En el año 2005, Ricardo Piglia, en su libro El último lector, rescata una serie de escenas de la cultura universal. Uno de los capítulos está dedicado al Che y se titula “Ernesto Guevara, rastros de lectura”. En él, el escritor argentino propone un cruce entre la experiencia guerrillera y la manía obsesiva de Guevara por leer. En uno de los pasajes, el crítico remarca: «Dos ritmos cotidianos, la respiración cortada del asmático, la marcha cortada por la lectura, la escansión pausada del que lee. Eso es lo persistente: una identidad de la que no puede (y no quiere) desprenderse» (Piglia, p. 111). Por su parte, Régis Debray, citado por Piglia, nos dice acerca del guerrillero: «se había hecho una pequeña biblioteca, escondida en una gruta, al lado de las reservas de víveres y del puesto emisor» (p. 108).
¿Por qué se lee en situaciones de peligro? Podríamos pensar en Gramsci encarcelado; en la biblioteca clandestina de Auschwitz; en los ojos sujetos al Corán en un calabozo de Guantánamo; en una célula guerrillera en riesgo cargando libros. ¿Qué sucede ahí? ¿Qué relación hay entre esos actos y una posible emancipación?
Hay algo a lo que Guevara no renuncia y que se relaciona con los libros; hay algo en los libros, en aquellas lecturas, que justifica el riesgo del peso frente a la huída. Pero la mirada del crítico argentino nos dice más: la lectura sería, en el caso del Che, una escansión pausada de la marcha, una medida, un corte reflexivo. Interesante: lo que no abandona Guevara es precisamente un intervalo en su desplazamiento.
Ahora bien, no parece ser solamente la situación de amenaza lo que vincula al combatiente con los detenidos que mencionábamos. Si la experiencia de Guevara es voluntaria y a campo abierto, y es, ciertamente, una práctica política, existe en todos los casos un estado irregular de lo vivido que suspende la posibilidad de la diferencia. Es, en el caso del Che, una cuestión de supervivencia; para los detenidos supone una condición impuesta. «Guevara –dice Piglia– tiende a pensar al grupo propio, más que en términos de clase, casi como una secta, un círculo de iniciados del que debe estar excluida cualquier ambigüedad» (p. 132). El escritor retrata el momento de excepción que implica el microclima guerrillero, su aislamiento. La guerrilla es una acción radical que arrastra al grupo a los márgenes de las prácticas políticas mismas. En el caso de los detenidos, en cambio, la disposición de los cuerpos en diferentes espacios y la oclusión de referencias temporales buscan quebrar toda posible integridad de los sujetos históricos. En ambos casos persiste una absolutización, una totalización de lo experimentado como presente.
Veamos lo mencionado por Piglia: leer sería un ritmo con cierta carga identitaria que pausa una situación límite; leer sería no sólo la posibilidad de un corte, sino el último reducto histórico que Guevara se niega a dejar, porque en la selva no hay historia, todavía no la hay, no hasta que la construya él en su diario y haga aparecer, por primera vez en el marco de la historia revolucionaria, algo llamado selva boliviana.
Existe una situación borde que vive Guevara. Es un pasaje muy conocido rescatado por Julio Cortázar. Durante el desembarco del Granma, el grupo de insurgentes es sorprendido. El Che, viéndose acorralado y herido, recuerda un relato literario. «Me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista apoyado en el tronco de un árbol se dispone a acabar con dignidad su vida» (Piglia, p. 104).
Piglia relaciona este instante, único, existencial, intertextual, con un aprendizaje para la muerte. Habría en el recuerdo del Che un apoyo, un modelo de cómo morir. De esta forma, el escritor argentino suscribe la idea de la lectura ficcional, de aventuras, como un aprendizaje y como modelo ético. Según esta postura podrían encontrarse, en ciertos textos literarios, rasgos o indicios que modelan una conducta frente a determinadas situaciones límites.
