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Méjico de Antonio Ortuño y la debacle ética de la épica nacional

Ortuño, Antonio. Méjico. México: Océano, 2015.

La historia nacional, o más bien, la narrativa oficialista de la historia nacional, romantizó –y por tanto, desvirtuó– episodios históricos que más tarde se inocularon en el inconsciente mexicano. Ejemplos sobran: durante la independencia, la valerosa pero históricamente improbable intervención del pípila en el asalto a la Alhóndiga de Granaditas contrasta con la derrota del ejército insurgente; durante la intervención norteamericana, la historia del cadete Juan Escutia, quien supuestamente se lanzara desde lo alto de una torre del castillo de Chapultepec para resguardar la bandera nacional de las manos enemigas, parece nimia si la comparamos con el resultado final: la ocupación estadounidense de la capital. De la mano de un ideario político que ensalzaba aislados y cuestionables actos de heroísmo, pero que dejaba de lado el análisis objetivo y científico –y por tanto, la verdad–, el estado mexicano construyó sus mitos fundacionales, aquellos que darían cohesión a su historia y explicarían su presente.

Las narrativas en torno al exilio español en México después de la derrota republicana padecieron, en cierta media, de esta tendencia. Las contribuciones y el legado, tangible hasta nuestros días, de las grandes personalidades de la ciencia, la política y las humanidades que arribaron a nuestro país provenientes de la península ibérica, dejaron de lado las historias de a pie de los que, derrotados, hambrientos y humillados, buscaron refugio en México. La que imperó, fue una narrativa que definió al exilio por el prestigio de los artistas, intelectuales, catedráticos y profesionistas que se encontraban entre sus huestes.

Con su novela Méjico, Antonio Ortuño (1976) se propone, si bien no desmitificar o arremeter contra una versión de la “historia”, sí ofrecer un testimonio ficcional de aspectos no explorados sobre este exilio. Como el mismo Ortuño lo ha dicho: No todos los refugiados españoles eran José Gaos. Ni todos los mexicanos Lázaro Cárdenas, deberíamos agregar. Poco sabemos sobre el proceso de adaptación, integración o rechazo que sufrió esta comunidad, de las tragedias y fracasos personales y los tropiezos que sufrieron para llegar a México, especialmente los que no pertenecían a las clases pudientes o no contaban con los recursos suficientes para sortear el exilio con dignidad. La historia, en contraste con ciertas narrativas, no suele ser tersa ni exenta de veleidades.

Méjico cuenta dos historias que se traman e intercalan a través de 27 capítulos que narran las historias, aisladas y al mismo tiempo paralelas, de dos hombres a los que los une la tragedia y un lazo de consanguineidad: Omar, mexicano; y Yago, su abuelo español. La novela abarca casi 100 años de una genealogía familiar que inicia en 1922 en el salón París de Madrid y termina en Toledo en 2014. Se trata, pues, de la historia familiar de dos exilios paralelos que suceden a una distancia temporal de 56 años de diferencia.

Durante 1994, a causa de una aparente venganza pasional en la que circunstancialmente se ve involucrado, Omar intenta huir de México hacia España. Por su parte, Yago, durante 1938, en los trepidantes albores de la derrota republicana en España, emprende, junto con su familia el exilio hacia México.

Aunque hay elementos que podrían situar a Méjico dentro de la categoría de novela histórica, bien podríamos encontrar otros que la ubiquen dentro de la novela negra. Para los parámetros de la contemporaneidad, su clasificación genérica se antoja una tarea fútil: bástenos describirla, como lo han hecho algunos comentadores de las traducciones al alemán y francés de la novela, como un thriller con elementos históricos.

Portada de la edición francesa de Méjico
Portada de la edición alemana de Méjico

Omar, como suelen serlo los protagonistas de Ortuño, es un marginal, un apestado, un veinteañero huérfano sin oficio ni beneficio que se gana el desprecio social después de que Richie, su mentalmente desequilibrado amigo de juerga, muere de una sobredosis en el mismo departamento en que Omar yace inconsciente, “entregado a ensueños químicos”. En este enclenque y desolado estado, Omar encuentra consuelo en los brazos de Catalina, la tía mayor, una mujer que “tenía la piel tostada, pesados los senos y una cadera que entallaba en pantalones y faldas benefactoras”. Ambos entablaban una relación sentimental que se verá abruptamente interrumpida por la entrada en escena del Mariachito, sórdido sindicalista ferrocarrilero y brutal personaje que dispara la acción.

