La etimología de hogar es hoguera, proviene del latín focus, lugar de fuego, sitio que proporciona calor y resguardo. La casa entendida así es un refugio, un espacio feliz, como diría Gaston Bachelard. Sin embargo, en las siete casas de estos siete cuentos tanto los espacios como las situaciones cotidianas que suceden en ellos son trastocados y en vez de ser reconfortantes, alteran. Ninguna de las casas está vacía, sino que contiene un vacío, hay algo que falta o que destruye. De ahí que no sean lugares que proporcionen comodidad o protección, sino encierro y angustia en los que, además, los elementos que los circundan (la calle, los jardines y los vecinos) contribuyen a crear una ambiente de desconcierto profundo.
En las narraciones que componen este libro hay una mirada que presenta la realidad de manera dislocada. Las fronteras entre lo normal y lo extraño son muy difusas y los personajes se deslizan en una pequeña franja entre estos dos polos. En todos ocurre algo extraño pero que está anclado a lo real, a lo tangible, por eso la sensatez se pone continuamente en duda.
Aunque cada relato es un mundo, entre ellos hay una conexión, una especie de hilo que los cruza. Éste se encuentra en las atmósferas inquietantes y en las problemáticas de sus personajes. La mayoría tienen asuntos pendientes que no han podido superar, por lo que deben lidiar con los mismos inconvenientes una y otra vez. Están enfermos o rotos por algún motivo, por pérdidas o fracasos, pertenecen a familias que están en crisis, tienen relaciones filiales complejas y muchos optan por escapar de la forma que sea posible.
Los cuentos de Schweblin son más de sensaciones que de acciones: de ausencia, de soledad o de pérdida. En ellos sólo se necesitan pequeños objetos para detonar la locura o las obsesiones: un espejo, una azucarera, un bote de chocolate, prendas de ropa o un anillo.
En “La respiración cavernaria”, el más extenso de la colección, se deja ver con suma crudeza lo que conlleva la vejez y la forma en la que la calidad de vida prácticamente desaparece con la soledad y la enfermedad.
“Adultos en plenitud” se llama ahora a los adultos mayores, nada más falso para Lola y su esposo, la pareja protagonista que lleva 57 años casada. Un anciano está muy lejos de vivir en plenitud, la esperanza de vida aumenta pero no se vive con calidad, la gente vive sólo porque le cuesta trabajo morirse, parece remarcar una y otra vez Lola cuando afirma que su vida ha sido demasiado larga.
Aunque su esposo está atento a sus necesidades, Lola no está satisfecha, siempre encuentra algo que reclamar. El mayor reproche llega cuando él se atreve a morir antes que ella, dejándola en una soledad insondable.
A partir de ese momento su vida cae en picada. La memoria le juega malas pasadas, cada vez peores. Ya no sabe -ni ella ni el lector- qué es real y qué es producto de su mente enferma. Debe utilizar letreros para recordarlo todo, desde el más mínimo detalle de la vida cotidiana, como guardar la leche en el refrigerador, hasta lo más esencial: “él está muerto” o “me llamo Lola, esta es mi casa”.
Su vida está reducida a la repetición de una cruel rutina que también incluye la repetición de olvidos, lo que le provoca un desgaste demoledor. Por eso su mayor deseo es morir: “quería tanto morirse, desde hacía tantos años, y sin embargo nada parecía deteriorarse más que su cuerpo. Un deterioro que no la llevaba a ninguna parte”. (p. 75)