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«Confíen en nosotros. Esto es lo que ven. Esto es lo que saben»

MARGUERITE FEITLOWITZ. Un léxico del terror. Buenos Aires: Prometeo Libros, 2015, 493 p.

Un régimen autoritario necesita hacerse de un régimen lingüístico que lo avale. Esta lengua, que permea tanto a sectores del barrio más humilde como a los de la academia más destacada, crea las condiciones de posibilidad para que, entre otras cosas, un desaparecido desaparezca también en el lenguaje. Esto pareciera subrayar Marguerite Feitlowitz con Un léxico del terror que hoy se exhibe como novedad en las principales librerías de Argentina, a días de que el Ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, Darío Lopérfido, apuntara su también «verdad histórica» poniendo en duda la cantidad de desaparecidos de la última dictadura militar de ese país. El léxico tuvo sus primeros lectores en inglés, en 1998, bajo el nombre A Lexicon of Terror: Argentina and the Legacies of Torture; ahora, gracias a la Colección Estudios sobre Genocidio de la editorial Prometeo y la Universidad de Tres de Febrero, el texto logra sumarse a una importante lista de autores en español que han puesto el foco en ese período y su construcción simbólica. Feitlowitz, el funcionario y las contigüidades corroboran una vez más que hablar de libros es siempre hablar de otra cosa.

 Una suerte de «reparación idiomática» formó parte de las obsesiones correctivas de la sangrienta dictadura, particularmente de uno de sus más destacados oradores, Emilio Massera, quien de joven se acercó a la filología y supo afirmar que «las palabras infieles a su significado perturban nuestra capacidad para razonar» (p. 53). Para la voz autoritaria había una «tergiversación» de un origen natural y esencialista de los términos. Así, en palabras de Videla, «un terrorista no es sólo alguien con un revolver o una bomba, sino también aquel que propaga ideas contrarias a la civilización occidental y cristiana» (p. 62). Esto es: un externo, un extraño, un extranjero, aquel que habla en otra lengua contraria a la del «ser nacional» y que extiende un discurso híbrido, monstruoso, más allá de un «cuerpo sano». La voz dictatorial nos enfrenta a toda una Retórica Plan Cóndor que quizá haya tenido su exponente máximo en el Padre Hasbún, religioso pinochetista quien afirmó en su programa televisivo que el comunista tenía el rostro enfermo, desfigurado, porque su corazón estaba enfermo.

Según Feitlowitz, estas construcciones discursivas permitieron la criminalización y demonización de los muertos y desaparecidos. Uno de los recursos más usados por la prensa eran los titulares que incluían palabras como «delincuentes», «criminales» o «elementos subversivos». «Casi nunca se daban a conocer sus nombres» (p. 63). «A veces los artículos decían que ‘los esfuerzos para identificar a estos delincuentes han demostrado ser infructíferos’» (p. 63). De esta forma, el trabajo nos permite ver cómo el régimen lingüístico militar naturalizó el relato que situaba a sus enemigos como seres «más allá de lo humano». Para esto la autora presenta discursos de la época, como el de Massera pronunciado en noviembre de 1972, donde afirma que todos los caídos «han muerto por el triunfo de la vida» (p. 66), o el de 1977, cuando el dictador asegura que «vivimos en un mundo donde los enemigos son tan miméticos entre sí que sus identidades se confunden» (p. 67).

La extensa recopilación de entrevistas, testimonios y discursos; la enumeración de jerga utilizada en los centros de detención o en la prensa; el ojo puesto en comentarios literarios, educativos o de género hacen del libro un documento imprescindible para entender la construcción de sentido a la que estuvo abocada la dictadura y sus cómplices. Pero también marca los límites de esa construcción exponiendo el empobrecimiento de la lengua, no tanto por el uso ramplón de los términos como por la estrechez de su código. Precisamente Victor Klemperer en La lengua del Tercer Reich (1947) rescata esta doble condición del lenguaje autoritario atribuyéndole una innegable potencia arrasadora a la vez que su contracción extrema.

Lo que quizá convierte a esta investigación en una verdadera joya para los estudios latinoamericanos y para los estudios del lenguaje son las entrevistas que atestiguan los rituales de resistencia practicados por los detenidos. Una serie de códigos lingüísticos susurrados o la enumeración de palabras permiten eludir la lengua unívoca, hincar lo simbólico en los cuerpos de los compañeros, resistir la cosificación, además de crear, en el marco de una precariedad extrema, vínculos comunitarios a partir de lo hablado. Así, la supervivencia dentro de los campos pudo ligarse a una red silenciosa de significantes. «A pesar del terror, la tortura y la depravación –anota la autora– los prisioneros se las ingeniaban para resistir al proyecto de deshumanización de sus captores. En La Perla, los detenidos memorizaban tantos nombres de sus compañeros como pudieran, los repetían uno por uno, en la oscuridad solitaria de sus tubos» (p. 134).

