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Sonrisa de lo innombrable: La balada de los arcos dorados de César Silva Márquez

César Silva Márquez. La balada de los arcos dorados. Oaxaca de Juárez: Almadía, 2014, 224 pp.

Me he puesto una sonrisa. Todo es bello.
J.M. Fonollosa, Ciudad del hombre: New York
Considerando a las palabras como soldados a los cuales trataremos bien a pesar de sus filos y sus traiciones (los lapsus), ¿a quién tomaremos por enemigo? Dado el tema que nos convoca, convoco un imprescindible contrincante: lo inefable. Para que algo pueda ser dicho debe existir algo imposible de ser dicho contra lo cual detenerse como ante un invisible muro. Interesante resulta entonces la propuesta de tirarle encima un bote de metafórica pintura, hecha de palabras, para denunciar al menos el lugar de la invisibilidad.
Luisa Valenzuela, Escritura y Secreto
 Let the bullet go back into the barrel.
Tom Waits, “Satisfied”

José Revueltas, Nellie Campobello, Josefina Vicens, Juan Rulfo, Rosario Castellanos: el narrador mexicano, por tradición, sabe que su tarea es contener en su persona el mal de su tiempo. Sin la experiencia del asco y la laceración, sin la renuncia al consuelo de lo tranquilizador, no existe el arte mexicano y tampoco es posible darle voz a la alegría, auténtica ella únicamente cuando pasa por el filtro de la tragedia (de otra manera se afirma impostura o falsedad). Hoy, en medio del desencanto vital y la barbarie, una sonrisa no viene mal. De los pocos actos de justicia que nos quedan, sonreímos para no llorar. Mexicano: 1. adj. Natural de México, país de América. 2. adj. Perteneciente o relativo a México o a los mexicanos. 3. adj. Demócrito contemporáneo.

          México actualmente carece de humanidad, eso no es secreto. Perogrullada. Eso es lo grave: que somos la crisis y no sólo lo sabemos, sino lo creemos natural. El problema es que, frente al impacto de las desapariciones, los cadáveres vecinos, los cuerpos torturados y los símbolos de violencia, decidimos, como sociedad, acostumbrarnos. Luchamos, sí, pero aún no es suficiente. Inmersos en la tristeza y buscando el mínimo pretexto para resistir, ¿cómo (d)escribir un contexto que parece ajeno de tan asfixiante? ¿Es posible representar nuestra tan mentada violencia? ¿Se pueden comunicar de verdad el dolor y el miedo?  Difícil tarea, sin embargo se agradece que tal intento no se dé con fórmulas gastadas ─automatizadas─ como lo gráfico o lo eufemístico, mas con la risa. No es algo nuevo en la literatura y tampoco lo es en nuestras letras (ahí está ya Ángel de Campo “Micrós” y la longeva costumbre estética de hacer mofa de lo que nos agrede como sociedad), pero al menos es lo suficientemente intenso como para marcar el punto donde hay que fijar la atención. Reír de algo lo señala, lo desnuda. Pero ¿expresar la violencia, el dolor y el miedo en que vivimos? Ése es otro asunto.

          Alrededor de ese eje de tragicómico, César Silva Márquez (Ciudad Juárez, 1974) construyó un relato policiaco sobre los feminicidios en Ciudad Juárez. En La balada de los arcos dorados (Almadía, 2014) se desarrolla la historia de Luis Kuriaki y Julio Pastrana y sus intentos por encontrar a un asesino serial de violadores. Cada personaje, con razones muy distintas y no menos diferentes temperamentos (como lo requiere esa modalidad narrativa), trazará un camino en el mundo del crimen organizado, el periodismo y la policía; aunque lo que interesa son sus motivaciones: el primero sueña que habla con muertos, es un reportero adicto a la cocaína en busca de redención; el segundo es un violento policía que va a Chihuahua en busca de una mujer desparecida que, como toda persona que de pronto se convierte en ausencia, se relaciona con el contexto, con la inseguridad pública, con el terror hecho norma.

