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Monsiváis: la autobiografía como proyecto de nación

A pesar de la gran atención crítica que ha tenido en los últimos años, la obra de Carlos Monsiváis posee múltiples zonas que aún no han sido exploradas. Una de éstas se halla constituida por sus textos de carácter autobiográfico. Se trata de textos poco conocidos, en parte porque fueron una sola vez editados, y también porque el propio autor les otorgó un lugar marginal respecto al resto de su obra sobre todo cronística y ensayística. En varias ocasiones, a lo largo de su carrera, Monsiváis practicó la escritura autobiográfica, aunque nunca del modo en que lo hizo a mediados de los años sesenta, cuando publicó un libro titulado sencillamente con su nombre, Carlos Monsiváis, dentro de la colección “Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos”. Como se intuye, la obra forma parte de una serie de textos con un perfil similar, los cuales se derivaron de un ciclo de conferencias que en 1965 organizó Antonio Acevedo siendo jefe del Departamento de Literatura del INBA. Algunos de los textos que se presentaron en ese ciclo titulado “Los narradores ante el público”, después fueron editados a modo de autobiografías precoces, gracias al interés de Rafael Giménez Siles (dueño del sello Empresas Editoriales, S. A.) y bajo la tutela de Emmanuel Carballo.

La autobiografía de Monsiváis, escrita a los 28 años, me parece significativa no sólo por ser la primera obra propia publicada por quien se volvería una figura central del campo cultural mexicano (el mismo año publica su antología de La poesía mexicana del Siglo XX), sino porque ese contexto de publicación generó la producción y recepción del género autobiográfico en términos heterodoxos. Se sabe que las autobiografías suelen escribirse cuando alguien ha adquirido ya un reconocimiento público importante o ha alcanzado un grado de consagración, es decir, hacia el final de sus días. En este caso, lo autobiográfico cumplió otra función, justo contraria. La colección de autobiografías precoces que aparecieron esos años puede ser leída como una plataforma de visibilización para varios escritores que en ese momento todavía no contaban con un reconocimiento público y que apenas daban las primeras señales de su trabajo literario (Salvador Elizondo, Sergio Pitol, Juan Gacía Ponce, Juan Vicente Melo, Gustavo Sainz, José Agustín…).

El interés de trabajar de manera heterodoxa lo autobiográfico llevó a Monsiváis a transgredir otros supuestos del género, uno de los cuales tiene que ver con el principio de veracidad que durante mucho tiempo se supuso como constitutivo de este tipo de escritura. Ya desde la dedicatoria del libro anuncia eso: “A mi madre, por disponerse a negar con fundamento, cualquier posible veracidad de estas páginas” (11). El cuestionamiento del carácter no ficticio del texto, aparece de modo similar en el segundo apartado del libro, titulado “Viaje al corazón de Monsiváis”. El recuento que se presenta después del subtítulo dice así: “En donde el protagonista devela su intimidad, inventa a medias su infancia porque ésta fue, en verdad, poco memorable, y ennoblece sin mala fe su pasado cultural” (16). Como puede observarse, Monsiváis, a través de ciertas estrategias de la metaficción, genera en el lector la conciencia sobre el artificio de la propia escritura, remarcando el estatuto ficcional de toda escritura pretendidamente referencial. En el mismo apartado Monsiváis delinea un retrato de su infancia a partir de una autoentrevista ficticia, lo que rompe el presupuesto de veracidad del género y al mismo tiempo cuestiona la noción de una identidad unívoca. Al contestarse cómo fue su “Iniciación en la Cultura”, responde afirmando que ya en la primaria había accedido a Homero y a Virgilio, había agotado a Jane Austen, leído novelas fundamentales de la narrativa latinoamericana, así como a todos los clásicos protestantes. En seguida, la voz entrevistadora le pregunta “¿Seguro no se está usted adornando?” La respuesta aparece enseguida: “Ya que no tuve niñez, déjeme tener currículum” (16). Como se ve, lo que proponen actualmente formas de escritura como la llamada autoficción (poner en duda que la escritura autobiográfica nos lleva al conocimiento del yo, del pasado y de lo real), Monsiváis lo practicaba ya en 1966.