La práctica literaria no estuvo ajena a esta secreta resistencia. Entre una de las historias que recopila Feitlowitz figura la del secuestrado Abel Rovino, poeta y pintor, detenido en Devoto. «Copiábamos libros obsesivamente… Con trescientos guardias alrededor no era exactamente fácil; pero [como dije] estábamos obsesionados. Enrollábamos las páginas en caramelos, las envolvíamos en plástico y nos las tragábamos» (p. 136). Los detenidos ingerían los dulces antes de ser trasladados o liberados y luego rescataban los textos en sus heces. Así pasó con Cacho Paoletti, poeta, que logró redactar dos libros en la cárcel. «Mientras escribía, sus compañeros de celda copiaban sus versos para los caramelos» (p. 136). En el análisis que hace de The Body in Pain, Judith Butler escribe que el torturado, al perder el lenguaje, pierde la capacidad de documentar lo acontecido. De esta forma, la tortura elimina a su propio testigo. Victoria Benítez, detenida también en Devoto, se resistió a perder el lenguaje redactando dos revistas clandestinas: «Escribíamos en cualquier pedazo de papel que encontráramos, lo hacíamos una pelota y enrollábamos la pelota en plástico. Nos pasábamos esos paquetes entre nosotras en el baño y con frecuencia los llevábamos en nuestras vaginas» (p. 136).

La obsesión por la «claridad»  llegó a proyectos inusitados como «la campaña lingüística especial» destinada a detectar «la infiltración marxista en las escuelas» (p. 84). Según este procedimiento, la detección del enemigo se daba al nivel del lenguaje: la dictadura debía practicar una atenta escucha para localizar un vocabulario específico. Había palabras como «diálogo», «burguesía», «Latinoamérica» o «explotación», síntomas de anomalía. Otros términos eran recluidos en un campo semántico determinado. La palabra «célula», por ejemplo, «debía limitarse estrictamente a la biología» (p. 84). La campaña contra la «infidelidad de las palabras»  se complementaba con una desinformación sistemática. Los pocos datos que se daban a conocer sobre la situación de los secuestrados se sumaban a una metódica violencia discursiva. Para los torturadores, el desaparecido era alguien que «desertó», «que vive en el extranjero»  o como formulara el dictador Roberto Viola en su discurso de mayo de 1979,  alguien que está «ausente para siempre» o que su «destino» era «desaparecer».

Varios estudios sobre la violencia y el lenguaje han puesto el acento en el quiebre de lo simbólico como mecanismo de descontextualización y negación de un otro que sujeta. Nociones como tiempo y espacio son afectadas, y con ellas cualquier posibilidad de articulación a nivel social. Un léxico… nos posibilita leer el recorrido que hacen las palabras desde la mesa de tortura a la escuela primaria, y de ésta a un vuelo de la muerte, como si las palabras encontraran su revés o su retorno en una sociedad convertida en dictadura hablada. «Su señoría, es muy difícil para mí usar la palabra trasladar porque la usaban cuando se llevaban a alguien que no veíamos nunca más. Así que solamente voy a usar la palabra para referirme a esas personas, y en todos los otros casos debo usar la palabra mover» (p. 111), declaró un sobreviviente a un juez ya entrada la democracia.

El trabajo se complementa con un listado de palabras y frases que fueron eje fundamental de la violencia que sufrió la población durante la dictadura y en los años posteriores. «La Cacha», por la Cachavacha, personaje de dibujo animado que representaba a una bruja, era el nombre de un centro clandestino de detención; «Escuela de los mudos» era el apodo que los militares le habían puesto a otro centro en el noreste de Misiones; la «Pecera» era el sitio donde los detenidos con más preparación eran explotados mecanografiando informes o encuestas de todo tipo. «Después de años de reunir testimonios, estoy convencida de que no comenzaremos a comprender qué sucedió en la Argentina hasta tener cierta sensación de cómo se vivían las palabras» (p. 107), dice la autora. El estudio traspasa las fronteras de la dictadura y analiza de qué forma palabras como «heridas» o «guerra» fueron utilizadas por los mismos torturadores para establecer la famosa teoría de los dos demonios.

El libro de Feitlowitz se edita en un país convulsionado políticamente. Gran parte de la campaña del actual presidente Mauricio Macri estuvo dirigida a un electorado «cansado de las palabras», a pesar de que para su triunfo fuera determinante la concentración de la lengua en manos del monopolio mediático. En una de sus más desafortunadas declaraciones, el empresario afirmó que con él se acababan «los curros en derechos humanos». La erosión del lenguaje político por parte de la «nueva derecha» se materializó en el desprestigio de la cadena nacional, órgano de comunicación gubernamental que su predecesora, Cristina Kirchner, elevó a categorías políticas y educativas extraordinarias. Fue también la mandataria quien nombró a Eduardo de Pedro, hijo de desaparecidos, en el cargo de Secretario General de la Presidencia. De Pedro fue agredido en varias ocasiones debido a su tartamudez. Es precisamente en su profunda lengua donde parecieran concentrarse hoy las interrupciones, el trauma y la persistencia de una disputa por el campo del sentido en Argentina.

Acerca del autor

Iván Peñoñori

Licenciado en Creación Literaria por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y diplomado en psicoanálisis por la misma institución. Actualmente realiza la Maestría en…

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