Fotografía: http://asienveracruz.blogspot.mx

Es imposible no participar en la polémica sobre la violencia. No se puede escribir sobre la representación de los males de nuestros tiempos sin reconocerse dentro de ellos o sin tomar partido y renunciar a la objetividad, pretensión ésta que tantos muros ha levantado entre las víctimas y los intelectuales. Es claro que Silva Márquez, junto con muchos escritores actuales, nos recuerda en su novela que no podemos ser ─no debemos ser─ observadores estériles de un proceso ígneo de tan doloroso y del cual formamos parte indefectiblemente. Lo doloroso es inefable, de acuerdo, pero es imperioso señalar ese centro sin nombre.

Encerrado en su cabina, el crítico literario, ese lector muy de carne y hueso, sabe que se acaba el aire en su burbuja y la realidad está ahí haciendo explosión. Vivimos y escribimos para incluir y compartir una breve reflexión que nos diga que combatimos, que leemos como un acto de salvación de nosotros mismos. Una línea justifica el resto de un texto, su análisis. En ese sentido, textos como La balada de los arcos dorados marcan la sintaxis: reímos para no llorar. Cada broma (lograda o no) de esta novela escrita como homenaje a las cruces rosas y a las personas que éstas representan es una dedicatoria simbólica al gran misterio de nuestro país: quién nos mata y por qué. Ésa es la pregunta.

          “Yo no quiero reflejar la realidad, lo que quiero es divertir, entretener con una novela, lo demás viene extra”, explicó el escritor en una entrevista concedida a Rosalía Solís. Sin embargo, pese a la intenctio autoris, la irrepresentable realidad se impone. El lector se impone. Como escribió Ernesto Sabato: “hasta la novela más demencialmente ‘subjetiva’ es social, y de una manera directa y tortuosa nos da un testimonio del universo” (Sabato, p. 108). Sabemos que todo texto, como hecho estético, tiene una naturaleza propia, ajena a su autor y lo que éste diga en entrevistas; dicho texto hipotético no se explica sino en relación con los vínculos que cada lector halla entre narración y realidad. Hay que ver, pues, hacia dónde señala el relato, las situaciones ─acaso únicas─ a las que refiere1. Ante el horror que vivimos, la palabra sugiere, presiona como la gota de agua a la piedra. Incluso si no alcanza a decir lo que necesitamos leer, escuchar, sentir, al menos marca el lugar a donde no llega.

          Aunque éste no es un asunto para Wittgenstein y sus límites del lenguaje ─no poco metafísicos─. Es un asunto más de Adorno: estamos ante procesos históricos que son indecibles, que retan al lenguaje y lo muestran carente, acaso agonizante. La balada de los arcos dorados le habla a esa parte del mexicano que ha perdido la seguridad y la tranquilidad. Silva escogió, seleccionó y ordenó el material violento por todos conocido para hacernos recorrer una experiencia central de nuestros siglos xx y xxi: la pena y el miedo, la pérdida de la dignidad y el vértigo de no saber quién es el siguiente en morir, en ser torturado.

          Así, la violencia no está ausente en esas páginas, menos aún la esquizofrenia que resulta de vivir en el punto neurálgico-social. Esta novela, sin duda, le habla a ese sentimiento inefable de padecer la Historia. Y hago énfasis en el verbo: padecemos los acontecimientos como un nervio vivo, a la intemperie. Sin embargo, reímos al leer las singulares asociaciones que, entre los miembros cercenados, el olor a sangre, las persecuciones, tienen los personajes (particularmente Luis). Pese a todo, la novela nos extrae una sonrisa. ¿Por qué?

