El jardín devastado está escrita a partir de pequeñas narraciones, no mayores a dos páginas, que construyen dos historias paralelas: la vida del narrador, un académico que regresa a México después del derrumbe de las Torres Gemelas, y la travesía de Laila por el desierto, una mujer árabe que sufre la invasión del ejército norteamericano a Bagdad. A la novela total, balzaciana que proponían Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa, Jorge Volpi muestra una novela corta, que se nutre de aforismos y fragmentos; de esta manera, el narrador (que trata de hacer suya la historia de Laila, en el momento en el que le ha pedido que escriba sobre la guerra) muestra las dudas sobre las potencialidades de la escritura para repercutir en la sociedad y la imposibilidad de comunicar el dolor ajeno. Volpi ha asegurado en numerosas ocasiones que su generación contempló el ocaso del “intelectual comprometido”; sin embargo, uno de los temas fundamentales del libro es preguntarse cómo se compromete el intelectual en una sociedad que se nutre de guerras y fraudes electorales para existir, tal como lo hacía Jean-Paul Sartre. En el fragmento que abre el libro leemos el sentimiento de culpa del experto:
Y yo aquí, tibio, a salvo, maldiciendo el cauce de las horas. Me desplomo en el tejido de mosaicos y, ateo furibundo — ¿cuál será la correcta dirección hacia La Meca?—, rezo por ella.
A ti, Rey del Día del Juicio, pido ayuda (aunque no existas). Condúcela por el recto camino, el camino de aquellos has quienes has favorecido y no son objetos de tu ira.
A ti, Señor de los Necios, Señor de los Dementes, te ruego que la protejas y la guíes (p. 12).
¿Qué es El jardín devastado? Primeramente, una novela que se habla a sí misma, pero también es un espejo del intelectual en donde tienen lugar todas las contradicciones y callejones sin salida que se ahogan con el acto de escritura. En la novela, el narrador expone la incomunicabilidad de los seres humanos y la imposibilidad de superarla: cada acto que realizamos para encontrar al otro, nos separa del objeto de nuestra búsqueda. Y en ese movimiento perpetuo de atracción y repulsión, la escritura se concibe como el último baluarte del encuentro, quizá porque el yo que escribe a la postre se vuelve tan irreal como cualquiera de los otros seres humanos. En este caso, Volpi expone que en Occidente la lógica del capital ha convertido al intelectual en una estrella más para anularlo; en esta sociedad, los seres humanos están despersonalizados, existen como números en una estadística del orden, incluso para quien trata de comunicarse:
Entrevemos las cifras —la placidez de la aritmética— mientras sorbemos una cucharada de yogurt o cabeceamos.
Lejos, tan lejos.
Mil dólares por responder en quince folios. Un abstract. Notas al pie. Bibliografía.
Qué significa el dolor ajeno.
Bastaría una palabra.
Centavos (p. 13).
En este aspecto, el mercado, que ha vuelto en una mercancía todas las representaciones humanas, se ha consolidado como la única verdad posible en un mundo que ha perdido todos los centros que guiaban los actos. Así, el intelectual que contempló el fracaso de los grandes sistemas de pensamiento, que a su vez intentaron oponerse a la opresión, se encuentra imposibilitado para actuar: de antemano está consciente de la futilidad de sus esfuerzos. Esta condición, sin embargo, lo vuelve una presa de la industria, de la que no puede sustraerse completamente. Es decir, si el intelectual había intentado llevar a cabo revoluciones que estaban condenadas al fracaso, paulatinamente ha sido absorbido por un sistema que suprime la disidencia al volverla visible. Cuando el narrador es invitado a un foro de análisis sobre la invasión a Irak, exclama:
Lo más desagradable es que todos coincidimos: la invasión será un fracaso. Me irrita la irritación de mis contertulios, tres académicos vestidos de Zegna y un gordo escritor de novelas policiacas que rivalizan conmigo en amargura […] Todos vituperamos al cowboy y sus mercenarios. Ninguno sabe, en cambio, lo que sucede en esas tierras. Laila y los suyos son abstracciones, nombres impronunciables. Ráfagas de indignación. Señuelos que nos permiten exhibir nuestra ira en un show televisivo (p. 74).
El cuestionamiento al intelectual mexicano del siglo XX es severo, los hombres de letras no encuentran un espacio para actuar sin ser parte de una maquinaria que absorbe la disidencia. Los conspiradores crecen, los bandos contrarios se rebelan equivalentes, la lucha y la comodidad se confunde con el aburrimiento. En una de las reuniones con sus amigos (¿cómo las del crack?) el narrador asegura:
Somos vulgares, predecibles, los amigos, los hermanos de otro tiempo —los conjurados— nos hemos convertido en lo que entonces odiábamos con saña: burócratas o especialistas. Voces insultantes que se esterilizan de pronto en nuestros labios.
Basta escucharnos: “madurez”, “realidad”, “instituciones”. Alguien dice: “patriotismo”. […]
Quienes fuimos nos vapulearían.
El poder de otra manera, cita uno.
Es tan fácil criticar sin hacer nada, se oye luego.
Vacío mi copa y trato de borrar nuestra calvicie y el cinismo. Querría templar sus almas, o la mía. ¿Qué decirnos? ¿Traidores onanistas?
Quince años atrás escupíamos, aullábamos. Hoy nos embrutecen las botellas de borgoña y los matices: le perdonamos la vida a los cretinos (pp. 26-27).
Ahora bien, la alusión a Sartre en el primer párrafo de este texto no es gratuita debido a que en las páginas de la novela hay ecos sobre los laberintos que los existencialistas no pudieron superar acerca del compromiso. En una entrevista, Jean-Paul Sartre renegó de su obra literaria porque esta no impedía que los niños siguieran muriendo de hambre; asimismo, el viejo escritor se mostró desilusionado por la poca repercusión que tenía el intelectual en su sociedad. Esta anécdota, que le granjeara tantos problemas a Sartre (y que Fuentes, Vargas Llosa y Ernesto Sábato se encargaron de contestar), es visible en la culpabilidad que siente el narrador por no poder escribir el dolor de la guerra:
Esta historia no me pertenece.
Puedo negarlo, invocar el arte o el poder
De las mentiras, la ética superior de los
Profetas (o los necios). Pero esta historia no
Me pertenece.
Al contarla traiciono su confianza.
Banalizo su dolor o lo corrompo (p. 163).
Lo mismo pasa con el rango de acción que tiene el narrador: espectador de las revoluciones derrotadas duda sobre sus impulsos, vacila y, al final, no sabe hasta dónde su preocupación es un acto narcisista. A pesar de esto, el acto de escribir es un llamado al diálogo, una lucha por lograr el contacto. La joven afgana es irrecuperable, pero con la escritura de su travesía se vuelve presente; de la misma forma, los revolucionarios transformados en burócratas adquieren una dimensión humana cuando son descritos sin el aura de los mártires o lo elegidos. En este caso, el escritor se debate entre sus deseos de escribir y la nulidad de sus esfuerzos. El jardín devastado aboga, así, por la unidad de la obra, lejos de las polémicas, los ritos consagratorios y las prebendas que pueda obtener su autor; el texto reflexiona sobre sí mismo y prorrumpe contra la literatura de mercado y la literatura oficial. Si no es posible escapar de todos los condicionamientos, por lo menos habrá que hacer eco de ellos.