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Juan Cárdenas o la memoria como imposibilidad

JUAN CÁRDENAS. Los estratos. Cáceres: Periférica, 2013, 202 p.

Los versos finales del “Elogio de la sombra” de Jorge Luis Borges son un breve resumen del modo en que la memoria está siendo representada en los últimos años por los narradores iberoamericanos:

Como en los sueños,

detrás del rostro que nos mira no hay nadie.

Anverso sin reverso,

moneda de una sola cara, las cosas.

Esas miserias son los bienes

que el precipitado tiempo nos deja.

Somos nuestra memoria,

somos ese quimérico museo de formas inconstantes,

ese montón de espejos rotos.

¿Es posible restaurar un recuerdo perdido? Esta pregunta moldea la trama de Los estratos, la última novela del escritor colombiano Juan Cárdenas, cuya preocupación por el pasado y su conexión con el presente tienen mucho que ver con lo delineado por Borges: con insistencia, la obra remite a las dificultades para acceder, con éxito, a los laberintos de la evocación. De ese museo monstruoso, pareciera decirnos Cárdenas, sólo es posible extraer atisbos e incertidumbre, extrañezas y horror. El protagonista de esta novela no sufre el célebre mal de Funes, el padecimiento de la memoria total. Su enfermedad es la contraria: la imposibilidad de recordar con mínima fidelidad lo que ha vivido. Un día, en medio de un apagón, lo asalta un recuerdo borroso que, en las jornadas siguientes, no deja de asediarlo. A partir de ahí, la memoria se vuelve el motor de la trama; el personaje principal comienza la búsqueda por develar el enigma detrás de ese recuerdo y esto lo lleva a emprender un viaje que, de manera en principio sutil y luego de modo radical, desestabiliza las frágiles certezas que sostienen su vida.

Al autopercibirse atrapado en medio de una vida asfixiante, cargada de atmósferas de hastío y sinsentido, el personaje emprende un viaje que es al mismo tiempo fuga de su alienación y búsqueda de sí mismo. La ruptura de su cotidianidad y el abandono de valores entendidos y privilegios de clase, lo llevan a indagar no sólo en su pasado, sino en todo aquello que representa un “afuera” de su entorno vital. Viaje hacia lo otro y hacia la infancia, la novela es el retrato de un desclasamiento, de una aventura que implica tanto ruptura de lazos sociales como apertura hacia otras formas de experiencia y hacia un contacto menos estratificado con los otros. En la medida en que el personaje rechaza el compromiso (el vínculo con las mujeres) y el dinero (su lugar social), puede hablarse de un relato policial en potencia. Se trata de un investigador intuido, cuya búsqueda de independencia requiere conquistar un lugar autónomo, sólo asequible a través del desplazamiento (de la ciudad a la selva, del mundo burgués a un mundo subalterno o soterrado).

Esta tentativa de abandono de la sociedad es el elemento más visible en el diálogo que esta obra establece con La vorágine. Y es que la utopía social detrás de Los estratos no es muy distinta de la que aparecía en la obra de José Eustasio Rivera –en donde la civilización debía ser negada para no terminar por subsumirnos a sus horrores cotidianos. Así se enuncia en un fragmento de la novela de Cárdenas tal imaginario: “la nobleza de los lugares depende en gran medida de que algunos objetos puedan salir de circulación y envejecer tranquilamente, sin que la gente los esté manoseando”. Estar fuera la normalidad social, la convención y de cualquier institución, resulta en esta perspectiva, un valor y el punto de partida para recuperar aquello que desde la infancia se extravió.

No es extraño que, en la narrativa contemporánea, el relato de un viaje sea, al mismo tiempo, el relato de una investigación. Lo significativo de la obra de Cárdenas es que ambos relatos se encuentran truncados. Lo que pareciera anunciarse como viaje iniciático que llevará al protagonista a la revelación restauradora y a su resurrección simbólica, no termina de constituirse del todo. El hallazgo (dudoso) de la nana, tampoco genera un cierre terapéutico. La narración juega con lo inminente y su frustración: la epifanía nunca se produce. De igual modo, el desplazamiento que a lo largo de la novela realiza el personaje, no transforma el inicial recuerdo involuntario en un verdadero trabajo elaborativo (working-through), sino que termina por quitarle valor a la intención activa por recuperar y resignificar el pasado: si la memoria es un lugar al que no se tiene acceso, es lo de menos, porque lo importante, nos sugiere el texto, no está en registrar el pasado, ni en encontrarle un sentido. La experiencia transformadora habita en otro lado.