          Por la manera en que Silva trabaja con lo que puede denominarse como ‘infrahistorias’. Si la Ciudad Juárez que se presenta en la novela es un inframundo donde los muertos caminan, comen hamburguesas (he ahí el guiño del título a la cadena de comida rápida McDonals), dialogan con el protagonista, esnifan con placer, entonces las pequeñas asociaciones y guiños a la ficción pop son eso: historias del inframundo, infraficciones. Hechos levantados como muros para defenderse de la realidad atroz de las desapariciones, de las balaceras, de las torturas, del enemigo innombrable. Si algo sin nombre expulsa a lo cortazariano a los personajes de su ciudad, las breves acotaciones a Batman, Terminator, Robocop o el casi irreal (aunque sí que lo es) Jhonny Knoxville funcionan como asideros, como raíces, para afianzarlos en la realidad diegética. La ficción no para rescatar la realidad ni mucho menos para re(d)escribirla, sino para dar un respiro, para proporcionar los lentes adecuados para ver en un mundo donde la violencia nubla la visión.

Fotografía: http://hohrpgseries.wikia.com

Ahí la risa: Teminator en Juárez moliendo a golpes a los dealers. Batman, desesperado y cansado de vivir entre impunes criminales, busca justicia en nombre de las víctimas de nuestra realidad2. La viva esperanza de que Superman baje de los cielos en Ciudad Juárez no para salvar a una niña entre aldeanos con maquillajes de calavera (como en su última película), sino para acabar con la delincuencia organizada y con ese Estado que es indescriptible. Un tigre suelto entre las indecibles matanzas de las maquilas. Un apocalipsis zombi en ese otro apocalipsis que es nuestra realidad nacional. La Fuerza del Jedi para convencer a nuestros amigos de investigar nuestra insólita muerte.

En síntesis, lo pop hace las veces de resistencia. La utilización de los cómics como soluciones simbólicas no es algo nuevo, pero sí lo es llamativa la forma en que se usan como puntos nodales de crítica social. La risa y la ficción pop ya no para evitar el llanto o la dolencia del contexto extradiegético, sino para no callar.

          En ese ejercicio estético comenzamos a escuchar la voz colectiva y epocal que tiene lugar en la combinatoria entre el leitmotiv ‘hecho violento’ e ‘infraficción’; la realidad puesta en crisis por medio de la ensoñación pop. Como producto intelectual, La balada de los arcos dorados reacomoda la ideología a instancias de una época en la que revientan a diario las certezas y las previsiones. Sin palabras para describir la barbarie contextual, el autor opta por un discurso lúdico… y en ese viraje estético violenta el discurso oficial y la convención. Al inicio tiene lugar la ya clásica comparación entre lo mágico y lo violento (lo alterno, lo imaginario, vs. lo real, lo empírico): “Los duendes y todas esas mamadas que su abuela alguna vez le contó eran cosas de niños, comparadas con las cabezas de cochino sobre los cuerpos y las niñas enterradas en tambos de cemento y los cuerpos destrozados en los lotes baldíos. Pensó en Margarita y se quedó inmóvil, como un robot sosteniendo su café” (Silva, p. 41). Elemental: la realidad supera a la ficción. La violencia supera lo mágico. El ser humano es un autómata.

          Sin embargo, la violencia y la lucha del lenguaje escrito para expresarla obliga a replanteamientos, acomodamientos de la lente, ambigüedades y símiles para más o menos poder representar los sentimientos de miedo. Porque urge decir lo que pasa. Una y otra vez. Ése es el verdadero leitmotiv: el terror indescriptible. Entonces sobreviene la técnica: lo pop, ese cúmulo de efectos estéticos por todos experimentado, vuelve como opción discursiva. Justo cuando Kuriaki es acorralado por un sicario y se halla al borde la muerte, viene la esperanza de la ficción pop: “El aire frío comenzó a calarle. Fue cuando sintió algo duro golpeando su cabeza. Supo que iba a morir. Pensó en Rebeca y Rossana, en las nalgas de Rossana, en el cigarro que una vez le negó a un asesino en la cárcel. Pensó en su abuelo muerto y en la cocaína. En el zombi en que se había convertido su madre. Esto es una película, se dijo, y esperó a que un superhéroe llegara de algún lado, del fondo de la tierra, del centro del Sol, de alguna cueva escondida. Eres un pendejo, escuchó” (Silva, p. 110).

