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Adjuntar documento: Escenas no vívidas/vividas

Maximiliano Barrientos. Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer. Madrid: Periférica, 2011, 127 pp.

Marcel Proust transformó la experiencia de pensar el pasado. En busca del tiempo perdido se convirtió en la obra paradigmática sobre la necesidad o la obsesión de recuperar la infancia y el pasado. Después de Proust, está claro, no han sido pocos los autores que han intentado aproximarse a esa delicada evocación que, sirviéndose de los sentidos, el autor francés hizo célebre, a través de la icónica escena de la magdalena sumergida en la taza de té. Sin embargo, la época de Proust va quedando atrás y ciertas formas de reconstrucción y de repaso del pasado, inevitablemente, también han envejecido o, cuando menos, se han transformado.

Rápidamente, la generación que creció deslumbrada y casi incrédula ante el avance de la fotografía y del cine (una generación más visual que lectora), ha dado paso a la de los jóvenes que alcanzaron la adolescencia mientras veían videoclips por MTV, una generación para la que la imagen se ha convertido en la forma física del recuerdo, una generación que grabó, en las, cada vez más ligeras, cámaras de vídeo caseras, algunos momentos de sus memorables o banales pasados, jóvenes que planearon su vida no ya al veloz ritmo de la cinta que se rebobinaba, sino en formato digital. Con la velocidad con la que todo se convertía en pasado se modificaba la experiencia de pensar en este. Ya no hacía falta mojar la magdalena en el té, bastaba revisar el álbum de fotografías o tal vez detener la cinta de video en el momento justo que interesaba visitar. Ahora, quizá con más inmediatez, la magdalena se subroga en el archivo del móvil, donde han quedado solidariamente registradas palabras e imágenes.

No obstante, lo que no ha cambiado, lo que se mantiene intacto entre los personajes de Proust y los personajes literarios actuales, es el deseo desesperado por volver a vivir, reconstruir y, de ser posible, quedarse en aquellos instantes de aparente felicidad. Este anhelo por recuperar la felicidad perdida, el Paraíso perdido, el estado de bienestar y de esperanza de la juventud, es la línea argumental que sigue el libro de relatos Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer, del escritor boliviano Maximiliano Barrientos (1979). Una obra que bien puede leerse como un libro de relatos o como una novela, dado que la estructura del texto consiente ambas posibilidades. Un libro que, por su estilo y calidad, ubica a su autor dentro del grupo de los más destacados escritores bolivianos del momento.

La obra de Barrientos es inteligente, está cuidadosamente bien lograda y es de una delicadeza que, en ciertos momentos, lleva al lector al estremecimiento entre las lágrimas y el dolor. Conmueve y emociona. Por medio de historias cotidianas, del relato de las vidas de un grupo de adultos que no quieren serlo o que añoran el momento en el que dejaron de ser jóvenes, que extrañan el cobijo que daba la juventud, propicia y obtiene la empatía del lector que reconoce en ellas, en esas historias, sus propios planes abandonados.

Aunque los más jóvenes lo leerán, seguramente, como profecía sobre su propio futuro. Los relatos, cinco en total, examinan en qué se ha convertido la vida de esos adultos que quisieran seguir siendo chiquillos que iban de fiesta, que se perdían en los bares, que soñaban con ser estrellas de rock, que deseaban viajar por el mundo; jóvenes cuyo máximo propósito era salir de Bolivia. Son narraciones sobre hombres y mujeres frustrados, solitarios, fracasados, amas de casa tristes; es el relato sobre esas familias aparentemente felices en las que, hace tiempo, todo se ha convertido en representación. Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer trata de la desazón que se siente cuando, desde la temprana adultez, se mira el pasado y se es consciente de que en algún momento alguien se convirtió en todo aquello que no quería llegar a ser. Es una obra en la que, claramente, la magdalena y el té se han transformado en un grupo de fotografías que son el pretexto para recordar. Es la narración de lo que provocan las imágenes, escenas de las que los personajes fueron protagonistas y que les permiten revisar, volver la vista atrás, y detenerse en los detalles, advertir o imaginar aquellos instantes en los que ocurrió todo, cuando se esperaba que ese todo pasara después, cuando parecía que cualquier cosa podía suceder, cuando se hacían planes, cuando se pensaba en la vida como lo que ocurriría más adelante, eso que se veía lejano, y cuando se había perdido la perspectiva de que, en realidad, todo ocurría en el momento capturado en pequeños cuadros de luz impresos en papel. El pasado que se añora se juzga desde el presente que se niega. Los únicos logros de aquellos jóvenes fueron la imaginación de los logros.

