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¿Y si todo es mentira?: Racimo

Zúñiga, Diego. Racimo. México: Random House: 2015, 242 p.

Diego Zúñiga (Iquique, 1987) es uno de los escritores jóvenes de Chile más reconocidos en la actualidad. Su primera novela, Malasia, ganó el Premio Roberto Bolaño a la creación literaria joven en 2008 pero permanece inédita; la segunda, Camanchaca (2009), obtuvo el premio Juegos Literarios Gabriela Mistral 2009, después dio a conocer Racimo (Premio Mejores Obras Literarias 2013 del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes); además su primera recopilación de relatos, Niños héroes, fue publicada en 2016 y otros de sus cuentos aparecen en varias antologías. En 2017 fue seleccionado por el Hay Festival como uno de los 39 mejores escritores latinoamericanos de ficción menores de 40 años.

En Racimo el autor retoma un hecho real y lo ficcionaliza. Se trata de una notica que conmocionó a Chile entre los años 1998 y 2001. En esa época, en Alto Hospicio, un hombre, Julio Pérez Silva, violó y mató sucesivamente a 14 mujeres (de entre 13 y 45 años) que recogía en la carretera cuando ellas pedían “aventón” para viajar entre las diferentes localidades de la zona, sobre todo para ir a la escuela. Este lugar tiene altos índices de pobreza y no contaba con un servicio de transporte eficiente, por eso las mujeres se veían obligadas a pedir ayuda. Pérez Silva trabajaba como taxista, interceptaba a las menores de edad y ofrecía transportarlas gratis, después las llevaba a algún sitio alejado para violarlas y asesinarlas. Las mujeres permanecían desaparecidas porque arrojaba sus cuerpos en profundos piques mineros abandonados. Zúñiga retoma esta historia y le da otros matices, la novela está narrada en tercera persona y la perspectiva que se privilegia es la de Alejandro Torres Leiva. Estructuralmente está dividida en 5 capítulos de diferente extensión, destacando el cuarto que consta de tan sólo una frase.

El protagonista, Torres Leiva, es un fotógrafo divorciado que vive momentáneamente en Iquique. Por causalidad, se encuentra con Ximena, de 14 años, la única sobreviviente del psicópata de Alto Hospicio: “ven en la carretera a una niña haciendo dedo. Torres Leiva frena y la queda mirando por el espejo retrovisor: la niña avanza hacia el auto, opero antes de llegar cae al suelo […] tiene un corte en la cabeza y el jumper del colegio lleno de tierra. Perdió la conciencia. Entre sus piernas corre un hilo de sangre” (p. 38). Las demás niñas iban desapareciendo sin dejar rastro. Ximena llevaba dos años desaparecida hasta que la encuentran y es llevada al hospital, en donde cae en coma y se complica la búsqueda del culpable.

Diego Zúñiga. Fotografía de Lisbeth Salas.

Es importante destacar el lugar en el que ocurren los hechos, Alto Hospicio es un poblado cercano a la ciudad de Iquique, construido junto a basureros, su población vive en la marginación y debe enfrentar un clima adverso: “no había nada, solo tierra, los cerros, la basura que tiraban los camiones municipales, nada más. Una carretera que cortaba el lugar en dos, más allá algunas fábricas” (p. 116). Está marcado por la pobreza, la precariedad y el abandono, por eso puede explicarse que ahí se cometan delitos de manera impune y los cuerpos de las mujeres sean considerados como desechables. En ese lugar, como se ve en la novela, las niñas crecen solas porque sus padres deben cumplir con jornadas extenuantes de trabajo para poder mantenerse.

