Enea Zaramella: Un boliviano en Estados Unidos. El destierro, el exilio, la geopolítica, el cosmopolitismo. Parece un lugar común, pero es cierto que después de irse de un lugar se me hace siempre difícil regresar (¿regresar a dónde?) ¿Cuál es tu experiencia como extranjero y/o ciudadano del mundo? ¿Cuál es tu idea de casa?
Rodrigo Hasbún: Soy descendiente de migrantes, y mi vida ha estado atravesada desde niño por los viajes, así que tus preguntas me resultan familiares. Son preguntas que yo mismo me hago todo el tiempo. Me gusta la posición ligeramente desplazada del extranjero, del que con su sola presencia desordena un poco algunos mapas. Sus afectos no responden a una sola geografía, pertenece a más de un lugar al mismo tiempo, está y no está, y a mí esa intermitencia me resulta grata y provechosa, aunque es cierto que al final te deja un poco suspendido en el aire, sin saber bien dónde queda casa. Entre otras cosas, claro, porque después de pasar mucho tiempo lejos incluso tu lugar de origen se recubre de una extrañeza irremediable.
Yo tuve la enorme fortuna de vivir en ciudades muy distintas entre sí (en Cochabamba y Barcelona, Toronto y Houston, Ithaca y Santiago), pero lo último que haría es pensarme como un ciudadano del mundo. No solo no me gusta la expresión –¿quiénes pueden aspirar a serlo y quiénes no?, ¿en qué términos se definiría esa posibilidad?–, sino que además está reñida con mis circunstancias, que son las de alguien que viaja con pasaporte boliviano y rostro árabe. Pero esto solo es una queja de la expresión, no de mi situación personal, de la que no podría estar más agradecido sabiendo cuán retrógrado y brutal sigue siendo todo allá afuera. A pesar de los trámites interminables y de los interrogatorios ocasionales en los aeropuertos, soy parte del grupo de los que la tenemos fácil, de los que no estamos obligados a subirnos a una balsa o cruzar un desierto a pie para, ojalá, llegar a destino.
E.Z.: Te felicito mucho por tu éxito reciente y no estoy hablando de tu libros, Doctor Hasbún. La escritura académica puede ser un estorbo para la creatividad ficcional. Sin embargo, de modos diferentes, estamos hablando de la escritura como oficio. ¿Cuál es tu relación hacia la escritura académica y la ficción? ¿Cuál es para ti la clave para que no haya demasiada interferencia entre estos dos mundos?
R.H.: Al principio tenía miedo de que el doctorado terminara empobreciendo al escritor, de que lo volviera demasiado consciente de lo que hacía, pero es un falso dilema. Como el del jugador de fútbol que dedica sus horas libres a estudiar la historia del deporte. Eso no lo hace ni mejor ni peor luego, en la cancha, cuando tiene la pelota a sus pies. Con esto quiero decir que, más allá de los seminarios y de las discusiones a menudo fascinantes que genera la academia, para mí la escritura siguió sucediendo en esa zona rara donde no entiendes qué está en juego ni por qué tomas las decisiones que tomas, y donde lo más importante sucede fuera de tu control, un poco instintivamente.
Pero sí creo haberme transformado como lector. De hecho, hacer el doctorado significó sobre todo eso: aprender a leer más atentamente, y a hacerlo desde posiciones diferentes, a veces incluso opuestas. Todo escritor es el primer lector de sí mismo, y esas formas de leer finalmente pueden potenciar la escritura, dotarla de mayor complejidad o rigor, aunque también existe el riesgo de que la condicionen, y que de pronto te descubras escribiendo para complacer ciertas expectativas críticas o teóricas, un poco anticipando cómo se leerá eso que escribes. Yo diría que esa es la amenaza más evidente, y el hecho de que en los últimos años decenas de escritores latinoamericanos nos hayamos puesto a hacer doctorados, seguramente irá dejando marcas en ese sentido, buenas y malas.
E.Z.: ¿Me podrías contar un poco cuáles son los temas principales, las investigaciones que condujiste para escribir tu último trabajo escrito, la tesis doctoral?
R.H.: En mi tesis intento reivindicar al diario íntimo, un género que ha sido poco atendido en América Latina. A partir de la lectura de tres diarios que me gustan mucho (La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro, Ese hombre y otros papeles personales de Rodolfo Walsh y Veneno de escorpión azul de Gonzalo Millán), cuestiono algunos prejuicios entorno a su recepción, donde predomina una expectativa testimonial y no literaria, y donde se concibe a este tipo de escritura como subsidiaria, intrascendente, menor.