Pero intentemos aquí postular una hipótesis que complemente la de Piglia. Consideremos por un momento la posibilidad de que Guevara no sólo lea para aprender, sino para que la experiencia, amenazada, resista a nivel narrativo, a nivel del lenguaje y, a la vez, para que ese enfrentamiento con lo inenarrable pueda ser pasado por el tamiz de la letra, de lo que queda estampado; consideremos a la lectura del Che no como algo enfrentado a la experiencia del mundo real, sino como lo determinante para que ella pueda ser nombrada; consideremos por un momento la posibilidad de que no exista la experiencia en lo real sin un anclaje en lo ficcional; consideremos que lo real, que se presenta apabullante tanto en los detenidos como en el guerrillero sitiado, necesita de una trama para que la totalidad enceguecedora sea escandida. Giorgio Agamben explica que la experiencia no puede ser simplemente algo que precede cronológicamente al lenguaje y que, en un momento determinado, deja de existir para volcarse en el habla, no es un paraíso que abandonamos de una vez por todas para hablar, sino que coexiste originariamente con el lenguaje, e incluso se constituye ella misma mediante su expropiación efectuada por el lenguaje al producir cada vez al hombre como sujeto (p. 66).
Según el filósofo italiano no habría experiencia anterior al lenguaje porque ésta toma forma, precisamente, en la encrucijada entre la palabra articulada y lo imaginario. No hay experiencia sin lenguaje, y no hay experiencia sin una ficción que la alimente.
El lugar de peligro extremo se convierte en el sitio ahistórico donde el sujeto se ve amenazado en tanto dueño de su proyecto. Guevara recurre al relato reafirmando el lugar de la memoria, el sitio donde el acto de evocar se presenta como la única acción política que ejerce la ruptura del miedo paralizante convirtiendo al recordatorio en el espacio mismo donde el sujeto político se reafirma. Recordar será, en este caso, la necesidad de ratificar un presente complejo, delimitando, mediante la lectura atravesada, la historia personal que logre sostener al herido.
Citemos otro ejemplo. Alberto Manguel, en su texto “La pequeña biblioteca de Auschwitz”, retrata la resistencia intelectual de los prisioneros:
En el campo de concentración de Bergen-Belsen circulaba entre los prisioneros una copia de La montaña mágica, de Thomas Mann; un niño recordó los minutos que le asignaban para tener el libro en sus manos como «uno de los mejores momentos del día, cuando alguien me lo pasaba. Iba a un rincón para estar tranquilo y luego tenía una hora para leerlo». Un joven lector polaco, recordando los días de miedo y abatimiento, dijo: «El libro era mi mejor amigo, nunca me traicionaba; me reconfortaba en mi desesperación; me decía que no estaba solo (p. 1).
Algunos detalles para resaltar: en estas situaciones el libro no traiciona; en el campo, la lectura consuela; en la detención, el libro se constituye como un objeto que quiebra la soledad y el miedo. ¿Qué cosa leían los detenidos en los textos? ¿Qué pasaba con los sujetos al sumergirse en esos mundos ficcionales? ¿Qué relación hay entre el ritmo de la narración y lo inenarrable del presente?
Por fuera de todo marco legal o institucional, lo que pareciera perdurar en estos actos lectores límites –incluido el recuerdo de Guevara– sería algo relacionado con la idea del cuidado de sí como práctica personal de libertad, como práctica política. La totalidad amenazante se aparece, como en toda angustia, sin objeto concreto: una integridad sin diferencias. Es, en este sentido, y siguiendo ciertos planteamientos de Roland Barthes, cómo la palabra se vuelve el objeto material, rítmico, que actúa de morada, y que se convierte en ese otro que posibilita la vuelta de lo simbólico, dando cuenta de ese real lacaniano, de ese lugar de excepción que aparece como un bloque homogéneo y que atenta contra la palabra.
Tanto en el caso del joven polaco como en el del Che, la letra irrumpe como un objeto de supervivencia que posibilita la asimilación de la experiencia extrema. Pilar Calveiro, en su estudio sobre los campos de concentración en Argentina, escribe que «la rotura física que provoca la tortura puede ser también una rotura interior, que el prisionero registra, al mismo tiempo que tiende a ver el campo como una totalidad congruente aunque incomprensible» (p. 85). Frente a esta totalidad del encierro o del acorralamiento, la literatura no reafirmaría a un lector completo, íntegro, universal, sino uno que practica, mediante la pesquisa minuciosa de los grafos, el clivaje político que lo arroje desde la realidad uniforme hacia un retorno a lo real por medio de la palabra. Siguiendo a Lacan, la necesidad de leer en estos casos constituiría una organización en torno a un vacío, alrededor del sinsentido que los detenidos viven y que los sobrepasa a nivel simbólico. Si el campo de exterminio los calla, el libro sostiene el habla.
