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Crónicas de una ciudad imaginada

En la extensa trayectoria narrativa de Ana García Bergua, la Ciudad de México es escenario: un gran espacio que da contexto a una variedad de personajes que se desplazan, conviven, trabajan, comen, se enamoran y también mueren. Si sus personajes no viven en la ciudad, la gran ciudad, éstos la anhelan. En la novela Púrpura, Artemio González dice: “A lo lejos me llamaban melancólicas las pocas luces de mi pueblo sin gracia y sin belleza, tan distinto de esta ciudad moderna, tan dejado de los ángeles”. O Raúl Soulier, en Isla de bobos, un soldado que huye del ejército seducido por el esplendor de la capital: “Aquí el mundo libre, la capital de la República tan hermosa, tan llena de posibilidades, me ha hecho pensar que debo emprender otro camino”. O las criadas de sus diversos libros, mujeres que han abandonado el pueblo en busca de nuevas oportunidades, sobre todo sentimentales, como Juanita de La bomba de San José: “Una amiga me escribe desde la capital. Es oriunda de Amecameca y firma tan sólo con la inicial J. Un hombre al que acaba de conocer, me cuenta, la ha invitado a salir al cine. Ella no sabe si acceder a su petición o no. Parece ser un hombre formal, bien vestido, simpático y dicharachero”. La Ciudad de México es la ciudad de las oportunidades, no importa cuáles sean éstas.

En Pie de página, una serie de textos breves que lindan entre la crónica y el cuento corto, se aborda, con la precisión del detalle, un recuerdo colectivo y su capacidad para ficcionarlo. Reunidos en tres apartados: “Intemperie”, “Misterios del cuerpo” y “Envés”, la autora va desmenuzando oficios, hábitos, lugares, situaciones de hombres y mujeres que habitan en un lugar superpoblado. Juntas estas imágenes son como un álbum fotográfico, un recorrido visual aunque también sonoro, táctil, emocional de la Ciudad de México, un documento literario de una urbe que se transforma constantemente y que exige que sus habitantes se transformen también. Será la compuerta que dé paso a sus otras historias urbanas narradas a la luz de la época actual o de la nostalgia, pero siempre la misma ciudad.

Fotografías de Nacho López.

Ana García Bergua, otorga espacio para hablar de los oficios de la ciudad, aquellos que se suele encontrar al paso y convivir de manera furtiva como los conductores de autobuses y su veloz carrera cotidiana, los cuidadores de coches o franeleros, los vendedores de tamales con sus llamados estentóreos unificados por una voz grabada o los camoteros y sus silbidos tenebrosos al pasar por las calles con sus carros; otros a los que reincidimos como los peluqueros habituales, los meseros del restaurante preferido o el dependiente de la tlapalería; o solemos padecer como los albañiles en una construcción vecina o los policías que en lugar de brindar protección a los ciudadanos se protegen entre ellos de los delincuentes.

La autora los mira a detalle y cuenta historias a partir de estos y otros oficios. Oficinistas, porteros, amas de casa son muchos de los protagonistas de los cuentos de esta autora. Quién mejor que ellos que suelen vivir a ras de suelo para contar la ciudad. En “La sonrisa de Brenda” de El imaginador, Juan, un escritor en ciernes entra a trabajar a una oficina para cazar historias entre sus compañeros. La tragedia, piensa, emerge de la monótona existencia detrás de un escritorio entre montañas de papeles y está seguro de que la inspiración llegará como le llegó a Franz Kafka trabajando en una fábrica. Pero a la autora le gusta contradecir a sus personajes, narrar el conflicto desde otro modo. Juan no encontrará tristeza ni decepción ni frustración en esa oficina pues todos son alegres y optimistas y por tanto nada qué contar para su recién inaugurada profesión de escritor. Por ello, al no encontrar una historia, tiene que hacer partícipe a una de sus compañeras de trabajo para inventarla.

