Cada vez me encanta detenerme, volver aquí, como se detiene el libro, la palabra y el que viene de afuera, porque algo sucede en esta detención, en la desorientación, en la que Didi-Huberman (2014), vía Benjamin, define perturbación recíproca de palabra e imagen. Entre figurabilidad del lenguaje y legibilidad de la imagen, se crea una interferencia, una suspensión y un umbral a partir del cual “el que viene de afuera contempla el tiempo” (36), su hacerse espacio, su espaciarse en una contigüidad no identificable ni representable que, sin embargo, Rismky cuida en todo momento que emerja, como lo que está-entre-los-hombres, transformando –y le robo otra vez a Didi-Huberman– el ojo clínico, el ojo imperial, en ojo a la escucha, ojo en auscultación del mundo, lenguaje que toca con tacto, sin herirlo, sin exponerlo a una fusión, entre proximidad y distancia.
Ahora bien, con estrategias muy diferentes, la primera novela del colombiano Juan Cárdenas provoca un estremecimiento múltiple que me gustaría acercar al que intenté describir, de manera insuficiente, acerca de la novela de Rimsky. Como para el discurso sobre lo común, no se trata de buscar y encontrar semejanzas bajo reuniones categoriales, identitarias, regionales, estilísticas, sino de relacionar experiencias singulares que dan cuenta, sin embargo, de una historicidad com-partida. Si lo común es una forma de imaginación de lo político, ésta se da en ambas novelas como eventos sensibles, afecciones, intensidades que no configuran una representación de lo común, sino su potencia nunca localizable. Puesto que ya se me va a acabar el tiempo pronto, me detendré sólo en el principio y en el final de la novela. Y no porque haya algún tipo de linealidad concluyente en la obra de Cárdenas, al contrario; se podría entrar y salir de ella a partir de cualquier punto, ya que la novela –práctica escritural que estalla intensamente en muchas direcciones– se construye como una deriva sin principio ni fin, donde lo importante es, precisamente, la transición, el concatenamiento, el cruce instantáneo de geografías y estratificaciones histórico-culturales heteogéneas. Una vez más, suspensión de la repartición del espacio social y de sus modos de aparición; y topologías que reinscriben movimientos desde la inmanencia.
Les quiero mostrar cuando menos la primera página:
No pude reprimir las lágrimas, ni esa expresión de intenso dolor que se parece tanto a una carcajada, las arrugas pronunciadas, los ojos sumidos en un apretado abanico de pliegues, la boca bien abierta.
La mujer se acercó a consolarme pero no supo bien cómo hacerlo. No me tocó. Tampoco dijo nada. Solo se levantó de su silla, al otro lado de la sala de espera, y se sentó junto a mí. Sentí su respiración en mi espalda encorvada, su incapacidad para ensayar un mínimo roce solidario con la punta de los dedos. Estuvimos así durante largos minutos, en un principio estableciendo una comunión intensísima. Pensé en un peine que, con paciencia y disimulo, se carga de electricidad estática para atraer pedacitos de papel. Era casi obscena su manera de no tocarme (Cárdenas, 2010: 9).
Este lado obsceno de la comunicación, del tacto, de la auscultación que provoca “el estremecimiento de la contigüidad brutal” (Nancy) de los cuerpos, revela una condición que me parece importante en ambas novelas: las dos parten de una condición histórica de destrucción del lenguaje y de su captura por parte de los dispositivos del expolio generalizado. Parten de allí, pero ni se regodean en lo sublime de la caída, ni intentan alguna reconstrucción desde una relocalización identitaria, sino que hacen de la precariedad misma de nuestro presente el material histórico-lingüístico para retejer tramas y acercamientos desde la literalidad de lo obsceno: lo que está fuera de escena y necesita un intervalo para aparecer, a veces de manera espectral, como la historia misma.
Y así el zumbido, la interferencia liga las fugas de un personaje que vagará por toda la noche en compañía de personas con las cuales enlaza complicidades efímeras pero siempre intensas. Intensas por sorpresivas: “Habíamos descubierto, quizás al mismo tiempo, que el contenido de nuestros mensajes nos tenía sin cuidado, que lo importante era simplemente articular esos mensajes de la mejor manera posible, siguiendo unas leyes blandas dictada por el movimiento de nuestros cuerpos, y ponerlos a flotar como globitos de papel hasta verlos desaparecer en el aire” (63). Este descubrimiento es el de la novela: su comunicación no se ancla en una representación en acto, sino que se desliza a través de una materialidad sensible, haciéndose cuerpo de mediación para experiencias que de otra manera serían relegadas a la violencia de la separación indefinida.