Foto: Humberto Zendejas.

Hay otros sentidos en que Monsiváis apuesta por una autobiografía atípica. Aquí, el recuento de la vida va de la mano del registro de los hechos que rodean al protagonista. O por decirlo de otro modo, la autobiografía se hermana con la crónica, puesto que la mirada no está centrada sólo en el yo, sino que observa y registra el entorno por momentos de manera más enfática que al propio sujeto. En ese sentido, el libro también puede ser leído como un fresco de los cambios socioculturales que se vivieron en los años sesenta, desde la perspectiva de un izquierdista mexicano que muestra una conciencia extrema sobre el lugar individual que él mismo ocupa, dentro de una raigambre social en proceso de transformación.

Si las fronteras del género están rebasadas, también lo está otro rasgo muy común en las autobiografías clásicas. Éstas suelen escribirse con un sentido apologético. Monsiváis, por el contrario, a lo largo de estas páginas denosta, una y otra vez, su personalidad y sus comportamientos. Al recordar su adolescencia, el narrador afirma:

me niego a reconocerme en aquel torpe adolescente pelado a la brush, quien, como habría de ser su costumbre, queriendo estar a la moda sólo sabía vestir pavorosamente y cuyo mal gusto llegaba al refinamiento de los calcetines fosforescentes y las chamarras con escudos gigantescos de la Universidad […] Mi cinismo actual abarcaría en su sonrisa condescendiente a ese sujeto sin sentido del humor, cuya mayor frustración es su incapacidad de convencer a nadie de que vote por algo y cuya mayor pasión son las neverías. Definitivamente, dijo el Destino: los he visto mejores. (26)
Monsiváis hippie.

Lo que observamos aquí es una autofiguración negativa. Gracias a ella, imaginamos a Monsiváis como un sujeto caracterizado por el resentimiento (15), la fealdad (28) y la cursilería. Aparece como ratón de biblioteca sin cualidades físicas (16), que posee mal gusto, cuyas primeras lecturas constituyen, según él, “un catálogo de lo out” (27), y con tal cantidad de fallas o desperfectos que resulta un personaje que no quisiésemos como amigo:

Hijo único, “fruto del divorcio”, creyente devoto de Edipo […], invadido por una madre premiosa y absorbente, negado para toda manifestación deportiva que implique el movimiento, solitario, fantasioso, pronto descubrí el gozo de la autocompasión y me desplacé, de las ingenuas visiones del llanto y el arrepentimiento que mi muerte prematura provocaba, a sueños más complicados: por ejemplo, el instante en que Bob Hope anuncia mi nombre y me levanto para aceptar el Oscar, Tito Guízar me obliga a rehusarlo porque mi smoking denigra a México […] Si he de hacer caso a mis detractores, soy un “matado”, el estudioso triste que nunca falta en las mejores familias. Y mi carrera de atleta en el relevo de 4×400, se interrumpe cuando entrego la estafeta al miembro del equipo rival […] Aquel infausto día en que el instructor de la Guay me confesó que yo jamás podría nadar como Alberto Isaac, se decidió mi destino. De allí en adelante sería pedante y libresco. (16-17)
Foto: El Universal.

Cuando nos narra el comienzo de su participación política, el autoescarnio vuelve a aparecer, mostrándose como cobarde, débil y hasta traicionero: se resiste a ir a volantear argumentando un uso más conveniente para los intelectuales (43) y se siente “afortunado”, cuando un porro lo despoja de la propaganda y le permite “marchar despavorido” (44). En una asamblea busca evitar que se apruebe un mitin por miedo a la represión y su papel en un acto político deja mucho que desear:

En 1961, alentado por la actitud de José Revueltas […] me animé a incorporarme a una huelga de hambre en apoyo de otra llevada a cabo en Lecumberri por los presos políticos […] Se escogió la Academia de San Carlos como el lugar para la demostración y durante famélicas 62 horas permanecimos al amparo de cobijas, agua electropura, demostraciones de afecto, escaso público, sándwiches arrojados por los provocadores y pancartas de adhesión. Por mi parte fui débil: acepté un chocolate de manos de las Hermanitas Galindo. (46)
Foto: Pedro Meyer.

