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JEP, periodista cultural: un paisaje ignoto

Los homenajes suelen ser experiencias contrarias a la literatura.1 Mientras ésta genera disenso crítico, expande la anomalía o muestra lo inadmisible, genera crisis y produce incomodidades, los homenajes suelen trabajar en sentido inverso: apelan a la normalización y al consenso, al acomodo y a la consagración. Quizá un modo de evitar lo anterior es rastrear aquello que dentro de la obra de un autor sigue mostrando formas de la experiencia que no han sido asimiladas, aquello que todavía se sustrae a las hegemonías del lenguaje.

Cuando hablamos de José Emilio Pacheco, la imagen primera que aparece ante nuestros ojos es la del poeta de la desolación lúcida y la del narrador de las infancias rotas; enseguida pensamos en el obstinado traductor y en el antologador preciso; pero en el recuento de su escritura, sólo hasta el final lo caracterizamos como ensayista, y aún más tardíamente como periodista cultural. Sin duda esta percepción demuestra que existe ahí un paisaje relativamente ignoto, sobre todo para quienes se acercan de manera más reciente a su obra.

Asimismo, llama la atención que halla pocos estudios sobre esta faceta de su labor como escritor, en especial cuando nos percatamos de todo lo que publicó en periódicos y revistas: desde mediados de los años cincuenta aparecen sus colaboraciones en distintos suplementos y publicaciones como Estaciones, Medio Siglo, México en la Cultura, La Cultura en México, El Heraldo Cultural, Revista de la Universidad de México, Plural, Vuelta, Proceso… Aunque mantuvo distintas columnas (“Simpatías y diferencias”, “Calendario”, “El minutero”, “Libros”, “Poesía”, “Reloj de arena”), la más importante fue sin duda Inventario, firmada sólo con sus siglas (JEP) y en la cual desplegó la mayor cantidad de su pensamiento literario, así como los hallazgos de su incansable actividad como lector. Aún no se tiene un recuento preciso de la suma de los textos publicados sólo bajo el título de Inventario, pero rebasan los mil escritos, todos realizados entre 1973 y 2014.2 De haberlos compilado, habrían dado al menos para una veintena de libros.

Como es claro, una de las razones de esta desatención crítica tiene que ver con la dispersión de los textos, la cual responde a la ‘poética de la reescritura’ que practicó Pacheco, de la cual ya muchos han hablado. Vicente Quirarte escribió que “José Emilio es uno de nuestros grandes escritores porque es el más inseguro de todos”. La constante autocorrección que practicaba en torno a sus textos partía de un ideal inalcanzable, más no por ello renunciable: sin la búsqueda de perfección, la literatura no logra su mejor momento, que es a fin de cuentas el que es necesario ofrecerle al lector. “Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección” escribió Pacheco. Al justificar el porqué no le daba a sus textos periodísticos la forma de libro, solía decir: “porque tendría que reescribirlos, actualizarlos, tal como están carecen de interés”. Al respecto, Carlos Monsiváis opinaba lo contrario: “Su alegato no convence en lo mínimo, al ser Inventario la mejor sección del periodismo cultural en México de la segunda mitad del siglo XX”.

No es difícil comprender esta divergencia: mientras Pacheco persistía en la noción de perfeccionamiento estético, heredada del clasicismo de Alfonso Reyes, Monsiváis había abandonado, prácticamente desde sus inicios, la idea de publicar LA OBRA. En ese sentido, no sólo tenían ideologías distintas respecto a la idea de trascendencia, sino que practicaban dos formas del periodismo diferenciadas: si Monsiváis hizo de la crónica el centro de su creación, Pacheco estaba más cerca del periodismo de opinión y lo concebía de manera secundaria, lo que le permitía privilegiar a la poesía sobre esta otra faceta de su escritura. Lo digo de otro modo: mientras Monsiváis estaba instalado en el asfalto y participaba de los acontecimientos de su presente político, Pacheco optaba por descifrar el pasado y prefería mirar la calle desde su ventana.

