Elizondo, Salvador, Diarios (1945-1985). Prólogo, selección y notas de Paulina Lavista. México: Fondo de Cultura Económica, 2015.
Hijo de los lupanares, si este diario abrir osares.
(Elizondo, Diarios)
Elizondo, Salvador, Diarios (1945-1985). Prólogo, selección y notas de Paulina Lavista. México: Fondo de Cultura Económica, 2015.
Hijo de los lupanares, si este diario abrir osares.
(Elizondo, Diarios)
El diario íntimo es el laboratorio de prácticas del escritor. A diferencia del diario del común de mártires, que generalmente se ocupa para verter experiencias y pensamientos que surgen durante el trajín de la vida cotidiana, el del escritor, quien tiene como labor central el manejo de la lengua escrita, inevitablemente ocupa el espacio del diario como laboratorio para ensayar sus propuestas estéticas, madurarlas, ponerlas a prueba y perfeccionarlas. El escritor escribe con plena consciencia de su instrumento de concreción, e incluso, de la inevitable deformación del oficio, pensando en el efecto que dicho escrito tendría en sus potenciales lectores, pues muchas veces se termina publicando, para deleite de sus seguidores y estudiosos, quienes frecuentemente conocen el contenido de su «escritura íntima» (luego de algunos años del fallecimiento del escritor, para que ya nadie le pueda reclamar nada de lo que allí confiese, y también para darles tiempo a sus conocidos de irse a esconder a la tumba para no ser quemados o evidenciados a pleno sol). Con el argumento de que son una parte importante de la obra de los escritores se han publicado muchos de sus diarios (y hasta recopilaciones de su correspondencia), y es así que han llegado hasta nuestros ojos escrituras inéditas de escritores como Virginia Woolf, Fernando Pessoa, Franz Kafka, Roberto Musil y Gabriela Mistral. Quizás ninguno de ellos puso tanto empeño y disciplina a este género como Salvador Elizondo.
Según cuenta él mismo en diversas ocasiones, escribió cerca de treinta mil páginas, ordenadas perfectamente por fecha y tema en muchos cuadernos que escribió desde sus nueve o diez años y hasta unos días antes de su muerte. Su viuda, la fotógrafa Paulina Lavista, habla así de sus diarios: «Al morir el 29 de marzo de 2006 dejó un legado, además de sus libros […] de más de cien cuadernos de diarios, escritura y dibujo que abarcan del año 1945 al 26 de marzo de 2006, tres días antes de morir, de manera que murió como un soldado con su fusil, en su caso, pluma en mano» (12). Hasta la fecha se conservan más de cien cuadernos en los que vierte sus proyectos, dibujos, fotos, objetos y sobre todo ideas que lo acompañaron a lo largo de su vida, todo ello perfectamente membretado, numerado e indexado para su fácil localización. «Los escribió obviamente para ser publicados, ¿si no qué otro destino tendrían los diarios en el caso de un escritor?» (13). Elizondo le pidió a su esposa publicar sus diarios veinte años después de su muerte; sin embargo, antes de morir comenzó a trabajar en ellos para publicar al menos los últimos. Tras su muerte, Paulina Lavista se ha dedicado a la selección de ese material para su publicación.
A diez años de su muerte, Paulina Lavista decide publicar un libro con una selección de cuarenta años de diarios de Elizondo, que abarcan desde sus trece y hasta los cincuenta y tres años. Diarios (1945-1985), publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2016, es una edición de lujo de pastas duras que incluye textos, fotografías, dibujos y algunas reproducciones facsímiles de los cuadernos de Elizondo. Se ha puesto un gran cuidado en dicha edición, aunque eso no la deja exenta de algunos errores, tales como pies de fotografías mal etiquetadas. Se extraña también lo escueto de la selección. En ocasiones dedica apenas una página a un año entero de la vida del autor, o se brinca fechas que aparentemente debieron ser muy importantes para la vida de Elizondo, como el 2 de octubre, que se prefigura en entradas de días anteriores, pero desaparece por completo repentinamente. Lo mismo ocurre con su encuentro con Borges, del cual apenas constan algunos renglones, siendo que fue uno de sus escritores predilectos.
De igual manera faltan entradas que ayudarían a darle continuidad al texto. Quizás no sea el objetivo de esta edición, pero se extraña. La elección de esos cuarenta años parecen regirse por una idea de secuencialidad y de mercado: por un lado se adivina que el siguiente tomo versaría acerca de los últimos veinte años del autor (1986-2006), lo cual nos dará dos libros asimétricos, uno de cuarenta, y otro de veinte años. Surge entonces la duda: si hay tanto material para antologar, ¿por qué no mejor haber publicado tres tomos simétricos de veinte años cada uno? Pudiera ser un criterio más bien editorial. Si el tomo uno versara sobre los primeros años de Elizondo, llegaría hasta 1965, el año de publicación de Farabeuf, lo cual querría decir que ese volumen trataría acerca de la época anterior a los grandes textos del escritor, y no quisieron arriesgarse a perder el interés de los críticos y lectores de Elizondo. Quizás ése es el mayor error de esta edición: los primeros años que constan en este libro son verdaderamente una delicia literaria, como para haber escatimado en esa parte de su vida de esa manera.