A pesar de ello, el lector siente una complicidad creciente con el protagonista, no porque resulte inferior y merezca compasión, sino porque a lo largo del volumen se van resignificando los valores asociados al sujeto. Gracias en parte a la clave cómica del texto, lo que en principio aparecía como rasgo negativo, poco a poco adquiere una dignidad envidiable, y lo que era censurable, aparece como actitud encomiable: “Me apasionan mis defectos: el exhibicionismo, la arbitrariedad, la incertidumbre, el snobismo, la condición azarosa. No sé si pueda llevar a cabo una obra siquiera regular, pero no sirvo para las finanzas o la política” (62). Poco a poco lo percibimos: el libro narra la historia de vida de un sujeto de muchos modos excluido y en cuyas acciones observamos formas de resistir a las violencias institucionales que operan en su sociedad, con lo cual logra una fuerte crítica social que lo mismo expone formas del autoritarismo que desmantela estereotipos de la masculinidad.

La forma del texto va de la mano con estas intenciones: al autoescarnio lo acompañan otras estrategias que ponen en duda también la autoridad discursiva del narrador. No sólo el protagonista afirma reiteradamente su incapacidad de discernimiento, sino que muchas veces desplaza la enunciación a otros sujetos, a través del estilo libre indirecto. Lo que después se volverá un recurso fundamental de sus crónicas, acá aparece ya remarcando el sentido público de un género que suele pensarse como espacio para lo privado. Al narrar desde la “interioridad ajena”, Monsiváis descentra al yo autobiográfico hacia una colectividad con la cual sea posible dialogar. Su interés es construir un sentido de comunidad para romper la imagen tradicional del escritor como el gran ego que, desde el genio, la soledad y el pedestal, emite sus juicios sobre el mundo. El texto pareciera decirnos una y otra vez, que el yo se construye socialmente, y que la subjetividad no es sino la presencia de la sociedad al interior del individuo.

Además del autoescarnio y el estilo libre indirecto, otros recursos dialógicos se dan cita en esta obra para desmantelar cualquier perspectiva unívoca construida desde la voz autobiográfica. La multiplicación de referentes (literarios, cinematográficos, musicales) afirma el carácter de obra abierta del texto. El narrador, en tanto lector voraz, cinéfilo y melómano, ofrece autoridades alternativas a la que él mismo constituye y le otorga un papel activo al lector cuando lo invita a descubrir muchas otras referencias ocultas a través de citas reformuladas o juegos de palabras. Si la obra se construye con intertextos múltiples, es para contrarrestar (o reducir) la relación jerárquica que suele existir entre autor y lector, sobre todo en un género que suele ser narrado en primera persona.

Foto de la credencial de Carlos Monsiváis.

Vemos así cómo la diversidad opera como valor a lo largo del texto y se vuelve evidente ahí parte del programa político y estético de Monsiváis. A diferencia del estereotipo intelectual encarnado por Octavio Paz o Carlos Fuentes, Monsiváis decide hablar desde un lugar que pone en duda su propio espacio de enunciación, abandonando el privilegio de quien no duda. Para hacerlo, se inscribe en la masa y se concibe como sujeto trastocado por ella:

Mi cuarto me expresa fielmente. Es una simple acumulación de libros y objetos, un teléfono invariablemente ocupado, un cuadro de Pedro Coronel, una colección de dibujos de Cuevas, un collage de Vicente Rojo, posters de Alfred Neuman, los Beatles y The Dynamic Duo […], un cartel enorme donde se ve una niña vietnamita quemada por el napalm y que dice: “Why are we burning, torturing, killing the people of Vietnam? To prevent free elections”. También un gato, Pío Nonoalco, déspota indudable, […] y un escritorio, conmovido bajo una montaña de papeles que yo, categóricamente me niego a remover o examinar. En la pequeña sala, más libros y dos tocadiscos y, esparcidos profusamente entre los muebles, bajo los sofás, todos mis long y standard plays. Requiero del ruido sin cesar y desde siempre estar al día en pop-music, aunque nunca falta Raúl Cosío que viene y me informa de mi enorme atraso en relación al Hot Ten. En este instante escucho Strangers in the Night y me dispongo a oír Color me Barbra y la vida musical de Agustín Lara. ¿No es esto eclecticismo? (57)

Foto: María García.

