En la historia contemporánea de México, la relación del Estado con la juventud estudiantil de nivel superior se encuentra marcada por dos acontecimientos que establecen entre sí una serie de tristes vinculaciones a partir de la matanza, la cerrazón gubernamental y la impunidad. Los dos hechos referidos son el Movimiento Estudiantil de 1968, que culminó con la matanza perpetrada por el ejército en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco y, en 2014, los asesinatos y desapariciones forzadas cometidos por autoridades mexicanas y el crimen organizado en Iguala, estado de Guerrero, contra normalistas de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”, ubicada en la localidad de Ayotzinapa.
Si bien es cierto que, desgraciadamente, estos hechos no son los únicos que dan cuenta de la represión y la violencia estatal ejercida contra el magisterio y la juventud disidente y crítica, la relevancia histórica del movimiento del 68, así como la repercusión mediática que tuvo a nivel internacional la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, han convertido estos sucesos en trágicos representantes de las pugnas históricas entre los estudiantes y el Estado.1