A lo largo del orbe, la proliferación y la llegada al poder de partidos con una agenda política conservadora, y en algunos casos de ultra derecha, ha traído consigo no sólo la desconfianza en el funcionamiento e imparcialidad de las instituciones (cortes, sistemas judiciales, fiscalías, institutos electorales, comisiones, organismos reguladores, fundaciones, organizaciones civiles, etc.), sino que nos ha hecho mirar con recelo el modelo político a través del cual estos partidos se han hecho con el poder: la democracia. El auge de la derecha mundial parece, más que una anomalía, un síntoma de desgaste del sistema democrático.
El ascenso de las derechas en las democracias occidentales –junto con su retórica antinmigrante, muchas de las veces también misógina y militarista–, parece el tiro de gracia a una sociedad civil que a lo largo de las últimas décadas se le ha despojado de garantías que hace no mucho parecían ya conquistadas: acceso a la educación, a la salud o al trabajo digno. Pululan por cientos de miles los jóvenes que no encuentran cabida en los sistemas de educación pública o que recurren a onerosas deudas, que tardarán decenios en pagar, para costear estudios universitarios. Aquellos que intenten integrarse al mundo laboral encontrarán no sólo precariedad, sino la ausencia de cualquier tipo de seguridad social. El derecho a la salud se ha convertido, incluso en los países más prósperos, en un privilegio de las minorías acaudaladas. Los sindicatos de trabajadores y uniones obreras parecen haber pasado a los anales de la historia y los esquemas laborales sin ningún tipo de garantía basados en la subcontratación no son la excepción, sino la norma. ¿A quién debemos culpar?