El libro de Barrientos recuerda, por una parte, Las olas, de Virginia Woolf, el tejido siempre recomenzado de las transformaciones que sufre un grupo de personas a lo largo de la vida. Se reconocen infelices y se contemplan alejadas de sus sueños de juventud. Hay, por otra parte, una inevitable relación con la propia obra de Proust, concretamente la hay entre La prisionera de M. Proust y el relato de M. Barrientos que lleva por título “Los adioses”. En este relato, Sebastián, antiguo amante de Raquel, repasa los detalles que dan cuerpo a la relación que por años han mantenido ambos, a pesar del matrimonio de Raquel con Ariel. Sus palabras expresan la angustia por la felicidad que, reconoce, está a punto de perder; una felicidad que empieza a convertirse en pasado, en recuerdo congelado en una fotografía. “El pasado, piensa Sebastián, y recuerda un cuadro de Edward Hopper que vio en una revista. Un cuadro de dos personas encerradas en una habitación de hotel. No se miran a los ojos” (84). Mientras tanto, Ariel, el esposo engañado, al igual que Charles Swann, vive con la sospecha de la infidelidad y controla los movimientos de su esposa. Convierte la vida de Raquel en una rutina de tristeza y de frustración, algo que siempre está tentada de abandonar. El mundo de Raquel se edifica sobre el cimiento del viejo amor hacia su esposo, pero de aquel edificio ahora solo se conocen los paramentos del recuerdo, de la solidaridad y de la amistad. Sin embargo, en el relato de Barrientos, Raquel no abandona a su esposo. A diferencia de Albertine, ella prefiere la escenificación de un matrimonio que, hace tiempo, ha dejado de hacerla feliz. Prefiere, en cambio, dejar a Sebastián; prefiere la comodidad y la estabilidad de su vida marital, mientras su, ya no tan joven amante, se resigna a la soledad.

El último vínculo intertextual, el más evidente, es el que se presenta entre la novela Las horas, de Michael Cunningham, y el relato homónimo que cierra el volumen. En este texto, es Raquel la que ahora mira hacia atrás, la que repasa su vida con Ariel y su pasado con Sebastián. Han pasado dos años o más desde la separación de los amantes, pero ella no ha sabido encontrar en su matrimonio la pasión y el amor que hallaba en su amante. Al contrario, cada vez ve con más tristeza y lástima a su marido, cada vez es más infeliz junto a él, cada vez se siente más frustrada. El embarazo, su hija, el hombre a quien no ama… El invierno de su descontento.

Durante una fiesta, Raquel lee la novela de Cunningham. Piensa en la vida de Virginia Woolf y piensa en la suya. Se hunde un poco más en la tristeza. Se hunde en el agua de la melancolía, como Ofelia y como Virginia Woolf. “Una mujer en el fondo de un río. Algo inclasificable y raramente hermoso confundido con el barro y las algas. El talento en un cuerpo que albergó voces y pesadillas y que encontró la forma de estar lejos, de no volver. Mujeres que se van de esa forma. Que encuentran una puerta y la abren” (127), reflexiona casi al terminar el relato. La evocación de la puerta no pasa inadvertida al relacionarse, tal vez sin que Barrientos sea consciente de ello, con la reflexión que hizo el poeta Mark Strand sobre Habitación en Nueva York, otro de los cuadros de Hopper. “El hombre y la mujer de Habitación en Nueva York están al mismo tiempo juntos y separados, igual que la barca y la boya de Mar de fondo. Pero tienen algo que decir sobre el hábito del distanciamiento […] El hombre y la mujer están atrapados, fijos en un equilibrio triste. Nuestra mirada no se dirige a cada uno de ellos, sino precisamente a un punto entre los dos, a la puerta, que no se ha cerrado para cada uno, sino para ambos a la vez”1. En el relato y en el cuadro, las puertas se cierran con la llave de la ambigüedad. La posibilidad a la que podrían abrirse esas puertas, la ventura o la desdicha, habita en el futuro… ese lugar vedado de momento a lectores y aun a críticos.

Acerca del autor

Alexandra Saavedra Galindo

Doctora en Letras por la unam, maestra en Estudios Latinoamericanos (área de Literatura), por la misma institución, y licenciada en Lingüística y Literatura con énfasis en Investigación…

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Notas al pie:

  1. Strand, M., (2012), Hopper, Random House Mondadori, p. 98.