Portada. Fotografía tomada de internet

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Siete miradas dislocadas

Samanta Schweblin. Siete casas vacías. Madrid: Páginas de Espuma, 2015, 123 p.

Las casas no sólo han servido como escenario de múltiples historias, sino que han sido las protagonistas indiscutibles de numerosas obras literarias: “Casa tomada” de Julio Cortázar, La Casa de Manuel Mujica Láinez, “La casa inundada” de Felisberto Hernández, “La casa de Asterión de Jorge Luis Borges, Una casa vacía de Carlos Cerda y, fuera de la tradición latinoamericana, “La caída de la casa de Usher” de Edgar Allan Poe, “Regreso al hogar” de Franz Kafka o La casa vacía de Algernon Blackwood, son sólo algunos ejemplos. En estos espacios también recae el peso fundamental de los relatos reunidos en Siete casas vacías, la publicación más reciente de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978).

Portada. Fotografía tomada de internet

La etimología de hogar es hoguera, proviene del latín focus, lugar de fuego, sitio que proporciona calor y resguardo. La casa entendida así es un refugio, un espacio feliz, como diría Gaston Bachelard. Sin embargo, en las siete casas de estos siete cuentos tanto los espacios como las situaciones cotidianas que suceden en ellos son trastocados y en vez de ser reconfortantes, alteran. Ninguna de las casas está vacía, sino que contiene un vacío, hay algo que falta o que destruye. De ahí que no sean lugares que proporcionen comodidad o protección, sino encierro y angustia en los que, además, los elementos que los circundan (la calle, los jardines y los vecinos) contribuyen a crear una ambiente de desconcierto profundo.

En las narraciones que componen este libro hay una mirada que presenta la realidad de manera dislocada. Las fronteras entre lo normal y lo extraño son muy difusas y los personajes se deslizan en una pequeña franja entre estos dos polos. En todos ocurre algo extraño pero que está anclado a lo real, a lo tangible, por eso la sensatez se pone continuamente en duda.

Aunque cada relato es un mundo, entre ellos hay una conexión, una especie de hilo que los cruza. Éste se encuentra en las atmósferas inquietantes y en las problemáticas de sus personajes. La mayoría tienen asuntos pendientes que no han podido superar, por lo que deben lidiar con los mismos inconvenientes una y otra vez. Están enfermos o rotos por algún motivo, por pérdidas o fracasos, pertenecen a familias que están en crisis, tienen relaciones filiales complejas y muchos optan por escapar de la forma que sea posible.

Los cuentos de Schweblin son más de sensaciones que de acciones: de ausencia, de soledad o de pérdida. En ellos sólo se necesitan pequeños objetos para detonar la locura o las obsesiones: un espejo, una azucarera, un bote de chocolate, prendas de ropa o un anillo.

En “La respiración cavernaria”, el más extenso de la colección, se deja ver con suma crudeza lo que conlleva la vejez y la forma en la que la calidad de vida prácticamente desaparece con la soledad y la enfermedad.

“Adultos en plenitud” se llama ahora a los adultos mayores, nada más falso para Lola y su esposo, la pareja protagonista que lleva 57 años casada. Un anciano está muy lejos de vivir en plenitud, la esperanza de vida aumenta pero no se vive con calidad, la gente vive sólo porque le cuesta trabajo morirse, parece remarcar una y otra vez Lola cuando afirma que su vida ha sido demasiado larga.

Aunque su esposo está atento a sus necesidades, Lola no está satisfecha, siempre encuentra algo que reclamar. El mayor reproche llega cuando él se atreve a morir antes que ella, dejándola en una soledad insondable.

A partir de ese momento su vida cae en picada. La memoria le juega malas pasadas, cada vez peores. Ya no sabe -ni ella ni el lector- qué es real y qué es producto de su mente enferma. Debe utilizar letreros para recordarlo todo, desde el más mínimo detalle de la vida cotidiana, como guardar la leche en el refrigerador, hasta lo más esencial: “él está muerto” o “me llamo Lola, esta es mi casa”.

