato del mormón ha durado veinticinco años, porque esa es la edad de su hijo y con ello se traza el intervalo de horror que abarca la historia del relato.
En la tercera parte, “Miguelito Barrios, julio de 1966”, se narra cómo Vardemann vuelve “con la cabeza rapada y la piel rancia”: una ominosa premonición de la futura enfermedad de Barrios. Se nos narra que regresa desde la cárcel, donde el peluquero purgó injustamente una condena por un crimen que no cometió. También se nos habla de la macabra imaginación de Miguelito Barrios, quien sueña constantemente con su muerte y la de los otros: “No estoy de acuerdo con los que, cuando eligen una forma de morir, prefieren no darse cuenta, o desean que la parca los agarre durmiendo, o que no los haga sufrir, como si la muerte no fuera una consecuencia de la vida que uno eligió vivir”, dice Barrios y, con ello, traza la maldición de su propio destino. Después, sabemos que el padre de este personaje muere en una domada tras caer de un caballo y esta tragedia lo vincula simbólicamente con Ramón Folcada, un amigo y figura paterna de Miguelito Barrios, quien, como el padre, también gusta de montar overos fuertes e indomables. En el 59, Barrios fue contratado por la empresa de ferrocarriles, para laborar en la oficina de encomiendas, razón por la cual buena parte de sus obligaciones lo conducen a Buenos Aires, un sombrío lugar que le inspira profundo temor. Una vez montado en el tren que lo conduce a la ciudad porteña, Barrios reconoce a la Negra Miranda y ambos inician una apasionada aventura que termina despertando las sospechas del siniestro y burlado Folcada. El militar, se debate entre los distintos hombres que pueden ser los amantes de su esposa y decide apoyarse en quien confía: Miguelito Barrios. Urano y Saturno: Folcada es castrado simbólicamente por el saturnino Barrios, con lo cual, el esposo cornudo comienza la furibunda misión de recobrar su honor a través del asesinato y la venganza. Una vez resuelto, Folcada traza un plan: ayuda a que Barrios pueda escaparse de la colimba, a cambio de que éste le confiese quién se acuesta con la Negra Miranda. Barrios, con el horror de encontrarse en una trampa irónica, decide inculpar a Vardemann y con ello acabar la dilemática situación. Catorce años después, mientras Miguelito Barrios observa que el tren deja a Vandemann en la estación, nota lo siguiente: “El Flaco desenfundó un revólver imaginario, como hacíamos en el Bermejo –yo hacía de John Wayne y él imitaba mal a Kirk Douglas– y me disparó. Después esbozó una mueca. Sopló la punta de su dedo. Y salió caminando junto a la vía, con ese tranco sereno, casi hipnótico”. Tras esa premonición, Miguelito Barrios, deja de soñar con la muerte y comprende que ésta ya cobró la forma de una enfermedad nada imaginaria en su propio cuerpo.
La cuarta parte, “Folcada, diciembre de 1959”, es el excurso alucinado y paranoico del engañado marido de la Negra. Aquí se expone cómo se incoa la venganza que le permitirá restablecer su honor perdido tanto por la infidelidad, cuanto por ser un militar mediocre. Se repite a sí mismo, como un pharmakos, “Alguien se coge a la Negra. Me juego lo que no tengo” y con ello se desborda una cascada de confesiones: Sabemos que él fue uno de los soldados que participó en “los fusilamientos de José León Suárez”; bajo su arma también quedó burlado –imagen que se relaciona con el adulterio que le aqueja– y dejó varios sobrevivientes. Comprendemos también que él conoce el trabajo de Walsh: “Encima ahora hay gente que habla del tema de Suárez. No me acuerdo cómo me llegó la noticia. Lo que sé es que no me nombran. Cuentan cómo son las cosas. Me da bronca que presenten a todos como si fueran angelitos. No son todos angelitos.”, se increpa Folcada. Caemos en cuenta que, al trazar un plan para vengarse de aquel amante misterioso de la Negra, también quiere resarcir el error trágico de los fusilamientos y, con ello, recobrar el control y el poder. Una vez que coacciona a Miguelito Barrios y le logra extraer la vitanda confesión, maquina la forma de destruir a Vardemann al más puro estilo de su estirpe castrense: anhela sembrar en la peluquería la evidencia del crimen y, con ello, prohijar el rumor del asesinato que cometió el Flaco. Muy de mañana, Folcada sale rumbo al campo para montar a su overo, cuando observa que un mormón lo saluda con ingenuidad. El inocente gesto se convierte en una nefaria intriga: “Porque no tiene idea de lo que él, al saludarme, me acaba de generar. La idea que me acaba de dar”. Ambos dan un fúnebre paseo rumbo al cañaveral donde se encuentran las vías del tren, frente a la Glaxo. Apenas llegan al inicuo lugar, cuando Folcada asesta un golpe al mormón y le espeta: “Cuando pase el tren no voy a fallar como fallé esa noche en el basural de Suárez. Y porque fallé esa noche en el basural de Suárez quedó vivo ese negro peronista. Y ahora hay un libro. En ese libro no me nombran Cuentan de qué manera se salvó. Se salvó de la masacre. Porque la llaman masacre”. El tren pasa, ahoga el sonido de un balazo y queda el mormón con el rostro partido y en ensangrentado, tras recibir el tiro de gracia.