Por esto, es crucial el hecho de que la novela y la deriva del personaje inicien en un estado aturdido de duelo. Quien narra recibe la noticia de que no podrá ver al cuerpo de su hermana, muerta a causa de una enfermedad no nombrada, y cuyo peligro de contaminación obliga a que su cadáver sea cremado. Esa extraña comunicabilidad, incluso violenta, de todas las cosas se desprende de este evento inaugural. De un cuerpo fuera de escena, de unas cenizas. Si en la novela “todo está vivo” es porque parte de su estado de sobre-viviencia, de con-vivencia con la muerte y con la historia. No es posible obviar que los trazos imaginarios de lo común se refiguran a partir de un cuerpo de mujer, de una hermana vuelta ceniza.
Cuando el narrador y su compañera de andanzas lleguen a un barrio que un pasante les describe como “lleno de basura y de locos. Un tugurio”, lo que encuentran es la reelaboración del profundo interés de Cárdenas por expresiones populares que intentan resistir con la imaginación nuestro presente de guerras permanentes. Es un barrio de desplazados y a la vez una congregación que se mantiene extrañamente unida a partir de lo que llaman “cristianismo en marcha”. La marcha consiste en ampliar indefinidamente los evangelios con historias nuevas, historias que cada uno graba en casetes e incorpora a las narraciones colectivas. En este punto, aunque por supuesto la narración, como en toda la novela, está impregnada de un humor muy a flor de piel, no se trata de leer ni un objeto satírico, ni una idealización de lo popular, sino una experiencia más de comunicación cada vez interferida por la sobre-vivencia de la muerte. Las historias que se entrelazan en el evangelio del barrio, se nos dice, importan menos por lo que cuentan que por el hecho de pasar de mano en mano. Esto recuerda muy de cerca la teoría de la narración en Walter Benjamin, para el cual narrar no significa trasmitir mensajes, sino permitir que el relato pueda seguir siendo narrado: no importa otra comunicación que la de una pura comunicabilidad, la comunicación de una potencia: el cuidado de los lazos.
Así, me urge cerrar con una última imagen, la de una figura leyendaria venerada por la congregación: Santa Panchita. En uno de los folletos que encuentra en la congregación, el narrador lee su historia en forma ilustrada: la que se volverá una suerte de heroína popular, al lado de los barrios pobres y los trabajadores, recogiendo y difundiendo sus historias, es el resultado del cuidadoso trabajo de tejido de una mujer que, a la orilla del río, intenta sobrellevar su soledad, recogiendo piezas de cuerpos descuartizados llevados por la corriente de una de las tantas fosas comunes de nuestros países. La Panchita y los evangelios en marcha son el resultado de esta obra de re-medio, de recomposición de la muerte, en el zumbido constante de su presencia. “El río debía cargar con todos los muertos, pero el río no decía nada, sólo rugía en su idioma de río, el río era rojo y sus piedras eran negras” (116). Cárdenas es traductor, crítico y esporádico curador de arte: el suyo es un trabajo constante de mediación, contacto y tensión entre lenguajes y realidades sociales heterogéneos. Sería muy importante relacionar esta novela con las prácticas de los pobladores de Puerto Berrío frente a y con los cuerpos –los NN, los no nombrados, los sin nombres– llevados por las aguas del Río Magdalena. Así, con el trabajo del artista Juan Manuel Echavarría. Quizás, con las Magdalenas por el Cauca escenificadas a partir de talleres colectivos, animados por Gabriel Posada y Yorlady Ruiz. No podré hacerlo aquí. Si para Rita Segato las nuevas formas de la guerra basan su para-legalidad en la inscripción de una violencia expresiva que hace de los cuerpos de mujeres, niños y sujetos feminizados el bastidor de una soberanía de nuevo tipo, cuya territorialidad es dada por los cuerpos mismos, los personajes de Cárdenas, como los habitantes de Puerto Berrío, están desinscribiendo y suspendiendo las marcas soberanas, para recuperar un lenguaje precario que los reconecte, pese a todo. Lo común no es, se entreteje.