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Facsímil de Alejandro Zambra: juego y profanación

  1. Primera persona
  1. Crees que la única solución es quedarse callado.
  2. Nunca dices yo.
  3. Gracias a varias botellas de vino aprendes a decir yo.
  4. Nunca dices nosotros.
  5. Gracias a una botella de pisco aprendes a decir nosotros.
  6. Estás rehabilitado.
  1. A) 1 – 2 – 3 – 4 – 5 – 6
  2. B) 1 – 2 – 3 – 4 – 5 – 6
  3. C) 2 – 4 – 1 – 3 – 5 – 6
  4. D) 4 – 5 – 6 – 2 – 3 – 1
  5. E) 2 – 3 – 6 – 4 – 5 – 1

Hace unos días, en un Santiago militarizado por las intensas movilizaciones estudiantiles que recorren Chile, unos manifestantes encapuchados entraron a la iglesia de la «Gratitud nacional», sacaron un Cristo crucificado y, sin asomo de intervención policial, lo destrozaron. Periodistas, políticos, comentaristas de todo tipo, «laicos» y religiosos, gritaron al sacrilegio y a la profanación, en una clara tentativa de desprestigiar y criminalizar la protesta para intensificar aún más la represión. De manera «humorosa» y acertada, un ex jesuita –ahora activista en los territorios mapuches asediados hace años (decenios, y mucho más, claro) por empresarios (trans)nacionales, policía y gobiernos– comentó al otro día: «He visto tantas veces destruir lugares sagrados mapuche […] con la autorización legal del gobierno de turno, y por supuesto con el silencio cómplice de los medios que hoy nos hartarán con su cháchara sobre el respeto al culto». Claro, conciso y, creo, irrebatible, añadió: «¡Váyanse a la mierda!. El único culto que queda vivo es el del Dinero» (“Ex jesuita…”). Por supuesto, razón neoliberal y teología política casi siempre van de la mano y Chile es el laboratorio más (sangrientamente) «logrado» (con muchas comillas) del «capitalismo como religión».

En un ensayo breve, Giorgio Agamben subrayó que «religión» no deriva de religare, lo que ligaría al hombre con lo divino, sino más bien de relégere, en tanto atención, vigilancia, escrúpulo por mantener salda su separación. Religión, así, implicaría el ligio respeto hacia actos de consagración, a través de los cuales se substraen objetos, espacios y prácticas desde la esfera del uso humano hacia otra región intangible y separada. Cada acto de separación, nos dice Agamben –y el capitalismo, lo sabemos, es una enorme máquina de separación–, conserva siempre «un núcleo genuinamente religioso» (Agamben, 2005: p. 98).

El último libro de Alejandro Zambra, Facsímil (Hueders, 2014), salió justo entre dos olas de movilizaciones estudiantiles, la de 2011 y la actual. Es, como todos los de Zambra, un libro importante, y tal vez uno de los más logrados. Retoma y juega con el «facsímil» de la Prueba de Aptitud Verbal, uno de los exámenes al que miles de jóvenes chilenos tuvieron que enfrentarse para ser declarados más o menos «aptos» para entrar a la universidad. Los puntajes determinaban también la redistribución de los alumnos en universidades y carreras con más o menos «prestigio» (o «rentabilidad»; desde 2002 la Prueba fue sustituida por la, no tan diferente, Prueba de Selección Universitaria). Zambra interviene así en un punto neurálgico de las biografías y la sociedad chilenas, una suerte de rito de pasaje que dispara todas las problemáticas de la privatización de la educación iniciada bajo la dictadura pinochetista: estandarización, principios de selección y competencia que perpetúan y reproducen las diferencias de clase, ingreso a un sistema universitario de paga por el cual los estudiantes tienen que endeudarse de manera ingente, entrando, así –todos aptos para ello–, al feliz reino de la deuda permanente en el que se transformó Chile (y el mundo). Con la peculiar ironía de los libros anteriores, Facsímil desactiva todos estos elementos que la prueba contiene como un emblema y los moviliza para que el libro se vuelva un espacio común, reconquistado a la religión del éxito.

Ya en No leer Zambra nos había relatado unos exámenes de literatura y los trucos que los alumnos usaban para responderlos: cuánto más secundario un personaje en una novela, más probabilidad estadística de que saliera en las pruebas; memorizar nombres, pues, «con resignación»: «había cierta belleza en el gesto», escribe Zambra, «pues entonces éramos justamente eso, personajes secundarios, centenares de niños que cruzaban la ciudad equilibrando apenas las mochilas de mezclilla». Gases ominosos entonces, gases ahora: «El centro de Santiago nos recibía con bombas lacrimógenas, pero no llevábamos piedras sino ladrillos de Baldor o de Villee o de Flaubert» (Zambra, 2012: p. 15).