También hay peluqueros que reciben confesiones –las peluquerías son el lugar apropiado para contar y escuchar historias– como en el caso de “Salón Estrella (Éstas eran las fantasías del peluquero italiano)” de El imaginador, una historia que sucede entre olor a tinte para cabello, spray y utensilios de manicura.

Otra forma de andar por la ciudad a ras de suelo es siendo guía de turistas. En “La señora Rogers” de La confianza en los extraños, una guía entre los paseos grupales a sitios turísticos en la capital de México escuchará la confesión de una turista norteamericana. Esta historia sobre la confidencia de una infidelidad es también la historia sobre cómo los distintos personajes perciben una misma ciudad. Mientras que Mrs. Rogers colecciona figuras autóctonas para presumir en casa sobre los sitios a los que ha visitado (cada año tirará a la basura la decoración de su viaje anterior); Bill, su marido, la acompañará en sus expediciones como un autómata resolviendo crucigramas para matar el tiempo, no le importa si está en un café en Coyoacán o esperándola mientras ella sube la pirámide del Sol en Teotihuacán. Asimismo, los dos guías que acompañan al grupo –ella, la narradora– conviven con la urbe de manera distinta. En “La señora Rogers”, la ciudad cabe en un manual que muestra sitios estratégicos: dónde comer, cuáles sitios visitar y qué mirar en ellos. Lo que importa a los turistas –y quienes viven de ellos– es muy distinto de lo que plantea García Bergua en Pie de página que mira en los detalles cotidianos (esos para los que no hay un manual) para entrar al corazón de una urbe y no sólo en su fachada. Los guías turísticos fungen como falsos ilustrados de la historia pues todo está dicho de memoria, repetidos hasta el cansancio día tras día, datos que luego sus clientes olvidarán y luego en casa, lejos y fuera de contexto, tirarán a la basura los souvenirs que compraron porque no tienen ningún sentido.

Torre Latinoamericana. Fotografía tomada en la década de 1950, colección Villasa-Torres.
Esquina de Corregidora y Pino Suárez. Años 50. Fotografía de Eugene V. Harris.

En los cuentos de Ana García Bergua la ciudad también toma un aspecto de organismo vivo independiente, de hábitat cuyo sistema de supervivencia se va articulando improvisadamente, un nuevo modo silvestre de operar como los mecanismos particulares de la selva o el desierto, de establecer su propia cadena alimenticia. Parecido a un niño que observa la organización de las hormigas en un terrario de cristal, la autora tiene una visión entomológica respecto a sus personajes en su relación con la ciudad, los estudia y crea situaciones para verlos reaccionar en su propio laboratorio de escritura. La ciudad expande su territorio no sólo de forma horizontal abrazando otras poblaciones, sino de manera vertical tomando altura según el número y sus cada vez más altos edificios. La ciudad hace ver su dominio cuando se cimbra o deja caer aguaceros en los que forma pequeñas Venecias sin barcas y sin glamour; es allí cuando sus habitantes sienten la vulnerabilidad de la supervivencia y, en el caso de los cuentos de García Bergua, esa vulnerabilidad la padecen o la transforman en algo fuera de lo cotidiano.