El protagonista sobrevive, pero no a causa de designios de algún semidiós posmoderno, sino por un personaje desconocido que detiene la ejecución por órdenes superiores. Suerte. Nada de películas, nada de superhéroes. Hasta ahí llega el chiste.           Ese discurso colectivo encarnado en los superhéroes habla usando su voz particular, su humor y su estilo. Señala lo mismo en cada ocasión: no hay esperanza si no es fuera del mundo empírico. No queda sino esperar que la vida ocurra en la ficción, y tal actitud parece caracterizar esta época de profunda crisis social. Tal vez por eso leemos adelante: “La vida era una bombilla titilante a punto de morir” (Silva, p. 148). La locura obliga a mirar hacia otro lado. Como Luis Kuriaki, justo a punta de cañón, preferimos mirar hacia otro lado.

          O no. Mirar de frente ese espacio innombrable es ya un acto de valentía. Arrojar una mirada al horror y reconocer que algo, mal que nos pese, hay que hacer. Narrar, reír, vincular. Señalar. Como dice uno de los epígrafes de este comentario, la bala vuelve sobre su trayectoria. Y Luis Kuriaki reflexiona:

Cuentos de zombis y tigres y vampiros, naufragios que tienen que ver con las veces que he visto la muerte. Y eso me hace pensar en esta ciudad. Toda la violencia contenida en ella vista a través de mis ojos, que son los de Rebeca. Si lo he vivido, ella lo ha vivido, le han gritado en la cara, ha tenido una pistola en la nuca. Tal vez exagere, pero lo dudo. Un día hablaré de mis sueños y no tendrán nada que ver con hombres fuertes que sepan volar, sino con asesinos en medio de la noche, como éste que mata de un solo balazo en la cabeza. Y los otros tantos que dejan por las calles hombres vaciados, hombres degollados, mutilados, como si la vida misma los hubiera tragado de un solo bocado y después devuelto como cosas amorfas. Y no hay fiesta y noche que dure tanto, lo sé (Silva, p. 166, cursivas en el original).

          Cuando el terror y los cuerpos “mutilados” corren el peligro de banalizarse o de convertirse en un recurso estético, en voz del personaje principal se registra un discurso desautomatizador: Superman no es la solución, sino “hablar” de los “asesinos en medio de la noche”, pero sin mimetizar o sin intentarlo, al menos. Y para ello el trabajo autorial se basa en el símil, en el ‘como sí’ de la penúltima línea. Quizá por eso se repite una y otra vez a lo largo del texto: “esto es una película”. La analogía como medio y centro del discurso que empuja el lenguaje a sus límites, que propone un medio para llegar al fin. Nombrar, comunicar, hacer ver. La literatura y sus recursos se afirman como un intento de vistazo a la realidad ─“Come, arise, away! I’ll teach you differences: away, away!” escribió William Shakespeare, en el acto I de su King Lear.

Fotografía: https://monomythic.wordpress.com

En la novela aquí comentada, Silva reemplaza las afirmaciones por dudas y verdades inasibles. Por eso conviven los personajes más populares de la ficción con la representación del plano empírico. Allí donde el periodismo es amenazado y asesinado, donde el político se esconde, el rol de narraciones como La balada de los arcos dorados es llenar el hueco de lo no-dicho. Y ése es un fin bastante digno; no hay que exigir más: libros como éste encaran eso que escapa a la descripción y a la propia expresión, preguntan si seguimos siendo humanos, si podemos usar el lenguaje, si seguimos vivos.