Su vida está reducida a la repetición de una cruel rutina que también incluye la repetición de olvidos, lo que le provoca un desgaste demoledor. Por eso su mayor deseo es morir: “quería tanto morirse, desde hacía tantos años, y sin embargo nada parecía deteriorarse más que su cuerpo. Un deterioro que no la llevaba a ninguna parte”. (p. 75)

Samantha Schewblin. Fotografía de Alejandra López.

Lola está atrapada en una especie de limbo, necesitaba y estaba lista para tener el alivio de la muerte, pero simplemente no puede morirse. No comprende qué es lo que hace falta para que por fin su cuerpo un día deje de despertarse. Esta terrible lucha crea una sensación de absoluto desconsuelo.

“Un hombre sin suerte”1, merecedor del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo en 2012, es otro ejemplo en el que se puede notar la presencia de una atmósfera turbia. Este relato no formó parte del manuscrito original, la autora decidió incluirlo durante el proceso de edición del libro. Quizá por eso se aleja del resto en cuanto a que la casa tiene una importancia menor. La anécdota es la siguiente: un hombre lleva a una niña de ocho años, a quien no conoce, a comprar ropa interior. Como puede esperarse, este hecho es capaz de provocar fuertes suspicacias en los adultos, en especial en los padres de la niña que reaccionan como lo haría cualquier padre. No obstante, los protagonistas parecen extrañados de tal reacción. Entre los dos se creó un lazo afectivo de forma natural. Fueron, por un breve momento, cómplices en una aventura inocente. Aunque la niña sabía que “no hay que aceptar cosas de extraños” el hombre desconocido que se sentó a su lado la trató de un modo que la hizo saber que “podía confiar en él”. Pero el lector no parece tan confiado, durante buena parte de la historia se mantiene una tensión provocada por la espera de que algo malo suceda. Aquí el extrañamiento consiste en que nada extraño ocurra.

Siete casas vacías reúne historias incómodas en las que hay distorsiones de los entornos cotidianos, por lo que devienen en algo distinto. Pero lo singular es que los hechos más insólitos son aceptados sin rémoras, recuerdan la naturalidad con la que la señora Margarita inunda su casa en el cuento ya mencionado de Felisberto Hernández. Por esta razón estas narraciones están emparentadas con el género de lo extraño. Incluso Rodrigo Fresán, presidente del jurado que les otorgó el Premio Internacional Narrativa Breve Ribera del Duero, afirmó que podrían haber sido incluidas perfectamente en la Antología de cuento extraño, compilada por Rodolfo Walsh en 1956 y reeditada recientemente por El cuenco de plata. Dicha antología reúne 49 relatos -no fantásticos, sino insólitos, anormales o fuera de lo común- de autores como Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Joseph Conrad, Guy de Maupassant, Franz Kafka y León Tolstói. Asimismo, podrían relacionarse con los 22 cuentos únicos2 que Javier Marías compiló en 1989, cuya unicidad estaba dada por su capacidad de mantener en vilo al lector.

Mediante el uso de imprecisiones y elipsis intencionales la autora argentina logra crear cuentos ambiguos, tal como lo es la misma definición de lo extraño. A través de una prosa sencilla y afilada aborda pequeñas tragedias cotidianas que le suceden a un mosaico de familias en ruinas. Schweblin construye tramas desconcertantes en donde el misterio se mantiene en todo momento y se privilegia la sensación de que algo se esconde tras una aparente quietud. Por todo esto Siete casas vacías es un libro sin duda original en los planteamientos y sobre todo en las resoluciones.

Acerca del autor

Brenda Morales Muñoz

Licenciada, maestra y doctora en Estudios Latinoamericanos (área de literatura) por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Realizó…

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Notas al pie:

  1. El cuento fue adaptado al teatro por Osmar Nuñez, quien también dirige la obra que actualmente está siendo presentada en Buenos Aires.
  2. Javier Marías incluyó a autores como Thomas Burke E.F. Benson, Lawrence Durrell y John Collier.