Hemos dejado, espero, de leer a Zambra desde el lado intimista, como si confeccionara una inocua, bien escrita –literaria– escritura del yo. En sus textos –donde aparecen personajes y narradores que dicen «yo» y «nosotros» o se hablan de «tú», con mucha, demasiada dificultad– el «yo» es siempre un «entre», es más bien un desgarro. El individuo-átomo se rompe y se expone, dejando emerger cada vez una singularidad muy concreta, siempre dolorosa: la de los personajes menores, la de las «vidas mínimas» que se ocultan y se aplastan («así nos enseñaron a leer: a palos», escribe en el mismo texto), detrás de las estadísticas de los «dispositivos de eficiencia» (Dardot-Laval). De manera hermosa y aún más evidente que en los otros libros, Facsímil muestra este proceso –el «yo», lo íntimo» no son sino, ambos, la intimidad sin substancia de un mundo en común, previo y violado por la cristalización forzada de individuos separados, entrenados para ello.

Zambra subvierte la función normativa del examen, haciendo que la terminología usada (excluir, adecuar, ordenar, esquematizar, planear) resuene por su absurda, evidente violencia uniformadora y libere otros usos virtuales. Y así, por ejemplo, en las primeras páginas, en lugar de excluir términos ajenos a una cadena semántica, construimos campos de fuerzas con la potencia de las palabras, remontándolas, cada una en contacto con la otra: Facsímil como «trampa» de la «copia» y del «educar», que demasiadas veces es «allanar», «aplastar», «invadir», «entrenar» para ello; de allí al «temblor» de la «Junta», el «miedo», los «cadáveres», el «apagón», la ausencia de «salvavidas», la «resistencia»; el «borrar» y los «sedimentos» de la memoria: el «silencio» (pp. 13-20).1 Las páginas nos convocan ante el examen, para reconstelar sus fragmentos. Zambra aprovecha que la estructura de los ejercicios permite una extensión creciente de los textos, para que vayan adquiriendo a poco a poco una narratividad siempre entrecortada. Por supuesto, no existen respuestas y cada conjunto de palabras y oraciones se hace caja de resonancia para que interrogue a todas las demás. Poesía, relatos, novela, «darle vuelta al género es, en este caso, un mero atavismo académico» (Zambra, 2012: 93). Facsímil no es tampoco un libro «interactivo», como las modas quisieran. Mucho menos exhibe postizas intenciones experimentales. Más bien es un juego, y asume toda la seriedad compartida, todo el gozo gratuito, todo el compromiso vital que un juego comporta. Reactiva, así, la parte de juego que en el examen queda como virtualidad del encuentro, antes que sea re-capturada por los dispositivos de separación: «Creo que gracias a la copia salimos un poco del individualismo y empezamos a convertirnos en una comunidad. / Es triste decirlo de esta manera, pero copiar nos volvió solidarios. De vez en cuando nos invadía la culpa, la sensación de fraude, sobre todo de cara al futuro, pero prevalecía la indolencia y la frescura» (Zambra, 2014: p. 72).

En el texto ya mencionado, Agamben intenta repensar el concepto de profanación como negligencia, como «una actitud libre y ‘distraída’ –esto es, desligada de la religio de las normas– frente a las cosas y a su uso, a las formas de la separación y a su sentido» (Agamben, 2005: p. 99). Un ejemplo es, precisamente, el juego. Agamben cita a Émile Benveniste, quien definió la relación constitutiva, en la religión, entre mito y ritual, entre el logos –los relatos fundadores– y las prácticas que los representan, que los ponen en escena. El juego funcionaría de una manera negligentemente profanatoria: desactivando un elemento del connubio y ejerciendo libremente el otro. Así, en el juego de palabras, se desactiva el ritual y se hace un uso libre del mito; el juego de acción, en cambio, pone en escena el ritual, destituyendo su fundación en el logos. Los niños son profanadores de una multiplicidad de aparatos de separación: su negligencia cada vez suspende la finalidad de las cosas (las economías, los derechos, las religiones) y las deja girar en el vacío de su pura, alegre «usabilidad».

Es en este espacio donde creo que podemos leer el libro de Zambra, seguirle el juego, compartir las trampas. Facsímil destituye, profana las narrativas que fundan cualquier examen, neutraliza los relatos que sustentan sociedades enteras, mientras excluyen a la mayoría de las vidas en tanto no «aptas». Pero mantiene el ritual: vuelve a poner en escena el comparecer, el aparecer juntos de los personajes secundarios, el jugar con la palabra, los afectos, los cuerpos. Es allí, quizás, donde la potencia de la literatura acompaña a los estudiantes que profanan las calles, para darle –alegre, desordenadamente– un nuevo uso. Un Cristo destrozado es lo de menos.

Bibliografía

 

Agamben, Giorgio. Profanaciones. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2005.

Dardot, Pierre y Laval, Christian, La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, Barcelona, Gedias, 2013.

«Ex jesuita por ataque a iglesia católica: «He visto tantas veces destruir lugares sagrados mapuche. ¡Váyanse a la mierda!», El mostrador, 10 de junio de 2016, disponible en https://goo.gl/hNZGC4

Zambra, Alejandro. No leer, Santiago, Universidad Diego Portales, 2012.

___. Facsímil, Santiago, Hueders, 2014.

Acerca del autor

Eugenio Santangelo

Doctor en letras por la UNAM. Estudió la licenciatura y la maestría en la Universidad de Bologna (Italia). Es profesor Asociado de Tiempo Completo en el Colegio de Letras Modernas…

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Notas al pie:

  1. Este apartado del libro puede leerse en el siguiente link: https://goo.gl/rDPuUq