Giuseppe Campuzano. El museo travesti del Perú. Perú: Giuseppe Campuzano editor, con el auspicio del Institute of Development Studies, 2008, 118 p.
En una entrevista, Giuseppe Campuzano, autor, autora, filósofa, performancero, travesti, dijo que lo que convenía exhibir en un museo era un agujero. El lugar sería un sitio vacío en el que los espectadores pudieran contemplar un faltante, la pieza principal que nunca llegaría. Para el artista, la idea superaba el intento recurrente de proyectar un espacio totalizador; sólo de esa forma un museo cumpliría con su propósito. Campuzano murió al poco tiempo de la entrevista. Un desfile de locas cantó “A quién le importa” de Thalía y hubo un performance callejero para despedir a la transgresora alegre. El artista había trabajado durante años para mostrar aquel vacío. Se centró en algunas marcas de androginia registradas en las culturas prehispánicas y en recortes de periódicos, todos ellos con la misma temática: crónicas de asesinatos de travestis. Diseñó una muestra de los materiales y luego un libro. «El museo es un ejercicio de travestismo», afirmó en varias ocasiones. Un libro también. En 2008 publicó el suyo: El museo travesti del Perú.
El artefacto es uno de los textos, libros, memoriales portátiles más disruptivos que se han ¿escrito? ¿juntado? ¿recuperado? ¿documentado? en Latinoamérica. En sus páginas, el autor se acerca a lo que Lacan denominó como la literatura de los restos, esa escritura escindida que rescata en el papel lo que primero fue mito, canto, drama.
Hay un déficit en la historia, en la del Perú, en el rastro travesti, en el relato histórico de las ambigüedades del cuerpo. Ese déficit irrumpe en las páginas de su trabajo como deseo. Hay un deseo fragmentado, incompleto, que corta la historia del Perú. ¿Qué es una historia sino una memoria de los cuerpos, de sus políticas, de sus restricciones, subversiones, nuevas posibilidades? ¿Qué es una literatura, sino enfrentar e intervenir fragmentos? ¿Qué es hacer un libro, sino tomar nota, documentar?
Acordemos algo de entrada: el museo de Campuzano rescata una ambigüedad y una teatralidad invisibilizada. Lo hace superponiendo citas, imágenes, escritos, crónicas policiales, ordenanzas sanitarias. De esta manera, el autor consigue delinear una historia donde la producción de los sujetos encuentra su clave en la producción de los discursos. El filósofo hurga como una Foucault en el desperdicio para desempolvar un archivo alterno. ¿Podría entenderse a este museo como un muestrario del descarte? ¿como una de las mil y una formas en que un cuerpo travesti se enuncia? Campuzano da algunas pistas:
El proceso de restauración de estas notas periodísticas —su recuperación, de distintas hemerotecas, y liberación, de comentarios y subrayados, en pos de la legibilidad— es también la pauta para el análisis de sus contenidos: establecer la “verdad” particular de cada noticia, también por comparación con otras análogas, así como sus nexos con las demás, justificando su selección como conjunto, y teniendo siempre en cuenta el contexto cultural y político donde los hechos reseñados sucedieron (Campuzano 92).
Hay una línea que va desde las tapadas limeñas de 1800 hasta las candidatas por el partido socialista Jana Villayzan o Belissa Andía; el autor la traza desobedeciendo una historiografía oficial, resaltando lo oculto; recurre a los espacios donde la travesti se muestra, sitios desprestigiados para un orden estético hegemónico. Una peluquería, la prostitución callejera, el espectáculo del «anormal», el crimen, son las zonas liberadas donde el travesti circula siempre bajo vigilancia.
Pero el ojo poscolonial de Campuzano elude el sitio de la victimización incorporando al texto nuevos espacios ganados. De esta forma el travesti denuncia y a la vez se hace del discurso. «Esta síntesis de actos públicos –anota― demuestra que la presente no pretende ser sólo una antología de las víctimas, sino también de los sujetos como actores sociales, quienes interactúan con su medio, por más adverso que este sea, para resolver sus diferencias, y la violencia que éstas generan, de manera crítica y creativa» (116).
Si hay una línea, sin embargo, será la de la discontinuidad o la del «desorden» que opera en el cambio genérico y que interroga toda identidad fija. El artista pone en juego la dramatización de la memoria peruana en los cuerpos negados para obturar un sentido que se convirtió en lineal y «claro». El museo enfrenta la construcción de un discurso histórico, de una literatura política peruana que no sólo excluyó al travesti, sino que desoyó cualquier tipo de ambigüedad o heterogeneidad en el relato nacional.