Al incorporar en su autorretrato referencias excéntricas a las que dominan el campo cultural mexicano del momento, Monsiváis rompe la tradicional frontera entre lo erudito y lo popular, entre alta cultura y cultura de masas, así como las fronteras de lo nacional. La autofiguración adquiere así la forma de un híbrido: “Si debo aparecer sincero, y aunque acepté esta suerte de autobiografía con el mezquino fin de hacerme ver como una mezcla de Albert Camus y Ringo Starr, sólo puedo interpretar mi actitud contra el nacionalismo cultural como un angustioso strip-tease o epojé o método exhibicionista para deshacerme de los prejuicios heredados” (56).

Frente a una sociedad que percibe como intolerante y cerrada, Monsiváis propone como alternativa la diversidad de referencias culturales, la ruptura de jerarquías sociales y el diálogo con el lector. De igual modo, reivindica lo soterrado, despreciado o minimizado para remarcar el grado de prácticas excluyentes que rigen lo nacional. Esto es algo que se ha dicho mucho y que puede resumirse en su estrategia de situar lo marginal en el centro. Uno de los aportes de Monsiváis a la literatura mexicana fue incorporar personajes y fenómenos de la cultura popular dándoles un cariz legítimo y descargándolos del sentido negativo que la tradición precedente les otorgaba, ya fuese en términos de ignorancia, barbarie o mal gusto. Al prestarle atención a lo popular, articulándolo como principio activo, Monsiváis le otorgó una legitimidad que antes no poseía en tanto espacio de la diversidad y por su capacidad para subvertir el orden y oponerse a la uniformidad social. De ahí, la atención que Monsiváis pone, al escribir sobre sí mismo, al melodrama, a lo kitsch, y a otras formas del sentimiento popular.

Foto: Pedro Meyer.

En su autobiografía, tal marginalidad está encarnada por él mismo: “Para mí, la política oposicionista se convirtió en obsesión, sentido vital, perspectiva única […] La idea de vivir defendiendo posiciones abiertamente minoritarias me complacía” (42). De igual modo, cuando narra su formación religiosa, se autofigura como un excéntrico, como alguien que se encuentra situado afuera del centro de una moral dominante en todo sentido (el sexual, el político, el literario).

Mi verdadero lugar de formación fue la Escuela Dominical. Allí en el contacto semanal con quienes aceptaban y compartían mis creencias, me dispuse a resistir el escarnio de una primaria oficial donde los niños católicos denostaban a la evidente minoría protestante, siempre representada por mí […] Mi primera imagen formal del catolicismo fue una turba dirigida por un cura que arrastra a cabeza de silla a un pastor protestante. Me correspondió nacer del lado de las minorías y muy temprano conocí el rencor y el resentimiento y justifiqué por vez primera el oportunismo en la figura de Enrique IV […] porque toda posibilidad de venganza, así fuese la anacrónica de recordar a un príncipe hereje que gobernó Francia, me sacudía de placer. (14-15)

Monsiváis apuesta por el humor y la ironía como fundamentos de su horizonte ético y como mecanismos centrales de su escritura. El humor, se sabe, es un método de defensa, pero también una estrategia para lidiar con el poder. Durante su juventud, Monsiváis, al referirse a los políticos y jerarcas religiosos, le confesaba a Sergio Pitol lo que más adelante consistiría en su ejercicio paródico:

Es necesario que todo el mundo aprenda a reírse de esos monigotes ridículos y siniestros que se dirigen a la nación como si por su boca se expresara la historia […] Cuando la gente los conciba como las ratas que son […], cuando detecte que son objeto de risa y no de respeto ni temor, algo podrá comenzar a transformarse; para eso es necesario hacerles perder base; están preparados para responder al insulto, aun al más violento, pero no al humor. (47-48)
Foto: María García.