Los diarios de Elizondo son la historia de una búsqueda: de una vocación, de una voz, de temas y posturas, de un estilo y un centro en torno al cual gravitar. Estuvo rodeado de una familia eminentemente avocada al arte: su tío abuelo fue Enrique González Martínez, quien escribió el epitafio del modernismo en su famoso verso: «Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje»; su tío Fidias Elizondo fue (como vaticina su nombre) escultor; y su padre, Salvador Elizondo Pani, fue músico y cineasta. En sus diarios está esa patente duda acerca de su propia vocación. Se sabe artista, pero no logra definirse. No quiere definirse. Quizás esa misma duda acarrea su posterior postura en el terreno de la estética: le chocan los encajonamientos genológicos, las categorías y las diferenciaciones entre artes, para él toda manifestación artística debería llamarse arte, a secas, sin apellido alguno. Su padre, que comprendió la duda de su hijo, lo conmina a elegir algo: «Estoy encantado de que te dediques al ʻarteʼ, ¿pero te das cuenta de todas las actividades que esa palabra entraña? […] Mucho me gustaría que fueras pintor, escultor, músico, en fin, algo definido y no una profesión tan abstracta como la de ʻartistaʼ» (35).
Sus primeros años son la búsqueda de esa expresión. En el camino revela su inquietud por la música, el cine, la pintura, la literatura y la fotografía. Practicó todas ellas con singular ahínco. Conoció sus procedimientos y técnicas, deambuló entre uno y otro terreno por varios años antes de encontrar su camino en la escritura, una escritura que se empeña en salirse de sus contornos y fagocitar las demás ramas del arte. El lector puede seguir el decurso de la pluma elizondiana, que madura y se fortalece a medida que pasan los años, y, como si de un bildungsroman se tratara, lo vemos y sentimos crecer también emocionalmente, enamorarse y sufrir sucesivamente por distintas mujeres. Su hambre fáustica de conocimiento sólo es comparable con su gusto por las mujeres, como asevera a sus dieciséis años: «Sólo me gustan tres cosas, la física-matemática, la astronomía y las mujeres» (20).
Si al principio sus diarios están enriquecidos con anécdotas acerca de sus primeros amores y fracasos, sus deseos de viajar a la luna o al menos a París, sus lecturas e ideas sobre creación literaria, hacia 1965, cuando publica Farabeuf, se asume definitivamente como escritor, momento en el que sus diarios cambian drásticamente y se convierten en depositarios de sus proyectos predominantemente literarios. A sus 33 años, él mismo llama ya a sus primeros cuadernos como aquellos más sinceros, pues los siguientes, los que son creados con una mayor consciencia literaria, rezuman demasiada cerebralidad y artificio. «Es allí exactamente donde la insinceridad, o sea una vaga percepción de conciencia literaria, se define con un desplante notorio de afán de posteridad» (157). A partir de 1965 Elizondo se sabe escritor, y consagra gran parte de sus fuerzas a cimentar su carrera desde distintos frentes: comienza a dar clases en la UNAM, dirige un programa de radio sobre literatura, gana el premio Xavier Villaurrutia, publica Farabeuf, Narda o el verano, El hipogeo secreto, El retrato de Zoe, Mistcat, Camera Lucida y otros tantos.
La antesala de sus textos se encuentra en sus diarios, como él mismo confiesa: «El germen de mi vocación literaria se encuentra en los diarios y cuadernos de notas que a partir de mi adolescencia he ido llenando, muchas veces intermitentemente o desordenadamente» (157). Aún más que eso, en sus diarios está ya patente su poética creacional: el libre fluir de la conciencia de William James, el aforismo zen, la escritura fragmentaria, el proyecto y el boceto como obra. Muchas de las notas que escribe en su diario al margen del texto, terminan convirtiéndose en textos completos en sí mismos. Libros como Cuaderno de escritura o Teoría del infierno pueden entenderse como una puesta en escena de su poética de escritura, que tiene sentido únicamente como acto, no como objeto de concreción. Para Elizondo la obra es el proceso, no el objeto creado. En sus diarios comenta al respecto que cuando intentó releer Farabeuf le resultó aburrido. La literatura, para Elizondo, cobra sentido mientras se construye, después se convierte en una roca verbal inconmovible que pierde interés para él como creador. Su literatura, que versa sobre el acto de escribir en abstracto, es siempre en gerundio, mientras se gesta. Cuando termina dicho proceso, cesa el interés para él.
El libro vacío de Josefina Vicens es el texto que se conforma de su borrador, es el cuaderno que se llena de conjeturas, proyectos e ideas que para su escritor no terminan de cuajar. Para Salvador Elizondo ésa es justamente la obra: el proyecto, la estructura desnuda y sin tema. La obra de Elizondo es una torre Eiffel compuesta de andamios visibles que se yerguen hasta alturas estratosféricas gracias a su maestría en el dominio de la técnica. En este sentido, sus diarios se antojan como la verdadera obra de su vida, son los depositarios de su poética escritural, de su idea de literatura, y son, por tanto, su auténtica creación y su legado al mundo, del cual este libro es apenas el pequeño atisbo de una obra que se intuye colosal e inagotable y pendiente aún de ser revelada.
Andrés Gutiérrez Villavicencio
UNAM
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