Un perfomance, una puesta trashumante, todos actos del presente, dialogan con el libro en un salto benjaminiano que admite un ahora permeado de historicidad, a la vez que logra la reapropiación de una memoria que «está de vuelta», una evocación que resurge para afirmar un aquí discorde. Buscar una imagen del pasado, dirá Ricoeur, será no sólo acoger, recibir la imagen o el recuerdo, sino también buscarla, hacer algo, ejercer una acción, accionar en el presente.
El museo… interpreta el ritual y el espectáculo como entradas al universo travesti. Un concurso de belleza se transforma así en el escenario del disloque y la divergencia. El cuerpo hace su giro camp, a la vez que desaparece para aparecer en su revés, en su dos veces mujer. La representación y el artificio como sublevación. El espacio que resiste es el sitio resignificado que disloca su signo único, inamovible. En una nota periodística fechada el 11 de julio de 1996 leemos: «decididos a contrarrestar las agresiones de las que son objeto en los últimos tiempos, los homosexuales se reunieron para alzar su voz de protesta en forma muy peculiar: Realizar el concurso de belleza travesti» (100). Bajo el título «A lo Verónica Castro» leemos: «Miss Aruba fue elegida luego de una reñida deliberación del jurado calificador, que apreció su porte, desenvolvimiento personal, cultura y sobre todo su gran parecido físico con la famosa artista mexicana Verónica Castro, con sus impresionantes ojos verdes» (100). La actriz mexicana vuelve mejorada en el concurso de belleza, vuelve travesti peruana, está de vuelta en forma de revés disidente o como diría Susan Sontag, en una naturaleza que ya no existe.
Lo atravesado socialmente encuentra su espacio en la nota roja, en los apartados excéntricos y espectáculos marginales.
Ya en Tarapoto, una nota justificadora (Cambio, 8 de junio de 1989) del asesinato de ocho personas cometido por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (mrta), denomina a las víctimas, entre ellas varias travestis, como “tradicionales personajes de mal vivir”, a quienes previamente se había conminado a que “enmienden su vida” (Campuzano 110).
El ojo del artista se fija en la circulación de los cuerpos como mercancías y al registro e inspección de estas minorías por parte de la policía sanitaria. La precarización de la vida, la desinformación en el caso del vih-sida, la discriminación, son dramas enfrentados a una fotografía de un descuartizado en un basural. Campuzano (como Marx) se mete de lleno en la frontera que marca el delito. El asesinato le sirve para construir una lectura periférica, la mirada crítica que divide la cultura de la no cultura. Pero también le da las herramientas para mostrar, mediante el trabajo y su criminalización, el circuito de la economía sexual y su importancia en la reproducción del capital.
En una entrevista hecha por el crítico Daniel Link, Campuzano afirmó que si la travesti tuviera alguna función, ésta sería la de destruir los clichés sobre la sexualidad y el género. La afirmación coincide con una de las posibles intenciones del libro: hacer un ejercicio de desestabilización discursiva que reivindique la situación del travestido, pero que al mismo tiempo critique cualquier reafirmación identitaria. La misma historia nacional o la historia revolucionaria son alteradas mediante la intervención de imágenes. Una Tupac Amaru II travestida de javi Vargas, artista, activista, cuestiona el status de las representaciones y el orden heterosexual. La imagen nos interroga sobre el valor de estas transformaciones para la sensibilidad precolombina. Por su parte, una Mariátegui exhibe la contracara del marxismo viril latinoamericano.
Una cantidad de textos e imágenes fundan un coro barroco por donde Campuzano viaja de lo ancestral al desfile, y de éste a la escena sacra. El divino travesti; la virgen travesti; la travesti dueña del culto a la belleza; el raro, el amor, las devotas y el sindicalismo travesti, son todas formas del desborde. El proyecto conlleva tal desmesura que hasta el propio Mario Bellatin advierte en el prólogo: «Que alguien se atreva a hacer no un libro sino a crear su propio museo, es una misión tan fuera de toda lógica que hace posible que allí se establezca una suerte de hecho sobrenatural» (11).
Falso museo para un escritor incorrecto; falso libro para una historia increíble que no deja de plantearse interrogantes sobre los límites, los derechos, el discurso legitimador de un museo, de un libro o de la posibilidad real de una postidentidad. La pensadora feminista Donna Haraway dice en uno de sus escritos más célebres que es necesario hacernos de estas lecturas críticas no para negar significados o cuerpos, sino para darle a estos significados y a estos cuerpos una oportunidad en el futuro. El museo travesti del Perú, de Giuseppe Campuzano, es una máquina literaria y política de enorme valor para seguir pensando estas cuestiones.