Fotografía de Kat Jayne tomada de www.pexels.com

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El discurso violento del cuerpo animalizado en Las elegidas de Jorge Volpi

Este ensayo se enfoca en la configuración del cuerpo como un animal en el discurso poético de Las elegidas, de Jorge Volpi (2015). La premisa es estudiar cómo la metáfora del cuerpo animalizado conlleva el simbolismo del esclavo versus el amo, lo femenino versus lo masculino y el abajo versus el arriba. Estas tres categorías semánticas, en su conjunto, mostrarán cómo se violenta al cuerpo de la mujer en tres tópicos: a) sometimiento, b) minimización, y c) despersonalización. Para ello se utilizan las teorías de Rita Segato (La guerra contra las mujeres, 2016), en especial dos conceptos: la trata y comercialización del cuerpo femenino y el mundo-aldea, este último para expresar cómo Tenancingo, Tlaxcala, opera como espacio real de la costumbre precolombina –y colonizadora después– de la trata de mujeres frente a la modernidad. Espacios al mismo tiempo en comunión y espacios en franca desunión.

En Las elegidas, de Jorge Volpi, obra escrita en verso y por ello continente de un discurso simbólico, se aprecian dos campos donde el cuerpo es animalizado para expresar, en uno, la fuerza, y en otro, la debilidad y el sometimiento. No obstante, también se encuentra un intercambio de valores entre lo femenino y lo masculino animalizados, pero no en el mismo nivel sugerido, sino obediente de un contexto particular, lo cual se irá perfilando en el avance del análisis.

Los personajes masculinos no tienen nombre de pila, sino apodos, un alias que los personaliza como animales fuertes, inteligentes, intrépidos o dañinos, ejemplo de ello son Lobato, el Víbora, el Gato, el Sapo, el Garza, y el Cachorro. La configuración masculina en los casos donde el alias no es el de un animal se construye en la metáfora con la fuerza de la palabra y su significado: el personaje del Gringo, el primer proxeneta de la historia, allá en la tierra de la leche y la miel, Estados Unidos, es asesinado y descrito de la siguiente forma: “el cuerpo del Gringo, / tan blanco como un gusano blanco, / flotaba en una marea carmesí / a la deriva.” (Volpi 49).1 En este caso, la animalización tiene un sentido de lo bajo, tiene un cambio de sentido referente a los nombres anteriores: el gusano se arrastra en la tierra; asimismo, en México es un coloquialismo de lo vil, de lo insignificante, una persona despreciable (Moliner, véase “gusano”). Y lo era. Otro de los alias no animalizados es el del protagonista: el Chino, de quien sólo se sabe su verdadero nombre al final. Este personaje, al desmoronarse su imperio de trata de mujeres, es descrito de la siguiente forma: “[…] eres el insecto / que cualquiera aplasta en la batalla” (Volpi 131), lo cual también se simboliza en lo bajo, en la tierra. En el caso del Gringo y del Chino, es imperativo nombrar que son asesinados por hombres, una confrontación de la violencia horizontal: el individuo contra el individuo (Kohut, “Política, violencia y literatura”). Estos personajes, que antes fueron amos, tiemblan muertos sobre la tierra al ser esclavos del mismo imperio que crearon.

Fotografía tomada de www.pexels.com

Antes, el Chino es un perro. La comparativa entre lo masculino como amo y lo femenino como esclavo puede leerse en los siguientes versos: “El Chino se apoltronó en el camastro, / acarició sus piecitos percudidos, / se puso a lamerlos como perro, / el pulgar, luego el empeine, / el tobillo, la pierna, los muslos procelosos, / o la Azucena dormía como piedra / o se hacía mensa la muy zorra” (Volpi 69). Mientras que el Chino es un perro que posee un cuerpo, Azucena –cuyo nombre forma parte del conjunto de todas las mujeres con nombre propio– es primero una cosa, una piedra, y segundo es una mensa –minimizada en intelecto–, y luego un animal: la zorra. Este nombre es en México un vulgarismo: es una prostituta, mujer liberal, es un insulto (Moliner, véase “zorro, -a”) Sin embargo, la comparativa del hombre como animal-perro, perro-amo-de-la-mujer, de la zorra, la da Rosita a la mujer policía:

los hombres son perros sin bozal perros sin sesos perros a los que domeñan sus instintos perros que a la primera se te enciman perros callejeros perros encabritados perros siempre en celo perros insensibles perros que te lamen te muerden te babean perros que te celan te enclaustran te aminalan perros que nomás ven a otra se le enciman perros rabiosos perros salvajes perros gachos perros maloras […] (Volpi 73).