Un asesinato adjudicado a un inocente como venganza por un adulterio que comete un tercero. Un general exiliado por sus errores en los fusilamientos de José León Suárez. Un relato cargado de indicios que detentan la claridad de lo narrado. Al mismo tiempo, se articula una poética forjada a base de cesuras, anáforas y elipsis, cuyo efecto produce un movimiento de pausas y vaivenes en el que se expone y oculta la silueta de aquello que atormenta a los personajes. La velocidad de esa oscilación es, en principio sosegada, pero pronto adquiere un ritmo perenne que hace de la trayectoria zigzagueante, un periplo. Un zootropo narrativo a través del cual vemos el horror vivo y palpitante de una violencia teleológica que perdura.
Al mismo tiempo, Glaxo también es una novela que habla de la memoria. Si con Walsh se emplea el testimonio para reponer un orden social y la ficción está puesta al servicio de la verdad; con Ronsino, la verdad se vuelve un motivo de ficción con el que se problematiza la preeminencia del horror en la sociedad argentina. Hay una nostalgia que juega con el presente y que engarza las cuatro partes de la novela en la isotopía del regreso: Vardemann vuelve de la cárcel; Miguelito Barrios vuelve de Buenos Aires con el amor de la Negra Miranda; Bicho Souza vuelve del cine en el que se proyecta El último tren de Gun Hill; Folcada vuelve a Chivilcoy después la masacre cometida en “el fusilamiento de José León Suárez”, lo cual simboliza un castigo por la torpeza de dejar sobrevivientes en aquella ignominiosa ejecución. La memoria está presente en este libro: en las huellas del género policial –lleno de versiones incompletas– y en el puente que se traza entre Folcada y Operación masacre. El pasado vuelve a actuar. El pasado se repite. Con un impecable juego de focalizaciones que recuerda al Ruido y la furia de Faulkner, el testimonio mudo de la imperturbable Glaxo representa la impasible cohesión de la historia en la memoria. Es por ello que para Ronsino todos los pasados están presentes y nada pasa del todo, sino que algo siempre queda.
Referencias:
Ronsino, Hernán, Glaxo, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009.
Walsh, Rodolfo, Operación masacre, La Habana, Casa de las Américas, 1980.
Karla Urbano es Maestra en Letras. Ha trabajado como encargada del departamento de prensa y promoción del grupo editorial Área Paidós. También fue becaria de investigación en El Colegio de México y en el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM. Fue profesora de la Universidad Anáhuac México Sur y la Universidad Iberoamericana. Se especializa en literatura latinoamericana contemporánea y ha trabajado la obra de Roberto Bolaño, Ricardo Piglia, César Aira, Horacio Castellanos Moya, Rodrigo Rey Rosa, Evelio Rosero, Juan Rulfo, Carlos Fuentes entre otros. Actualmente estudia el doctorado en la Universidad Nacional Autónoma de México.
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