Ribeyro escribió su diario durante al menos cuatro décadas, Walsh llevó el suyo por quince años, Millán le dedicó casi exclusivamente sus últimos meses de vida al suyo. Eso de por sí es revelador. Es una escritura muy vinculada a la experiencia del tiempo, una escritura que se forja contra una cotidianidad y una vida siempre en fuga. Me intriga y maravilla la urgencia ligada a esto, al propósito inútil de intentar fijar lo móvil, de buscar preservar lo que ya se ha perdido o se va a perder. También me seduce el hecho de que se trate de un género reacio a la institución literaria y al mercado editorial. El diarista, felizmente, escribe dándole la espalda a ambos.
E.Z.: De todo lo que me cuentas, no puedo dejar de pensar en Ricardo Piglia, otro escritor que personalmente me formó a mí con sus cursos, y que no está fuera del panorama que me acabas de esbozar. Por un lado, la lectura. Tal vez sea una verdadera pena que ya no podamos leer sin un lápiz en la mano (¡corrígeme si esto no vale para ti!); pero, de alguna forma, el escritor argentino propuso tomarnos en serio el acto de la lectura o, más bien, empujó un constante cuestionamiento alrededor de qué es “saber leer”. Por otro lado, la escritura íntima. Los Diarios de Emilio Renzi fueron muy aclamados tras su publicación el año pasado. ¿Qué te parecieron?
R.H.: Qué lujo haber tenido a Piglia de profesor, Enea. Además de ser un escritor extraordinario, es uno de los lectores más singulares en el ámbito del idioma. Yo empecé a leerlo cuando tenía dieciocho, y como tantos otros, desde entonces sentí muchísima curiosidad por su diario. Así que imaginarás mi felicidad cuando se publicó el primer tomo el año pasado. Más allá de cuánto me conmovió, me interesa el artefacto complejo que Piglia ha montado en el primer volumen. Es un diario que está preguntándose todo el tiempo qué es y qué puede ser un diario, y está lleno de vida y de una escritura entrañable. Si la práctica del género en América Latina se abre a una etapa de mayor madurez con La tentación del fracaso, siento que con los Diarios de Emilio Renzi, veinticinco años después, esa etapa empieza a cerrarse de algún modo. Son diarios que por lo demás se parecen: extensos, atravesados por la inquietud literaria y editados de manera radical décadas más tarde por los mismos diaristas. Hay casi una declaración de principios en ese hecho. Un deseo explícito de incrustarlo de raíz en el reino de lo literario.
E.Z.: Autobiografías, diarios, correspondencias: todos géneros que implican cierto tipo de selección de eventos, de construcción de personajes, sobre todo de uno mismo, y de imaginación de un lector por parte de quien los escribe. Es decir, si entendiéramos todos estos ejemplos como parte de un mismo género narrativo, el de la escritura íntima, podemos estar o no de acuerdo que existe un juego muy fino entre realidad y ficción, un lugar que probablemente sea uno sólo. En este sentido, y a partir de tu experiencia, me interesaría que compartieras tu opinión alrededor de esta aporía (si así la podemos llamar) y luego que la relacionaras con la historia o con el concepto que tú tienes de ella…¿te parece, por ejemplo, un género que se presta como fuente documental?
R.H.: Me interesa menos la posibilidad documental de este tipo de escrituras que su dimensión literaria. En el ámbito de lo auto/bio/gráfico, se le ha dado demasiada importancia al segundo elemento, casi siempre pasando por alto la complejidad del encuentro de los tres. No es lo mismo mirar hacia los otros que mirar hacia uno mismo, y si esa mirada sucede desde la escritura, el resultado es aún más poroso, porque entran en juego las estrategias pero también las resistencias de quien intenta retratarse, las cosas que no puede o no quiere o no sabe ver en sí mismo y en lo que tiene alrededor, su voluntad consciente o inconsciente de mostrarse de una manera determinada. Por eso no leo diarios o autobiografías o correspondencias buscando verdades de ningún tipo. Si esas escrituras son una suerte de escenario donde atestiguamos la construcción de una imagen propia, si en ellas vemos a alguien probándose distintas máscaras y disfraces, no son estos los que me me interesan sino más bien el acto mismo de esa persona probándoselos, cómo intenta ocultarse o hacerse más visible por medio de ellos.