Si nuestros tiempos de neoliberalismo salvaje han extremado la lógica capitalista de la expropiación de trabajos, experiencias, culturas, formas de vida; a su vez, el poder tele-mediático y espectacular volvió evidente como su principio de acumulación involucraba también nuestra misma capacidad de hablar, imaginar, producir saberes. Expropiación de la potencia del lenguaje a partir de dispositivos de captura que, al mismo tiempo, nos revenden sus literales palabras de orden, como si pudiéramos asumirlas como nuestras, como propias. En estas breves notas, me ocuparé del primer libro del escritor mexicano Yuri Herrera, Trabajos del reino (Periférica, 2010), intentando ver cómo, entre los muchos paradigmas que reescribe en la estilización de su intriga, puede ser leído como una novela de des-aprendizaje y, así, de des-apropiación: un Bildungsroman heterodoxo que deconstruye las formas de lo propio mostrándolas como fetiche de nuestra real expropiación. Todo esto, a partir de una reflexión ética y política acerca del lenguaje.
En muchas entrevistas, Herrera ha remarcado el propósito de evitar cualquier mención, en la novela, de las palabras “narcotráfico”, “sicario”, “cártel” etc (cfr., por ejemplo, Erlan). Por sí misma, como es obvio, esta estrategia no sería significativa si no se colocara en un plan de transfiguración literaria que intenta desplazar la carga ideológica de tales palabras, toda vez que el narcotráfico se vuelve un campo de fuerzas y discursividades hegemónicas y simplificadoras, neutralizando las posibilidades de su crítica. Esta tachadura cabe, entonces, en un proyecto narrativo que se resiste a la fuerza del nombramiento simple y a su poder reificador.
A este propósito, me gustaría remitir a una serie de importantes ensayos en los cuales Oswaldo Zavala emprendió una crítica radical a ese conjunto de textos literarios, periodísticos y académicos que llamamos “narconarrativas”.1 Su tesis central es que éstas constituyen una suerte de “formación discursiva” que regula lo que se puede y no puede decir alrededor del narco; todas, con muy pocas excepciones, repetirían el discurso hegemónico proveniente del poder político y mediático. El narco es así visto como una entidad separada y exterior al Estado, con un poder casi ilimitado para infiltrar y corromper a la sociedad civil y las instituciones del país. A partir de esta cartografía, las organizaciones criminales adquieren una dimensión mítica, tal que hasta las obras literarias mejor recibidas por la crítica –como es el caso de la de Yuri Herrera– repetirían el discurso y el paradigma representativo de los gobiernos mexicanos, esto es, los que justifican las políticas de seguridad y el estado de excepción permanente en el que vivimos, fundándolas en la imagen ajena y amenazante de un enemigo por combatir. Las narconarrativas renunciarían así a sus potencialidades críticas y de intervención política, obviando la realidad concreta, material e histórica del narcotráfico, en tanto fenómeno todo interno a los poderes económicos, políticos y policiales y, a la vez, históricamente disciplinado por éstos.
Es una tesis que hay que tomar en seria consideración. Zavala incluye en su análisis los discursos críticos sobre las narconarrativas, según él responsables, además, de una simplificación del concepto de mímesis y así de una ruptura de lo literario con su referente concreto. Al citar también las afirmaciones de Herrera con las que inicié estas notas, Zavala le adjudica una concepción ingenua de la mímesis como reflejo de la realidad; reflejo que, en efecto, para Herrera, habría que rehuir.
No quiero “defender” aquí la novela de Herrera. Mucho más productivo me parece intentar ver cómo todo el discurso de Zavala nos sirve para leerla, puesto que ésta, me parece, narrativiza los mismos procesos de inscripción y reproducción de los discursos hegemónicos sobre el narcotráfico, pero no repitiéndolos, sino, precisamente, desmontándolos.