Desde entonces, Monsiváis no dejó de hacer sátira de los comportamientos de quienes representaban algún tipo de institución, verdad establecida o dogma. Su columna Por mi madre, bohemios, publicada en distintos diarios por más de cuatro décadas, expresó con claridad esa postura: el continuo poner en duda y en ridículo las palabras del poder le proveían al lector espacios de defensa y permisividad, apuntando a una cultura crítica y a una autonomía reflexiva. En ese sentido, sus ironías constituían modos del desquite, espacios de redención. Se trata de un humor vindicativo. Como ha dicho Jean Franco, “La visión de Monsiváis es esencialmente irónica dado que la situación mexicana sólo puede ser expresada por un tropo que hace patente un sentido doble. La modernidad tan deseada es acompañada por una creciente deshumanización contra la cual la gente busca alivio o recompensa” (199).

En la conciencia de Monsiváis, la ironía juega una suerte de venganza simbólica frente a todo ejercicio de poder; permite por una parte poner en duda la autoridad, bajarla del pedestal y la condición sacra, para deslegitimarla. Por otra parte, al postular una visión crítica de la realidad, propone otro orden posible, acaso delirante, pero que permite imaginar futuros distintos y más gozosos. En su misma autobiografía, describe el imaginario que estará presente en muchos de sus textos posteriores, en donde la capacidad ácida del humor, permite deshacer la validez de los convencionalismos:

Dos son las fuentes secretas de mis sueños: una, la posibilidad de cumplir algún día mis más caras ilusiones: primero, dirigir una película donde se realice, al cabo de 30 años de tenebrosa ausencia, el encuentro de la madre con el hijo; la madre extiende los brazos amorosa y el hijo extrae un pastel que a continuación le asesta en el rostro; segundo, participar en un respetuoso presidium en un acto conmemorativo de algún inmortal centenario. Estar sentado junto al orador y en el momento que éste se levante para pronunciar el discurso oficial, colocarle una tachuela […] La otra fuente de mis sueños es la perspectiva de vivir de modo absoluto en comedia musical, bailar tap en pleno Zócalo… (53-54)
Foto: Pedro Meyer.

Por último, quiero afirmar la necesidad de una reedición de su autobiografía, pues se trata de una obra que va más allá de una coyuntura específica. Además del valor estético del texto, la autobiografía de Monsiváis muestra el tipo de intelectual que era, podemos rastrear ahí la idea de literatura que desarrollaría más adelante y sobre todo, el proyecto de nación que detentó.

Cuando Monsiváis se presenta como ejemplo de una minoría en un país autoritario, intolerante y oficialista, muestra en su propio retrato las posibilidades del cambio social. De ahí que su propia toma de conciencia y su devenir ideológico se configuren retrato colectivo: frente al elitismo cultural remite a la revaloración del gusto por lo popular; contra la hegemonía de los discursos monolíticos apunta al diálogo plural y crítico; para desacreditar la demagogia, utiliza el humor ácido y satírico; contra el discurso de la unidad nacional, detenta la diversidad sexual y la disidencia política. En suma, Monsiváis utiliza lo autobiográfico para exponer su idea de modernización cultural. La autobiografía se vuelve en sus manos proyecto de nación… un proyecto basado en el laicismo, la diversidad cultural y la democracia deliberativa.

Textos referidos

Franco, Jean. “Residuales y emergentes: Carlos Monsiváis y Raymond Williams”, en Moraña y Sánchez Prado 193-203.

Monsiváis, Carlos. Carlos Monsiváis [Autobiografía]. Prólogo de Emmanuel Carballo. México: Empresas Editoriales (Serie: Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos), 1966.

Pitol, Sergio. “Con Monsiváis, el joven”, en El arte de la fuga. México: Era, 1996, 30-51.

Acerca del autor

Jezreel Salazar

Licenciado en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Maestro en Sociología Política por el Instituto Mora. Doctor en Letras por la UNAM. Es profesor de literatura en la Universidad…

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