La Ciudad de México se vive entre dos estaciones, los meses secos y los lluviosos. “Ay, qué rara es la época de lluvias, qué triste y a la vez jocosa, qué difícil de sobrellevar”, dice García Bergua para hablar de los largos meses de tormentas: “Para salir a la calle es casi necesario llevar carta de navegación, saber cómo sortear los charcos grandes, los resbaladizos suelos anegados de lodo, las lagunas que para los automovilistas son una tentación irreprimible.” En “El imaginador”, con el que abre su primer libro de cuentos, la autora narra los excesos de la lluvia –no hiperboliza, no, la Ciudad de México es capaz quedar sepultada bajo el agua como una Atlántida contemporánea–, pero gusta de fabular historias llevadas hacia los límites. El protagonista, guarecido durante horas en el zaguán de un edificio, espera que escampe para continuar con su camino. Hay quienes temerarios se enfrentan a la tormenta con la idea de llegar a un sitio conocido y seco, pero no es el caso del personaje principal. La espera le da facultades para mirar a detalle la calle, los balcones, el patio, los espacios deshabitados que ha conquistado el agua, e imaginar las historias antes de la lluvia torrencial: “Llevo tantas horas aquí que no he tenido otro remedio que imaginar para matar el tiempo, imaginar qué hay en cada departamento”. Mientras el nivel del agua aumenta las calles desiertas se van poblando de historias probables del edificio donde se resguarda. Afuera, alejado de él y de su imaginación ocurre lo esperado: objetos perdidos arrastrados por la corriente: juguetes, maletas, coches, incluso ambulancias. Es la imaginación lo que salva al personaje cuando ya no le queda más opción que nadar sobre la superficie de una ciudad sumergida en la lluvia. En lo alto del edificio lo acogen unos supervivientes, uno de ellos lo capitanea cual si fuese un barco y lo dirige hacia otro punto, otra ciudad, donde puedan encallar y secarse al sol.

Esquina de 16 de Septimebre y Motolinía. Inundación de 1945. Fotografía: INAH.

El personaje de “El imaginador” puede ser el punto de partida para la serie de relatos que más tarde Ana García Bergua publicaría, me refiero a su libro titulado Edificio, que es un compendio de quince cuentos donde las historias están vinculadas a un edificación habitacional. El mundo de una ciudad puede reducirse a la cantidad de historias que suceden en un condominio. Tanto propietarios como inquilinos y portero están íntimamente relacionados por pequeños sucesos, historias secretas que los personajes creen ocurre en la intimidad de su casa. Los cuentos son narrados por una tercera persona que, al igual que el imaginador, cuenta lo que ocurre en cada uno de los departamentos. Una mujer mayor enamorada de su nuevo vecino como en el cuento “La carta”, o el ama de casa adscrita a una secta misteriosa donde se reúne todos los días durante media hora para serle infiel a su marido en “La media hora”, un escritor que recibe visitas de colegas y admiradores de la manera más estrafalaria en “Aldana y los visitantes” o un hombre que intenta resolver su vida con las dos mujeres con las que se ha casado en “Bigamia”. La mayor parte de ellos ha mirado o escuchado entre sí pasar por los pasillos o las escaleras camino a su puerta e incluso fantaseado unos con otros. Otros, los menos, nunca se han visto y han hecho su vida –ese fragmento de la vida que se cuenta– fuera del mundo del edificio. García Bergua juega otra vez con su personajes y deja que unos y otros se contaminen de sus vicios y de sus apetencias.

En este cuentario el edificio por sí mismo es un elemento independiente dentro de este hábitat moderno de concreto y hormigón que es la ciudad; independiente en el sentido de la narración pues se alimenta de las historias que ocurren en su interior, de las interacciones de sus habitantes aunque también se creen ciertas interdependencias y estímulos del exterior; en un sentido metafórico la edificación es a su vez un organismo vivo dentro de ese ecosistema urbano pues crece en número de residentes, se modifica en su estructura, envejece. La mirada narrativa está puesta en un inmueble autónomo entre cientos de edificios. Podría estar en cualquier ciudad a donde ocasionalmente se desplazan los personajes, pero la autora nos deja claro, por los matices, que se trata de la Ciudad de México. Las historias que narra pueden repetirse proporcionalmente al número de inmuebles que existen pues el amor, la soledad, la traición son territorios comunes.

Edificio en la esquina de Henry Wallon y Ruben Darío. Fotografía tomada en la década de 1950.