          El símil convoca al mundo de la suposición. Llama a la superposición de planos y denuncia ígneamente nuestro deseo de entender. Entender la realidad es metaforizarla. Poner un lente sobre el ojo para poder ver o para engañarnos y decirnos que vemos, que entendemos; que la ficción nos salva cuando no es así… nos tenemos que salvar nosotros mismos: “Los superhéroes siguen sin aparecer y sin solucionar el mundo” (Silva, p. 222).

          Como se dijo antes, padecemos la Historia. No sabemos quién nos mata ni por qué. Tenemos muy cerca las balas, las ausencias, el peligro. Inmersos en esa descolocación, apenas vamos resolviendo y hallando las razones para expresar el terror, la impotencia, la violencia. Sin embargo, se hace necesario sonreír como contraargumento a ese discurso horripilante para no desertar, para soportar. Desde ese punto de vista, algo está claro: buscar un discurso que nos proteja y que haga frente es justo, sensible, solidario. Podemos leerlo o podemos escribirlo, pero todos sabemos que en estos tiempos lo necesitamos.

Bibliografía citada

Solís, Rosalía. “La balada de los arcos dorados, un relato de Juárez con humor”, entrevista con César Silva Márquez, Milenio.com, 29 de septiembre, 2014,  https://goo.gl/FSZI4O, consultado el 20 de marzo de 2016.

Sabato, Ernesto, La cultura en la encrucijada nacional. Buenos Aires: Sudamericana, 1982.

Barthes, Roland. “La muerte del autor”. Traducción de C. Fernández Medrano, Cuba literaria,  https://goo.gl/JtbPLM. Consultado el 12 de diciembre de 2015.

Silva Márquez, César. La balada de los arcos dorados. Oaxaca de Juárez: Almadía, 2014.

Acerca del autor

Juan M. Berdeja

Profesor investigador del Programa de Estudios Literarios de El Colegio de San Luis, A. C. (México). Es doctor en Letras hispánicas del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México…

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Notas al pie:

  1. Roland Barthes no pasó en vano por este mundo. El lector tiene la libertad de hacer uso del texto literario como un acervo de referencias sobre las cuales se puede construir una infinidad de discursos, de interpretaciones. El autor pone, pero el lector dispone. La teoría de la recepción ha desarrollado esta actitud ante el texto como una forma de liberación de lo que cada autor opina de su obra en favor de lo que el propio texto expresa durante cada experiencia lectora: “Sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor”.
  2. El siguiente diálogo tiene lugar en una reunión de copas entre Luis Kuriaki y dos amigos de su escuela preparatoria: “Al principio hablamos sobre superhéroes y llegamos a la conclusión de que Batman en verdad poseía poderes sobrehumanos. Era millonario, tanto como para tener tres vidas. La privada, la pública y la del hombre murciélago. Recuerden que apenas si es un rumor en la calle, porque muy pocas personas lo han visto, como a un fantasma, y el rumor es parte de su vida, agregó [Raymundo] y bebió de su cerveza. Es la sombra de todos nosotros, de lo que quisiéramos hacer si no fuéramos tan cobardes. Un hombre malhecho por dentro, que se construye cada noche al salir disfrazado para moler a golpes a los malos. […] Tan obsesivo como un… como un poeta”. El personaje de DC Comics funciona en el pasaje como un reflejo de los deseos “cobardes” de justicia. “Sombra de todos nosotros”, se “construye” para desahogar (y vaya que el verbo es apropiado, creo) su violencia, su urgencia de castigo. Silva hace de ese vínculo un nudo. Ahí se unen el colectivo y el arte pop; en el medio, la novela que propone esa exégesis de las motivaciones del superhéroe. Irónico, sin duda, Batman es obsesivo como un poeta: vuelve sobre una imagen una y otra vez: el asesinato de sus padres, del Robin asesinado (y luego revivido como Red Hood), de Bárbara Gordon en la “broma mortal” del Guasón y demás episodios. Culpas todos esos sucesos. Como ocurre con no pocos poetas (Silva, pp. 76-77, cursivas en el original).