De esta forma, la lectura emancipadora logra poner texto allí donde se lo clausura. Lo leído adquiere la función política de restituir al sujeto a un espacio y tiempo históricos. En ese sentido podríamos interpretar las palabras de Piglia, cuando afirma que el Che no quiere desprenderse de su identidad. Leer le da memoria y, por ende, logra localizarlo como agente político al enunciar su propia subjetividad dentro de un marco espacio temporal. La morada que da la letra leída le permite ingresar a la situación límite desde el orden estructural del relato.
En el campo de exterminio, el cuerpo del sujeto es cosificado o en todo caso, el sujeto se transforma en alerta pura, en una totalidad corporal. Comer, beber, resistir un día más, reducen al detenido a una realidad biológica concreta. La lectura interviene en este presente como una fuga política, un proceso de diferenciación que se disloca del cuerpo uniforme logrando la conformación de un territorio simbólico propio. La letra conquista una cierta autonomía.
Piglia afirma que Guevara recuerda para aprender a morir. Aquí se suma el aporte de que lo hace para poder ser nuevamente un sujeto que enuncie su muerte y así poder vivir. Guevara, mediante el cuento recordado se asume como artífice de su destino mortal. En el campo de concentración lo vemos más claro. El sitio es una factoría de cadáveres que imposibilita al detenido la experiencia misma de la muerte personal. Dice Jorge alemán: «si la muerte es serial y automática, entonces no hay lugar para la asunción del “ser para la muerte» (p. 37). Es decir, no hay lugar para el ser escindido, para el ser incompleto, para el ser en diferencia.
Leer posibilita el gesto emancipador de recurrir al relato para que éste sustente la idea misma del horror. No para eliminar el horror, sino para sustentarlo, para tramitarlo, para objetivarlo, para que se vuelva, de una vez por todas, la materia significante a la cual poder resistir. Por eso es vida y por eso la lectura se transforma, en estos casos, en una práctica emancipadora. Porque, no sólo el sujeto se encuentra o se escucha en la letra, sino que, mediante el retorno de la palabra, logra reafirmar a un otro que había sido negado por el terror único y definitivo.
En Guevara, en el joven polaco, la experiencia misma se ve amenazada; la posibilidad de descifrar un recorrido o un estado del sujeto mediante lo vivencial se ve en peligro. Convendría pensar aquí, entonces, que el lector no enfrenta una experiencia límite, sino que restituye mediante la narración la apertura a una vivencia que fue negada por la totalidad impuesta. Leer redime la posibilidad de la experiencia misma.
La lectura, la emancipación y la política se anudan en un sitio irresoluble, y que, por carecer de resolución, contrastan con una realidad categórica. La lectura será, finalmente, en estos espacios de peligro, la posibilidad de la existencia antagónica, el lugar de lo dialógico y contradictorio, el sitio de reafirmación última en lo diverso.
Texto basado en el trabajo presentado en la conferencia: “Lectura y experiencia. El retorno de la política por medio de la letra”, en el marco del 1er. Congreso de lectores y lecturas para otro mundo posible, UNAM y UAM.
Fuentes
Agamben, Giorgio. Infancia e historia. Destrucción de experiencia y origen de la historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2001.
Alemán, Jorge. En la frontera. Sujeto y capitalismo. Buenos Aires: Gedisa, 2014.
Barthes, Roland. Variaciones sobre literatura. Buenos Aires: Paidós, 2003.
Calveiro, Pilar. Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina. Buenos Aires: Colihue, 1998.
Lacan, Jacques. Seminario 7. La ética del psicoanálisis (1959 – 1960). Buenos Aires: Paidós, 1992
Manguel, Alberto. “La pequeña biblioteca de Auschwitz”. Clarín. Sábado 6 de junio de 2003.
https://goo.gl/4fqjW7. 11 de octubre de 2014
Piglia, Ricardo. El último lector. Barcelona: Anagrama, 2005.