Con las historias de Edificio y la decisión de situarlas en la capital de México, Ana García Bergua denota su afán por conformar una crónica en las grandes ciudades ya que según su organización establecen unas normas de convivencia que delimitan las historias de vida. Es decir, sus historias se desarrollan en el sentido de compartir un espacio común como es el inmueble, de guardar de distancia una pared, un pasillo o un par de plantas de diferencia. Con ello se comparten también los ruidos, los horarios de entrada y salida y los rumores. Vivir dentro de un edificio hace más fácil la intromisión a la vida del otro como en el caso de la mujer de “La carta” que primero espía a su vecino por la mirilla, después por la ventana sus salidas a correr y al final con su correspondencia privada. Los elementos mirilla-ventana-carta son vehículos para conformar el cuadro de un desconocido, construir el ideal del que se enamora esa mujer entrometida de la tercera edad y desarrollar una historia paralela donde joven y mujer madura conviven. Habitar un edificio también puede crear lazos íntimos como en el cuento “El escondite”, donde el personaje femenino, al jugar a las escondidas con su pareja, encuentra un escondite mejor en el departamento de arriba al lado de su vecino y del que ya no sale. O en “Los aplausos” esas extrañas visitas sin invitación de personajes cuya función es aplaudir nada más llegar el anfitrión y los encuentros furtivos del protagonista con la rubia del 5. Y el portero como cómplice y depositario de todo lo que se fragua dentro de él sea cierto o no.

Ana García Bergua se divierte al ver cómo su edificio se alimenta en la oscilación de sus personajes por ese entramado de pisos, pareciera que los deja libres a cuenta y riesgo y les inventa posibilidades más allá de lo común. En todos ellos crea soledades –la soledad de la gran ciudad–, pero extrañas soledades en que unos y otros se espían sigilosamente, comparten una historia o un secreto. Unos vigilan sin saber que a su vez son vigilados por los otros. Como un club de solitarios sin carnet ni membresía de socio en los que cada uno vive su asombro sin saberlo, para eso está el lector que también vigila desde su propia mirilla –ese resquicio propiciado por la escritora– en su paso por el edificio, pequeña muestra de lo que es vivir la ciudad con todas sus dificultades.

Puesta una mirada cronológica en la obra publicada de Ana García Bergua el lector percibe que sus cuentos, sus novelas y, en algún sentido, sus crónicas, han ido adquiriendo peso y sentido en el terreno de la imaginación y que de allí parte todo su material de escritura. No son los temas u objetos de los que se apropia lo que la distinguen sino la manera que asume al narrarlos. Esa otra mirada, oblicua y trasgresora con la realidad inmediata. La autora transita por sus historias desde otro plano para contarlas con ligereza y humor sutil.

Para Ana García Bergua hay muchas formas de contar una misma historia, pareciera que sólo hay que colocarse en otro ángulo, uno inesperado, para sorprender con audacia y asombrar ante lo tantas veces visto con una nueva mirada. García Bergua se abraza a lo cotidiano y hace que cobre vida una ciudad, la Ciudad de México, como un hábitat tan salvaje y peligroso como la Amazonía, y a sus habitantes grises y monótonos en apariencia les otorga su fragmento de maravilla y los echa andar por caminos imprevistos, a veces más cercanos a la realidad y otras a lo fantástico. La frontera de las diversas realidades se borra, sus mecanismos se trasvasan y el lector es capaz de entrar en el otro plano de las cosas.

Referencias:

García Bergua, Ana. La bomba de San José. México: Era, 2012.

___. La confianza en los extraños. México: Plaza y Janés, 2002.

___. El imaginador. México: Era, 1996.

___. Isla de bobos. México: Seix Barral, 2007.

___. Pie de página. México: Ediciones Sin Nombre/ Consejo Nacional para la Cultura y

            las Artes, 2007.

___. Púrpura. México: Era, 1999.

Acerca del autor

Liliana Pedroza

Doctora en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Complutense de Madrid, es especialista en cuento mexicano contemporáneo. Sus líneas de investigación se centran…

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