Con las historias de Edificio y la decisión de situarlas en la capital de México, Ana García Bergua denota su afán por conformar una crónica en las grandes ciudades ya que según su organización establecen unas normas de convivencia que delimitan las historias de vida. Es decir, sus historias se desarrollan en el sentido de compartir un espacio común como es el inmueble, de guardar de distancia una pared, un pasillo o un par de plantas de diferencia. Con ello se comparten también los ruidos, los horarios de entrada y salida y los rumores. Vivir dentro de un edificio hace más fácil la intromisión a la vida del otro como en el caso de la mujer de “La carta” que primero espía a su vecino por la mirilla, después por la ventana sus salidas a correr y al final con su correspondencia privada. Los elementos mirilla-ventana-carta son vehículos para conformar el cuadro de un desconocido, construir el ideal del que se enamora esa mujer entrometida de la tercera edad y desarrollar una historia paralela donde joven y mujer madura conviven. Habitar un edificio también puede crear lazos íntimos como en el cuento “El escondite”, donde el personaje femenino, al jugar a las escondidas con su pareja, encuentra un escondite mejor en el departamento de arriba al lado de su vecino y del que ya no sale. O en “Los aplausos” esas extrañas visitas sin invitación de personajes cuya función es aplaudir nada más llegar el anfitrión y los encuentros furtivos del protagonista con la rubia del 5. Y el portero como cómplice y depositario de todo lo que se fragua dentro de él sea cierto o no.
Ana García Bergua se divierte al ver cómo su edificio se alimenta en la oscilación de sus personajes por ese entramado de pisos, pareciera que los deja libres a cuenta y riesgo y les inventa posibilidades más allá de lo común. En todos ellos crea soledades –la soledad de la gran ciudad–, pero extrañas soledades en que unos y otros se espían sigilosamente, comparten una historia o un secreto. Unos vigilan sin saber que a su vez son vigilados por los otros. Como un club de solitarios sin carnet ni membresía de socio en los que cada uno vive su asombro sin saberlo, para eso está el lector que también vigila desde su propia mirilla –ese resquicio propiciado por la escritora– en su paso por el edificio, pequeña muestra de lo que es vivir la ciudad con todas sus dificultades.
Puesta una mirada cronológica en la obra publicada de Ana García Bergua el lector percibe que sus cuentos, sus novelas y, en algún sentido, sus crónicas, han ido adquiriendo peso y sentido en el terreno de la imaginación y que de allí parte todo su material de escritura. No son los temas u objetos de los que se apropia lo que la distinguen sino la manera que asume al narrarlos. Esa otra mirada, oblicua y trasgresora con la realidad inmediata. La autora transita por sus historias desde otro plano para contarlas con ligereza y humor sutil.
Para Ana García Bergua hay muchas formas de contar una misma historia, pareciera que sólo hay que colocarse en otro ángulo, uno inesperado, para sorprender con audacia y asombrar ante lo tantas veces visto con una nueva mirada. García Bergua se abraza a lo cotidiano y hace que cobre vida una ciudad, la Ciudad de México, como un hábitat tan salvaje y peligroso como la Amazonía, y a sus habitantes grises y monótonos en apariencia les otorga su fragmento de maravilla y los echa andar por caminos imprevistos, a veces más cercanos a la realidad y otras a lo fantástico. La frontera de las diversas realidades se borra, sus mecanismos se trasvasan y el lector es capaz de entrar en el otro plano de las cosas.