En todo caso, el hecho de que Inventario no haya tomado la forma de libro, si bien ha preservado esa parte de su obra de cierta canonización, nos arrebató algunos de los volúmenes de crítica cultural más significativos de la intelligentzia mexicana y nos impidió acercarnos a la escritura de Pacheco sin la carga aurática que profesó en el resto de sus escritos. De igual modo, esta carencia hizo perdidizos ciertos eslabones de la historia del periodismo cultural mexicano y las formas innovadoras con que Pacheco lo practicó. Habría que indagar al respecto.

Si algo define a sus colaboraciones semanales es la intención de preservar el carácter propedéutico y la preceptiva pública del periodismo. A la hora de reseñar textos o hablar de algún suceso, Pacheco apuesta por volverse un intermediador entre el conocimiento erudito y el lector común. Se trata de construir panoramas literarios, históricos y culturales que sean accesibles, aportar a la formación del gusto literario, combinar amenidad e información, combatir la ignorancia y el analfabetismo funcional, usar la literatura para problematizar identidad, mundo social y nación. Hay en esta actitud tanto la idea de que la divulgación no puede estar separada de la crítica, como la fe en que la literatura es el resultado de un ejercicio colectivo y no debe desvincularse de la arena pública.

Esta concepción en torno al escritor, tan ajena al campo cultural de nuestros días (conciencia ética y estética aparecen ahora muchas veces desligadas), puede rastrearse en el siglo XIX, pero adquirió rasgos específicos en (y le fue propia a) el grupo en el que se formó Pacheco. Cada uno a su manera, Monsiváis, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Margo Glantz… cobraron conciencia de la necesidad de hacer prevalecer la vocación pública de la literatura, un aprendizaje que retomaron de Reyes y en particular de Fernando Benítez y de José Revueltas. Las circunstancias históricas también fueron propicias para llevar a cabo tal proyecto, en la medida en que tal idea en torno a la literatura sólo pudo adquirir concreción gracias al surgimiento de una serie de publicaciones de carácter liberal que buscaban nuevos canales de expresión en un medio acostumbrado a la censura autoritaria. En un tiempo en que el Estado era el único patrocinador, el gran censor de todo discurso que no correspondiera con las claves cristalizadas del nacionalismo posrevolucionario, puede considerarse en verdad una revuelta cultural, el surgimiento de ciertas publicaciones como México en la Cultura (del diario Novedades), La cultura en México (del semanario Siempre!), la aparición de Proceso o la renovación que vivió La Revista de la Universidad (que en aquel entonces era, vaya nostalgia, un espacio de apertura, frescura y vitalidad). La función de estas publicaciones y de los intelectuales asociados a ellas contribuyó a inventar el periodismo cultural como actividad ajena al Estado.

Si la democratización de los bienes culturales y cierto liberalismo político resultan aspectos generacionales, Pacheco los proyecta a través de una escritura cuya exploración estilística apunta a una concepción dinámica y creativa del lector. En un texto titulado “Conversación entre las ruinas” (mayo de 1978), retrata la incertidumbre y las contradicciones que generan los cambios urbanos en un grupo de vecinos y apunta a una suerte de autogestión cívica del conocimiento:

Artemia: Sí, claro, desde tiempos de la colonia se dice: “Qué bonito va a ser México cuando lo acaben de hacer”.
Critilo: Miren, yo creo que los asuntos públicos son para discutirse públicamente y no en conversaciones personales.
Artemia: Además, ¿por qué no mandó llamar a nadie antes de poner en marcha su plan? Es el mismo sistema de Echeverría. ¿Se imaginan? Yo muy valiente hablando aquí o escribiendo mis textitos: pero comparezco ante el Poderoso y allí me vuelvo una pobre pendeja que dice a todo -¿quién no?- “Sí, señor”, “cómo no, señor”, “perdone usted, señor”, “lo entendía mal, señor”. Y luego, como me escuchó cinco minutos, no necesita ni siquiera comprarme: me tiene para siempre en su bolsillo […]
Andrenio: No sean apasionados ni arbitrarios: hay que esperar el juicio de la Historia.
Artemia: Me vale madre el juicio de la historia: juzgo lo que tengo aquí enfrentito de mis ojos. ¿Quieres más juicio que éste?
Critilo: Bueno no se peleen. Me permiten tomar un libro, antes que tenga que deshacerme de ellos, y leer unos párrafos?
Andrenio: ¿De quién?
Critilo: De Walter Benjamin. Creo que vienen muy al caso.