Aquí se puede observar cómo el discurso de lo femenino muestra la animalización de lo masculino. Su empoderamiento, su salvajismo, su hipersexualidad, como se “enciman” en celo, como amos, en el cuerpo de la mujer. Curiosamente, Rita Segato se expresa al respecto también con adjetivos que connotan animalidad: “La rapiña que se desata sobre lo femenino se manifiesta tanto en formas de destrucción corporal, sin precedentes, como en las formas de trata y comercialización de lo que estos cuerpos pueden ofrecer, hasta el último límite” (58). Sobre la percepción de la trata a la que son expuestas las mujeres, las cosas se ponen claras. Cuando Salvina se lleva a su hermana Azucena a Estados Unidos, esta última expresa: “me hablaste de los dólares, berreó Azucena, / no de que me iban a cochar los mismos puercos” (Volpi 44).

Semióticamente, se pueden observar las categorías semánticas en el siguiente cuadro, con su relación simbólica:

Categorías semánticas 2

amo vs. esclavo masculino vs. Femenino arriba vs. abajo
hombre-mujer hombre-mujer hombre-mujer
animal poderoso-animal sometido sin nombre-con nombre encima-posesión
puercos, perros-zorras inhumano*-humanizado poder-sometimiento

Fotografía de Nery Aran tomada de www.pexels.com

Siguiendo con el discurso animalizado como eje central de la violencia contra el cuerpo, Rita Segato expresa que “la agresión sexual pasa a ocupar una posición central como arma de guerra productora de crueldad y letalidad, dentro de una forma de daño que es simultáneamente material y moral” (59). Aquí se destaca que el daño material es el cuerpo, y el moral es la destrucción del alma, del espíritu y la mente de esos cuerpos femeninos. Ante esto es interesante mencionar el eje de la maternidad. Dice Volpi: el salvoconducto a la libertad. Una mujer estéril “no sirve” (colocada en el abajo, un nivel cultural inferior), no para cumplir el papel histórico y simbólico de la madre (colocada en el arriba, un nivel superior), la que da herederos que puedan continuar la estirpe masculina. Se destruye el cuerpo. Se destruye la moral.

Yegua vieja,
perra anciana,
grulla renga,
rata tuerta,
coneja abúlica,
hormiga despanzurrada,
cucaracha,
la maldita
es
la maldita
estéril. (Volpi 53)

El discurso violento del personaje que presenta Volpi, aterrizado en el cuerpo femenino, no necesita una mayor interpretación. El animal femenino es calificado con cualidades que se encuentran en el abajo, en un nivel disfórico de significación. La mujer que no puede tener hijos es un desecho. Su cuerpo está roto, inservible, fragmentado. Y se le maldice. Es sólo una prostituta veterana. Despersonalizada: “[…] mi cuerpo no era ya mi cuerpo sino una escoria un desecho ni odio sentía si acaso vergüenza aunque la vergüenza pronto aleteó como un buitre más bien una pesadez como cuando una corre sin denuedo o como cuando a una la quiebra el sol del desierto sin resguardo un vacío una fiebre una derrota […]” (79, cursivas mías)

Fotografía de Kat Jayne tomada de www.pexels.com

Antes de pasar a dos espacios simbólicos en la obra de Jorge Volpi, hay que cerrar el apartado del discurso. En Las elegidas, en sí, no hay elegidas, en el término religioso del ungido, por ejemplo. Las mujeres son sólo naipes que se juegan en una partida de hombres. Son animales que se trasladan de un lugar a otro como ganado. Se eligen sólo para ser el cuerpo de otros, para ser objetos de posesión. Son esclavas sexuales que terminan en el negocio de trata de personas en El Mantarraya –¿por qué no ponerle al tugurio un nombre de animal ponzoñoso?–. Sin embargo, los hombres también son animalizados pero en la esfera del poder. Los únicos que presentan un nombre de pila son Luciano, sobrino del Chino, y el hijo de este último: Ulises –¿por qué no ponerle un nombre de orgullo épico a un orgullo masculino, heredero de toda una estirpe en la cúspide?–. Ulises, el venadito, el corderito.

Los espacios en la narración en verso de Volpi son reales. Contienen su referencia de realidad y su referencia simbólica. Además de El Mantarraya, donde enjaulan a las mujeres, existe el espacio de transición entre México y Estados Unidos para la trata de mujeres. Una red firme que, según menciona el escritor mexicano, proviene de la época precolombina. De Tenancingo al país de la leche y la miel, del sueño americano, idea ligada al Paraíso –el discurso religioso de la obra Las elegidas no es tratado aquí, pero existe en un nivel simbólico muy importante en éste–. Tenancingo, el mundo-aldea. Aquí, dice Segato,

las mujeres y la misma aldea se vuelven ahora parte de una externalidad objetiva para la mirada masculina, contagiada, por contacto y mímesis, del mal de la distancia y exterioridad propias del ejercicio del poder en el mundo de la colonialidad. La posición de los hombres se tomó simultáneamente interior y exterior, con la exterioridad y capacidad objetificadora de la mirada colonial, simultáneamente administradora y pornográfica. De forma muy sintética […] anticipo que la sexualidad se transforma, introduciéndose una moralidad antes desconocida, que reduce a objeto el cuerpo de las mujeres y al mismo tiempo inocula la noción del pecado, crímenes nefandos y todos sus correlatos (116).