García, un colega periodista y Ana, una investigadora, son los personajes que ponen en contexto a Torres, le cuentan cómo se perdían las niñas, además de las condiciones de pobreza en la que vivían:

Salieron de sus casas una mañana rumbo al liceo y no volvieron más. Eran niñas, tenían entre nueve y quince años, todas iban a un mismo liceo-el Pedro Prado- […] Algunas se conocían entre sí. Las unía el liceo y una población en la que nacieron y crecieron, cerca de los cerros, en ese lugar donde solo hay tierra y más allá algunos basurales clandestinos […] Las niñas vieron cómo sus padres trabajaban todo el día en lo que fuera para llegar en la noche, solamente, a dormir. No hablaban con ellos, no había tiempo ni ánimo. Eso lo entendieron desde muy chicas. La infancia se acabó muy rápido pero no alegaron nunca, no correspondía […] Aprendieron, con los años, que si se quedaban dormidas y salían atrasadas de sus casas, entonces podían hacer dedo en la carretera o subirse a alguno de los colectivos piratas que las llevaban por cien pesos. Aprendieron también, más rápido que nadie a desconfiar: de sus compañeros, de sus hermanos, de sus padres, de sus madres, del vecino que las miraba mucho y del hijo del vecino que a veces las invitaba a salir. Por eso nadie entiende nada, por qué un día salieron de sus casas temprano y no volvieron más. Nadie las vio. Nadie sabe nada. (pp. 105-106).

Cabe destacar que el tema de la violencia de género aparece a cuenta gotas, el autor es muy mesurado en la forma en la que va presentando los hechos. Por eso llama la atención la actitud del personaje principal, quien a pesar de que ayuda y se interesa en encontrar al culpable, es abúlico, tibio. Esta tibieza hace, por otro lado, que una novela que bien pudo tener una carga dramática excesiva no llegue a ese nivel. La historia divaga mucho y, por momentos, la novela pierde el hilo narrativo principal que es la investigación sobre las desapariciones para centrarse en aspectos de la vida personal del fotógrafo que no resultan muy interesantes (las relaciones que mantiene con su hijo, con su ex esposa y con Ana), lo que provoca que se pierda la tensión en varios momentos.

El hilo se retoma cuando Ximena despierta del coma, desorientada como es de esperarse en una situación así, recuerda pequeños detalles de su captor, el color del coche (blanco) y el adorno en el espejo ( unos muñecos de un programa infantil) son las claves para que el culpable sea hallado: “Ximena despertó. Ximena les dijo a los médicos que un hombre había intentado matarla cerca de un basural. Que la golpeó con una piedra. Que la tuvo secuestrada durante mucho tiempo hasta que decidió llevarla al desierto y lanzarla a un pique, y que mientras le arrojaba piedras le dijo que él había asesinado a las niñas de Alto Hospicio” (p. 194).

Más que buscar al hombre, buscan el auto, que es localizado en un control de rutina. Ximena reconoce a su captor. Su nombre es Miguel Ángel Paz Solís, tiene 57 años y parece llevar una vida normal pero al cabo de unos días confiesa todo. Narra cómo salía temprano de su casa en su auto, recorría la carretera y veía a las niñas, incluso afirma que subió a algunas antes y les preguntaba cosas para saber horarios y a dónde iban, así pudo planear los crímenes posteriores que comenzaron con Constanza, la primera niña:

El mecanismo lo iba a repetir con cada una de las niñas: recorría temprano La Negra y les ofrecía llevarlas al colegio por cien pesos; ellas se subía sin saber que minutos después él sacaría un cuchillo y les diría que se quedaran tranquilas, que les convenía hacerles caso en todo. Se alejaba de Alto Hospicio varios kilómetros y las llevaba hacia unos basurales clandestinos, primero, donde se estacionaba, las obligaba a bajarse y las violaba. Después las volvía a subir al auto y se desviaba de la carretera por unos caminos de tierra que llevaban a unos piques donde muchos años atrás se extraían minerales. Ahí tiraba a las niñas y luego les lanzaba piedras hasta que quedaban inconscientes y morían (p. 199).