A través de diversas experimentaciones formales, en este caso una suerte de teatro social, Pacheco rompe constantemente la jerarquía propia de cualquier texto en donde el autor habla y el lector sólo debe escuchar. Cuando nos acercamos a Inventario, no sentimos que debemos rendir pleitesía a quien estamos leyendo, pues más que arrogancia, presunción o autosuficiencia, lo que percibimos es invitación, claridad y puesta en duda de las certezas monológicas. Pacheco inserta la cultura letrada no para mostrar su erudición y su autoridad discursiva, sino como una apuesta por constituir sujetos críticos, en lugar de lectores cínicos o hedonistas. Sus inventarios son sobre todo eso: un método para desmantelar la autocomplacencia, un medio para pensar al país y proponerle una forma, en este caso abierta o plural, pero nunca unívoca –como sí lo habría querido el empobrecido y esquemático discurso de la Unidad Nacional, cuyo peso era mayúsculo en los años en que se gestó el proyecto escritural de Pacheco.

Más que un género en sí mismo (como lo ha pensado Olea Franco), Inventario, en tanto columna, resulta una plataforma heterogénea que le permite explorar múltiples registros y textualidades, que a veces conviven y en otras ocasiones resultan muy disímiles, pero siempre afirman su libertad creativa y su compromiso con la expresión justa. Hay, por supuesto, ensayos y crónicas, pero también reseñas, poemas tanto en verso como en prosa, traducciones y artículos de opinión, viñetas, cuadros de costumbres, cuentos, efemérides, algunas minificciones, fragmentos de obras dramáticas, así como textos en donde la imaginación histórica se toca con la ficción, la parodia o la alegoría.

En marzo de 1981, por ejemplo, publica un texto que alude tanto a las crónicas de Salvador Novo, como al mundo del humor involuntario en que se ha convertido la vida política del país: “La vida en México durante el periodo presidencial de Rafael Baledón (1982-84)”:

Julio 14: A mediodía Fidel Velázquez y las autoridades del Congreso del Trabajo se presentan en casa de Rafael Baledón para destaparlo como candidato del PRI. La sorpresa estremece al país, sobre todo a la inmensa mayoría de mexicanos que aún no habían nacido en los cuarentas, década en que Rafael Baledón formó una pareja cinematográfica relativamente célebre con su esposa Lilia Michel, entonces conocida como “La chica del suéter”. “No hubo madruguete”, declara Fidel Velázquez. “Auscultamos cuidadosamente el sentir popular y vimos que, aquí y ahora, Baledón es El Hombre. Nuestra época es el tiempo del fin de los prejuicios. Reagan ha demostrado que los políticos son actores y los actores son políticos natos. Por su actividad misma están acostumbrados a entenderlo todo y a ponerse en cualquier situación” […] 1982 Septiembre-noviembre: cataclísmico fin de sexenio: el peso se desploma a 52 por dólar, la inflación se dispara a niveles israelíes y se calcula que llegará al 130 por ciento. […] Primero de diciembre: Toma de posesión. Se repite la escena de 30 años atrás, cuando Alemán y Ruiz Cortines: Rafael Baledón blande el dedo admonitorio contra su antecesor en presencia suya y en pleno discurso. Por la noche Ernesto Alonso, secretario de Gobernación, da a conocer a los colaboradores del nuevo presidente, entre ellos, como era de esperarse, mucha “gente del espectáculo”: embajador en Washington: Piporro, secretario de la Defensa: el Indio Fernández; Educación: Chespirito; Relaciones: María Félix; Hacienda: Cantinflas; Programación y Presupuesto: Pelayo; PEMEX: Antonio Badú; Turismo: Olga Breeskin.

Esta ficción paródica apunta a uno de los rasgos visibles en su periodismo cultural: la crítica política a través de la narración ficticia o de la crónica histórica. Una y otra vez Pacheco narrativiza el ayer, vuelve presente a la historia y al hacerlo consigue politizarla, creando lazos de continuidad entre los horrores del pasado y los que persisten en el hoy. En ocasiones intercala episodios históricos disímiles para remarcar esos vínculos, en otras hace hablar a los personajes célebres para humanizarlos y romper los estereotipos que se ciernen sobre ellos.