Es 1994, mientras Omar retoza con la tía, el Mariachito irrumpe de súbito en la casa de Catalina. La tía corre a interceptar al intruso mientras Omar, desnudo, trata de huir y termina enroscado cobardemente bajo la cama hasta que un silencio sepulcral, antecedido del ruido de las detonaciones de un arma de fuego, lo obliga a salir de su escondite. Al salir, encuentra los cuerpos inertes de la tía-amante y del miserable y corrupto sindicalista: en el forcejeo, ambos han perdido la vida.

Este primer acontecimiento marcará y definirá para siempre la vida de Omar, pues lo enfrenta a la que parece ser una cualidad heredada del abuelo: una cobardía que, a fuerza de palos, devendrá ira.

Desde las primeras páginas, Omar es juzgado por un narrador omnisciente en tercera persona como un jovencito párvulo, débil, temeroso, pero sobretodo, pusilánime. Ortuño, a través de ese narrador mordaz, virulento y juicioso que no titubea al juzgar a sus personajes, comienza a trazar las coordenadas estéticas y morales de su propuesta literaria: la ética, o mejor dicho, la absoluta carencia de ella, de la víctima colateral. Omar no es el antihéroe, porque hasta los antihéroes se rigen por determinados sistemas de valores o parámetros axiológicos más o menos identificables. Omar es la víctima accidental de una debacle moral donde sindicatos, sociedad, policía e instituciones son sólo la simulación de civilidad sobre un pantanal humano que se rige por la ley del talión y el instinto de supervivencia. La angustia de los personajes de Ortuño no radica en la decisión moral (intentar salvar o no a la tía-amante, imponerse o no al corrupto y cruel líder sindicalista), sino en la absoluta imposibilidad de decisiones morales.

Anadeli Bencomo, en un intento por trazar características genéricas que sirvan para cartografiar la novela corta mexicana contemporánea, retoma del crítico italiano Franco Moretti su revisión del concepto de retórica y afirma que el objetivo persuasivo del discurso retórico no es el de establecer una verdad intersubjetiva sino defender un sistema particular de valores:

El panorama que recorre Moretti al abordar distintas obras de la épica moderna termina por concluir que la retórica inherente al paradigma épico se muestra como recurso fallido en estas obras monumentales cuyo impulso totalizador no logra trascender las aporías y la fragmentación de la modernidad occidental. Son precisamente estas aporías y la fragmentación de la modernidad las que atentarían en contra de la afirmación del héroe épico y de su mundo entendido como una totalidad de sentido. (17)

No se trata aquí de categorizar Méjico de Antonio Ortuño como una novela corta o, en su defecto, como una novela “grande” o “total” (Bencomo, de hecho, sí cataloga una obra anterior de Ortuño, Recursos Humanos, como perteneciente a la categoría que ella denomina “novela corta de subjetividades anómalas”). De lo que se trata es de señalar que esa fragmentación de sentido de la modernidad occidental, tal como lo interpreta Bencomo, hizo que el modelo de héroe épico fuera incompatible con la novela mexicana contemporánea.

Antonio Ortuño. Foto: Álvaro Moreno.

Pero, ¿qué es o cómo debemos interpretar esta abstracción, la de “fragmentación del sentido”, cuando nos proponemos el análisis de una obra concreta? Atisbamos una posible interpretación para el caso de la narrativa de Ortuño: el desmoronamiento de las coordenadas político-sociales y estético-culturales de un determinado cronotopo. Tengamos en mente que la descomposición social y moral en México, al menos el de los últimos 18 años (que son en los que escribe y publica Ortuño), sobrepasa cualquier tipo de fragmentariedad del sentido. ¿Es posible reducir el horror social de los últimos 18 años de la contemporaneidad mexicana bajo una categoría como “fragmentariedad del sentido”? Si es posible hablar en estos términos, tendríamos que afirmar algo más, muchísimo más radical, que la fragmentariedad. Quizá, la pulverización total. Recurrimos de nuevo a Bencomo:

[…] si la novela entendida como épica se expresa bajo el modelo de una epopeya nacional, o del relato urbano de la hibridez y el sincretismo modernos, o como narrativa histórica capaz de reunir épocas y personajes variados en una misma trama, la novela corta patética puede leerse como el relato recurrente de las historias fallidas de ciertas subjetividades anómalas de la modernidad. (26)

No hay en la obra de Ortuño, por supuesto, un modelo de epopeya nacional, ni un deseo de sincretismo entre épocas con pretenciones de novela histórica. No lo hay porque en Ortuño no sólo no opera el modelo de héroe épico, sino tampoco el anti-héroe patético o anómalo de Bencomo. El héroe y el anti-héroe son sujetos capaces de decisiones morales y acciones producto de un descernimiento ético. En Méjico –en México también– y en la narrativa de Ortuño esto no es posible, y no porque sus personajes sean amorales, sino porque viven inmersos en un estado de cosas tan aterrador, brutal y desolador que sus acciones están motivadas por el puro instinto de supervivencia. Y lo que se hace por sobrevivir, como comer, beber, dormir, apuñalar a otro para salvarse, guarecerse cobardemente como gusano debajo de la cama mientras destrozan a la tía-amante, o huir despavorido sin el más mínimo ápice de honor con tal de seguir existiendo, no es una decisión moral, sino la más básica expresión de animalidad y supervivencia.

Omar emprende la huida no sin antes percatarse que el Concho, lacayo, guardaespaldas y mano derecha del Mariachito, ha descubierto los cuerpos y lo ha visto, a lo lejos, huir de la escena del crimen. El Concho, gracias a la pericia narrativa de Ortuño y a su capacidad de tramar historias y perfilar personajes con distintos matices, se convierte en el sórdido perseguidor de Omar pero escapa de la figura prototípica del “malvado” a secas. En subsecuentes capítulos, la novela mostrará una compleja y siempre estimulante concatenación de eventos que nos llevará a conocer la historia del Concho: ese patiño de sangre fría que hace el trabajo sucio del político-sindicalista. Pongámoslo en términos mediáticos: se trata del gatillero, del brazo armado del poder.

A Ortuño, y esto lo ha declarado en varias ocasiones, le interesa la tensión narrativa. Le interesa un tipo de novela en donde el lector se pregunte qué es lo que va a pasar después, un tipo de novela que cuenta, que describe, en la que suceden cosas, en las que los personajes tienen motivaciones y objetivos cifrados no en soliloquios morales y estéticos, sino en sus acciones y circunstancias. Ortuño lleva al límite esa máxima tan común y usual en los talleres literarios norteamericanos: “show me, don’t tell me”. El autor de Méjico lleva hasta sus últimas consecuencias esa máxima que Henry James enunciaba en su arte de la novela: “La única obligación que de antemano le podemos exigir a la novela sin ser acusados de arbitrariedad es que sea interesante”.

Si James lo único que no le permite a la novela es que deje de ser interesante, vale la pena preguntarnos dónde radica el interés. Aventuramos una hipótesis: más allá́ del empleo de buenas técnicas narrativas o la coherencia interna de la obra, me parece que el interés, tal como lo sugiere James, está en la capacidad de la novela de decir algo relevante y franco sobre la vida: “La novela es, en su definición más amplia, una impresión personal sobre la vida, que es mayor o menor dependiendo de la intensidad de dicha impresión”.

La virulencia, la escatología y la acidez de la prosa de Ortuño, a la que se le ha juzgado como monotonal, tiende, en última instancia, a acentuar esa “intensidad de impresión” de la que habla Henry James:

Encendió la luz, alcanzó el retrete y orinó copiosamente antes de cimbrarse y expeler el recubrimiento del tracto digestivo (hebras de carne rosa en mitad del líquido traslúcido de los jugos estomacales) sobre la tapa del mueble y sus pies, pecho y alrededores, arrodillado lo mismo que su némesis, el Concho, el vasallo del Pinche Gordo, quien, a muchas calles de distancia, concluía las plegarias fúnebres y se persignaba con mano firme y deliberación espantosa.