En una paradoja, Tenancingo “sigue” su costumbre, y los hombres que son el padre, el hermano, el tío, el primo, “todos iguales, todos con el mismo rostro”, venden a sus hijas, a sus hermanas, a sus sobrinas. La tradición terrible, sin embargo, se ve modernizada. La moderniza el patriarcado a través del dólar. Esa tradición prehispánica que cuenta la leyenda de Tenancingo desapareció con la intrusión fácil del negocio del cuerpo femenino. En el discurso, Segato dice: “[…] el crimen perfecto formulado por Baudrillard, en cuanto eficazmente oculto en la falsa analogía o vero-similitud. Estamos frente al elenco de género representando otro drama; a su léxico, capturado por otra gramática” (115). Es claro que Segato no habla del lenguaje como tal, sino de una lingüística simbólica que, sin embargo, en el caso de este breve análisis, se puede entender de otra forma más literal. El mundo-aldea Tenancingo ha creado su propia manera de comunicarse, nuevas señas, nuevos signos, todos amparados de una “etimología histórica” prehispánica. La mujer ya no es una mujer, es una mercancía. Tu esposa ya no es tu esposa, sino objeto de transacción. El mundo-aldea, incluso, ya no lo es: es ahora un mercado moderno.

            Finalmente, cuando una mujer es capaz de romper con la “tradición”, no hay espacio propio a donde volver. Ellas han roto la costumbre: “[…] somos traidoras polvo escoria renegamos de la tradición de nuestras madres nuestras abuelas las abuelas de nuestras abuelas nos rebelamos contra las costumbres y el silencio eso no se perdona no nos lo van a perdonar […]” (Volpi 133). Este último discurso de Rosita a la mujer policía sólo deja más interrogantes en ese lenguaje, en esa gramática del objeto, de la cosificación, de la animalización que ha quedado dentro, enterrado, en la mujer. Son animales, ¿hacia dónde correr? No obstante, cualquier lugar es mejor que un campo de fresas por siempre.

 

Bibliografía:

Chevalier, Jean y Alain Gheerbrant. Diccionario de los símbolos. Barcelona: Herder, 1986.

Kohut, Karl. “Política, violencia y literatura”, Anuario de Estudios Americanos, t. ILX, 1, 2002.

Moliner, María. Diccionario de uso del español. Madrid: Gredos, 2007.

Segato, Rita. La guerra contra las mujeres. Madrid: Traficantes de sueños, 2016.

Volpi, Jorge. Las elegidas. México: Alfaguara, 2015.

Acerca de la autora

Angélica Maciel (1979) es licenciada en letras hispánicas y maestra en estudios de literatura mexicana por la Universidad de Guadalajara. Actualmente estudia el doctorado en ciencias sociales en El Colegio de Michoacán. Es autora del libro El objeto terrible y el signo develado. “Zapatos para toda la vida”, de Guadalupe Dueñas (e-book, 2011), así como de diversos artículos bajo la línea de investigación de la semiótica literaria, como “La animación de los objetos. El juguete como ente de lo macabro en ‘La sorpresa’ de Guadalupe Dueñas” (Guadalupe Dueñas. Después del silencio, 2010) y “La construcción de los personajes en Castillos que se incendian, de José Luis Zárate. Hacia una semiosis de los actores complejos en la minificción” (La estética de lo mínimo. Ensayos sobre microrrelatos mexicanos, 2013). Al lado de la doctora y escritora Cecilia Eudave coordinó el libro La vuelta al signo. Análisis discursivos y semióticos actuales de la literatura mexicana (2012).

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Notas al pie:

  1. Las citas textuales pertenecen a la edición de Jorge Volpi, Las elegidas, México, Alfaguara, 2015.
  2. Simbólicamente, para Chevalier y Gheerbrant, el nombre nos reconoce, como el rostro, ante el mundo. En este caso el nombre masculino “se esconde”, “se oculta”, atraviesa el umbral donde no debe ser reconocido. La mujer, que siempre tiene un nombre propio, es la herramienta de Jorge Volpi para dar voz a la mujer, y destacarlas más allá del cuerpo: las humaniza. Véase, Chevalier y Gheerbrant, Diccionario de los símbolos.