Pacheco prueba en su periodismo que todos nuestros grandes escritores han sido grandes historiadores. En una viñeta en torno a la guerra cristera (septiembre de 1984), describe:

Así como el verdadero objeto de la tortura no es arrancar confesiones sino difundir el terror, se ahorca menos para economizar balas que para servirse de los cadáveres como advertencia. Un ahorcado impresiona más que la víctima de un fusilamiento. El gesto atroz deja lugar en unas horas a las muecas de la putrefacción. El cuerpo hiede y se mece en el viento. Los zopilotes le arrancan ojos, lengua y entrañas. Los gusanos que lo devoran no tardan en convertirse en moscas.
Aun si volvemos la vista y nos tapamos la nariz, el rumor de las alas en una hilera de ahorcados será algo que no olvidaremos nunca. Hay penas severas contra quienes los descuelguen y pronto los cadáveres se transforman en esqueletos cubiertos de andrajos y mechones, todavía más dóciles al impulso del viento. El espectáculo y el crujir de huesos representan una advertencia que ninguna otra puede superar. El árbol que es la vida y el símbolo del mundo se ve degradado a estandarte de muerte. El único fruto de la guerra cristera son los bosques de muertos, los bordes de caminos y vías férreas llenos de esqueletos sonoros, de calaveras que perpetúan la mueca de espanto.

Así, al tomar el punto de vista de quienes han sido estigmatizados negativamente por la historia oficial (Toral, los cristeros), muestra el conflicto permanente entre el discurso autoritario del nacionalismo revolucionario y los disensos que éste es incapaz de incorporar. No hay duda: en su periodismo, Pacheco es mordaz ensayista cívico-político y también meticuloso historiador (de las oralidades, de diversas literaturas, de atmósferas culturales). Esto es posible gracias a que observa los fenómenos históricos de manera desprejuiciada, sin jerarquizar de antemano sus valores intrínsecos. En Pacheco hay una relación íntima entre su interés por la cultura masiva y su pasión histórica: el diálogo con el pasado, en un país como éste, trae consigo el sustrato de lo popular. ¿Cómo comprender la poesía sin las resonancias del lenguaje cotidiano?, ¿el devenir del país sin sus multitudinarias rebeliones históricas?, ¿la historia de la novela sin los imaginarios colectivos que la atraviesan? Para Pacheco, la cultura de masas ya no puede entenderse sólo como el resultado de un proceso de alienación mercantil, sino como el espacio en donde se gestan cuestionamientos, formas de vida y resistencias, en suma, una dimensión de la cultura tan valiosa como cualquier otra.

Unos días después del asesinato de John Lennon, Pacheco publica un texto titulado “The dream is over. Por el camino de John”. En él recupera graffitis clásicos, como el escrito en un bulevar del París de 1968 (“Vladimir Illitch Lennon”) y reflexiona de diversos modos, sobre la importancia de la música pop en el mundo contemporáneo: “Nadie, ni siquiera Shakespeare ni el Departamento de Estado norteamericano, hizo tanto como él por la difusión del inglés. Millones lo aprendieron en sus discos. Otros memorizaron sus letras sin saber lo que significan. Para ellos y ellas son simplemente otra forma de música, verdaderos poemas sin palabras”. En otro texto titulado “Corresponsal en pornotopía” (mayo de 1981), Pacheco comenta la autobiografía de Linda Lovelace, protagonista de una cinta clásica del cine porno norteamericano, Garganta profunda, y realiza una reflexión sobre nuestra relación, velozmente anacrónica, con la pornografía:

La antigua pornografía ha perdido por sobrexposición gran parte de su atractivo. No puede existir sin un tabú al cual violar. La noción misma de pecado se está desgastando. La lujuria se ha vuelto vicio menor. Ya ni siquiera las mexicanas y los mexicanos educados en la edad de piedra en que se llamaba “blanquillos” a los huevos y las partes del cuerpo sólo podían mencionarse con eufemismos o por perífrasis, se asombran de leer en el último Time que la pornoviolencia de 1975, la exhibición dramatizada del sadomasoquismo, es en 1981 un servicio al alcance de quien lo desee y pueda pagarlo a la tarifa de un dólar por minuto. (Se aceptan tarjetas de crédito) […] Como la antiutopía en que languidecen, camino hacia el sepulcro, nuestras vidas merecedoras de algo mejor, Pornotopía es prisionera del tiempo. Su límite es la caducidad. Su destino ineluctable la muerte. Nada envejece tan rápido como la pornografía. Quien mira una revista ya no digamos de 1957 sino de 1971, no entenderá cómo alguien pudo excitarse con tales ridiculeces.

Como se ve, Pacheco no limitó sus reflexiones y acercamientos a sólo ciertos objetos de interés en función del prestigio cultural que éstos podían o no otorgarle. En ese sentido, pertenece a la generación que usó el periodismo para mirar en clave moral el amplio mundo de la cultura. Por eso, cuando lo leemos nos encontramos no sólo ante la idea del humanista total (el escritor que practica todos los géneros, el lector al que siempre le faltan libros por descubrir, el poeta interesado en todas las tradiciones líricas), sino ante la noción del crítico cultural que usa el mundo de las letras para pensar y problematizar la realidad. Leer sus inventarios nos permite acercarnos tanto a su biografía intelectual (conocer a quiénes leía y cómo los leía), como a la historia de las tradiciones literarias y culturales que convergieron en el campo cultural mexicano de las últimas décadas. Los apuntes históricos, literarios, críticos y ficcionales vertidos en aquella inusual columna, más que temas, ofrecen posturas: la defensa de la autonomía lectora contra el paternalismo y la solemnidad dominantes, la conciencia sobre los fracasos históricos para evitar caer en la demagogia triunfalista, el valor y la actualización de las herencias culturales contra la banalidad de las experiencias, la fe en el humanismo para resistir las barbaries y las violencias de la modernidad. En medio de todo eso, persiste un rasgo que es valor intrínseco: si los temas son graves, el tono de Pacheco no lo es. El humor a partir de la ironía y la sátira suelen salvar a nuestro pensador, que había aprendido que el efecto cómico siempre otorga mayor vitalidad y encanto a la invectiva social.

Como crítico literario, Pacheco realiza en sus inventarios un examen exhaustivo y selectivo de la tradición, y usa la crítica, quién lo creería ahora, para dialogar con otros libros. La literatura como conversación intelectual continua y honesta con lectores múltiples, diversos y desjerarquizados, y como la oportunidad de establecer las admiraciones literarias propias, resulta exhaustiva en Pacheco, quien lo mismo lee literatura del siglo XVII que novela gráfica, filosofía política contemporánea e historia medieval. A partir de ahí, construye sus propios mapas, no por el valor de las obras en sí mismas, sino por lo que éstas dicen sobre ciertas épocas que es necesario comprender y en todo caso emular.

José Emilio Pacheco. Fotografía de Lola Álvarez Bravo

Concluyo, lamentando otra vez, que no sea de fácil consulta la labor periodística de la que he venido hablando. Ya Gabriel Zaid, refiriéndose al amor que Pacheco prodigaba a los textos ajenos, afirmó que para “cuidar los intereses del lector anónimo”, hay que respetar “los libros que él mismo organizó y revisó, pero recogiendo [también] lo que está a la deriva”. Tiene razón. Los inventarios requieren un inventario y también un Max Brod que los publique en contra de la voluntad expresa de su autor.

Acerca del autor

Jezreel Salazar

Licenciado en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Maestro en Sociología Política por el Instituto Mora. Doctor en Letras por la UNAM. Es profesor de literatura en la Universidad…

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Notas al pie:

  1. Este texto fue leído en el «Homenaje a José Emilio Pacheco» el 29 de septiembre de 2014 en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
  2. La columna se publicó primero, por iniciativa de Julio Scherer e Ignacio Solares, en “Diorama de la cultura”, el suplemento de Excélsior, entre agosto de 1973 y julio de 1974. Después pasó a Proceso, luego de la crisis del periódico derivada, como se sabe, de un escandaloso acto de censura gubernamental.