Esta acidez, esta bravuconería, esta delibrada pirotecnia del lenguaje que busca golpear al lector, si bien es el “estilo” característico del autor, es resultado de una intención más profunda: marcar las coordenadas éticas y estéticas de la impresión de mundo que quiere construir Ortuño. Esta prosa sobreadjetivada y cargada de excreciones acentúa esa intensidad que sirve para dibujar una estética cuasi pos-apocalíptica y pos-ética donde las decisiones morales no tiene cabida, en el sentido de que la realidad que trata de mostrar ha perdido todo rastro de civilidad.

Si Kant afirmaba que las decisiones morales debían estar orientadas no hacia la consecución de la felicidad, sino a la defensa de la dignidad, era porque partía del supuesto que había un dejo justicia y civilidad en el mundo. El universo que Ortuño se propone construir (una sátira bi-nacional desde la óptica del México de los últimos 18 años) está, como diría Nietzsche, más allá del bien y del mal. Parece que los personajes de Ortuño, vitalistas en el sentido acotado de supervivencia, siguen también esa otra máxima nietzscheana que reza: no existen hechos morales, sino interpretación moral de los hechos.

En esta sátira, frente a ese reflejo incómodo de lo que somos, sólo existen dos opciones: lamentarnos y reírnos de nuestra desgracia; o negarlo y construirnos un discurso, más o menos articulado, que justifique esa barbarie como mínimas irrupciones, discontinuidades aisladas, daños colaterales de un sistema que, si no es perfecto, es el único posible. En ese sentido, Méjico de Ortuño es coyuntural. Su prosa, su visión de mundo, el universo que recorren sus personajes, incluso sus miradas al pasado y a la historia, son resultado de esa sátira magnificada del México contemporáneo.

Antonio Ortuño. Foto: Álvaro Moreno.

En Méjico hay violencia, personajes patéticos, escenas de guerra, la turbia genealogía de personajes llevados al límite, un éxodo y un exilio, la recuperación de un hecho histórico relevante (la derrota de los republicanos en la guerra civil y su llegada a México), todos ellos elementos comunes y tradicionales en la novelística no sólo nacional, sino mundial. Todos ellos, también, elementos rastreables en los grandes clásicos nacionales. No hay pretensiones de innovación estructural. Es más, Ortuño es quizá el más convencional de los escritores de su generación. No obstante, ha mostrado no sólo su capacidad para tramar una novela pulcra, vertiginosa e interesante, sino un compendio de las obsesiones, vicios, males y tragedias sobre las que, desde la perspectiva de nuestro autor, se ha construido y devenido lo mexicano visto desde el exilio marginal.

Méjico, junto el El Buscador de Cabezas, quizá sean las novelas que colocarán a Ortuño como uno de los autores “indispensables” de su generación. Si este es el caso, el mecanismo operará, como la mayoría de la recepción crítica de su obra, desde la óptica de la representación de la violencia. Sin embargo, creemos, el mayor de los méritos del jalisciense no estriba en este aspecto, sino en la capacidad de retratar, con una mordacidad y agudeza inusual en la literatura mexicana reciente, la decadencia moral de una sociedad a través de la genealogía familiar. Estamos ante una prosa rabiosa, ante una sátira que supo captar, deliberadamente, la debacle de una sociedad donde hasta los más consensuados y ensalzados momentos de su historia –en este caso el benéfico y siempre romantizado exilio español en México– son puestos a revisión.

Textos citados:

Bencomo, Anadeli y Eudave, Cecilia (coords). En breve: la novela corta en México. Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 2014.

Acerca del autor

Oscar Zapata

Es egresado de la Maestría bilingüe en Creación Literaria de la Universidad de Texas en El Paso (UTEP) y de la Licenciatura en Filosofía de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Fue jefe de redacción del periódico El Libertador de Oaxaca, coeditor de la revista Entribu y editor de la Revista Ensayos de la UNAM. Trabajó como Asistente de Investigación de la escritora y académica Margo Glantz, formó parte del cuerpo editorial del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM) y de la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea. Fue acreedor de la Beca Fulbright-García Robles en 2014 y ganador de los premios John & Vida White Fiction Award 2017 y Hector Enriquez Travel Essay Award 2017. Actualmente se desempeña como editor y traductor.

 

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