Con Ximena había actuado distinto, no la asesinó de inmediato, sino que la llevó a unas casas abandonadas en el desierto, quiso “probar algo nuevo”, mantenerla secuestrada por un tiempo. Dejó de buscar a otros niñas, se enfocó en ella nada más: “le daba un poco de comida y la violaba durante la mañana […] en la tarde volvía y la violaba, nuevamente, hasta que anochecía (p. 199). Cuando el tiempo pasó él se cansó de ella pero no sabía qué hacer, Ximena seguía resistiendo, pidiendo que la liberara, prometió que no contaría nada. Un día se la llevó para matarla, con el mismo móvil de lanzarle piedras pero falló, la dejó inconsciente y ella pudo llegar así a la carretera a encontrarse con Torres.

Como puede verse, en Racimo la violencia se ficcionaliza de manera contenida, el narrador no escatima en los detalles violentos pero lo hace de manera poco dramática, como esperando que el lector sea el que reaccione, él no toma una posición al respecto, sólo enuncia. Asimismo, la novela pone de manifiesto la indiferencia frente a los casos de desapariciones de las niñas. Las autoridades no sólo no las buscan como deberían, sino que inventan historias sobre ellas, dan por hecho que se fueron por voluntad propia, huyendo de la pobreza, de sus padres o con un novio. Incluso sus historias personales eran aprovechadas por la policía para justificar sus desapariciones, decían que las niñas venían de familias disfuncionales, que por eso se iban de manera voluntaria y no valía la pena buscarlas porque no había delito que perseguir. La prisa por cerrar los casos los lleva a culpabilizar a las niñas. Esta actitud es grave porque se pierde tiempo muy valioso para encontrarlas, además de que queda claro que no se les reconoce como víctimas. El asesino demuestra la facilidad con la que puede cometer sus delitos en un lugar que parece desolado y estar abandonado por la policía, una y otra vez comete el mismo acto sin que nadie sospeche de él. Como si estas mujeres de clase baja no valieran, como si pudiera disponer de sus cuerpos a su antojo.

¿Qué podría significar el título? Racimo se refiere a un tipo de bombas llamadas “de racimo” que se desprenden poco a poco de su cápsula proyectil. En la zona en la que se lleva a cabo la novela hay fábricas de este tipo de bombas —un científico chileno fue su inventor en 1970— que eran enviadas a Irak y otros países en guerra. Los padres de las niñas son los obreros que trabajan haciendo estas armas que son devastadoras pero no de una sola emisión sino que libera varias pequeñas bombas al explotar. Esto puede ser una metáfora de la historia misma de la novela que en conjunto es desgarradora pero ese desgarramiento con toda su violencia se presenta, como ya se ha dicho, a cuenta gotas.

Por último, destaca el ambiente de la novela, que resulta extraño para el lector. Por ejemplo, Torres Leiva es interrogado por unos carabineros que le preguntan sobre las circunstancias en que encontró a la niña, e incluso se podría decir que lo secuestran para abandonarlo, luego de quitarle su cámara fotográfica, en un lugar apartado. También le roban la mochila que le pertenecía a la niña y que él estaba resguardando. Nunca se aclara quién cometió el robo o si los carabineros eran en verdad carabineros o tenían relación con los crímenes. Además por varios días lo siguen unas camionetas sin que haya ningún acercamiento. Nada en la novela queda claro, la incertidumbre es la característica principal, no hay certezas ni verdades absolutas. Por eso el mismo Torres se pregunta en algún momento “¿Y si todo es mentira?” O el capítulo cuatro, que es solo la frase de Camila, el personaje que desestabiliza todo con cuatro palabras (Todo eso es mentira, dijo ella”) que insinúa que la solución del caso no fue la correcta (p. 220).

A pesar de algunos tropiezos en la narración, la novela acierta en abordar uno de los temas más espinosos de la realidad latinoamericana: la violencia de género, física o psicológica, que se ejerce contra las mujeres por esa condición. En Racimo se observan violaciones, abusos sexuales, prostitución forzada, amenazas, golpes y secuestro. Resulta fundamental que este grave problema sea visibilizado de manera más evidente y puntual a través de las artes.

Acerca del autor

Brenda Morales Muñoz

Licenciada, maestra y doctora en Estudios Latinoamericanos (área de literatura) por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Realizó…

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