En la etapa final de su viaje, al conversar con el indio-detective, el protagonista intenta justificar su voluntad de registro a través de grabaciones digitales: “quizás lo necesito para dejar algo, no sé, un registro, es como un diario … Para mantener un control de lo que pasa, aunque sea a saltos, un relato”. La respuesta remite al viaje místico que, a través de una sustancia alucinógena, están por emprender, pero sobre todo a la negación de las palabras y las experiencias basadas en una identidad sólida: “Ya no le hace falta, insiste. Eso del relato es puro egoísmo, puro yo-yo. Después, cuando tome el remedio, va a ver que no necesita grabar nada. Todo queda grabado, lo quiera uno o no. Todo está marcado por todas partes”.

Como se ve, la novela pareciera postular la irrelevancia de toda interpretación construida a través del lenguaje. (“Todavía habla demasiado”, le reprocha el guía). Y esto se encuentra dado desde la misma construcción del personaje. Si algo lo define es ser lo contrario a un buen lector: gracias a un autoescarnio continuo, el protagonista se presenta como alguien que siempre duda de lo que observa, no logra descifrar lo que vive o su interpretación siempre queda postergada, trunca o resulta restringida. De hecho, todo aquel que posee un papel exegético en la novela, se halla en alguna circunstancia que le merma autoridad. La expsiquiatra, por ejemplo, ha sustituido su carrera clínica para dedicarse a restaurar muebles y cuando le propone a su expaciente interpretaciones psicoanalíticas, éstas resultan esquemáticas o ella misma las califica como delirantes. ¿Está tematizando Cárdenas la crisis del intelectual? No sólo eso.

La alienación que invade las atmósferas urbanas del libro está construida a través de personajes y espacios cuyo nombre nos ha sido escatimado. Y éstos se hallan insertos en una trama en la cual algo está siempre oculto: la relación entre el padre y la nana, las actividades misteriosas de la esposa, las extrañas anotaciones del tío a La vorágine… En otras palabras, en el imaginario literario de Los estratos, la realidad no puede ser nombrada con precisión y de hecho posee una condición indefinida. Estamos, en este sentido, ante un narrador impotente o desautorizado: no sabe del todo ni lo que ocurre en su propio interior, en el universo de sus sueños y sus recuerdos. Vive, en buena medida, al tanteo, sin posibilidad de integrarse a ningún espacio social, receloso de los otros; es la puesta en escena de un punto de vista basado en la desconfianza –la cual se proyecta, sin piedad, en contra de la propia percepción. Resulta, de este modo, todo lo contrario al narrador despótico y omnisciente que es capaz de expresarlo todo, tan característico de la estética de la novela total.

¿Puede todavía alguien escribir un relato con autoridad?, ¿puede todavía un viajero ser la bisagra del diálogo intercultural? Si en su recorrido hacia la otredad el personaje va desplazándose a través de distintas capas sociales (estratos que implican imaginarios, prácticas y valores disímiles), lo lógico es que cumpla la función de ser un puente cultural. No obstante, la trama expone el fracaso de tal misión. Desde el inicio se encuentra rota la posibilidad de mediar entre dos mundos (la ciudad y la selva, la alta cultura y la cultura popular, los relatos autorizados y los relatos excluidos). De hecho, conforme la historia avanza, la dificultad para constituirse como traductor cultural e intermediador social resulta cada vez más visible. En un momento dado, el lector es testigo de cómo quien narra exhibe rasgos de creciente incoherencia, que rayan en el delirio o la mitomanía. Uno de los logros del texto es esa puesta en escena del vínculo locura-lenguaje-realidad, lo cual sólo resulta explicable a partir de una serie de detalles que remiten a todo aquello que viene de la memoria colectiva y que, al parecer, se sintomatiza en la voz del narrador.

Edmundo Paz Soldán ha dicho que “las novelas de Cárdenas están ambientadas en el presente, pero se trata de un presente sedimentado de los rastros graves de la historia, que aparecen sin cesar con su impactante carga de violencia”. En diversos pasajes de Los estratos pueden detectarse esas herencias dolientes que provienen del pasado y que, en modos subrepticios, persisten como silenciosos espantos del presente. Al referirse a la profilaxis social que se ejerce en contra de los perros callejeros, el narrador afirma: “Simplemente las manadas desaparecen. El trabajo es invisible y el resultado también”. Las referencias a momentos históricos de violencia radical (y el leitmotiv de la locura potencial del personaje) remiten por lo demás a los legados del horror del pasado y al modo en que éste se filtra, de modo casi imperceptible, en la vida cotidiana. Al hablar del modo en que la violencia afecta no sólo la identidad, sino nuestra relación con el pasado, Elizabeth Jelin afirma: “La memoria queda desarticulada y sólo aparecen huellas dolorosas, patologías y silencios. Lo traumático altera la temporalidad de otros procesos psíquicos y la memoria no los puede tomar, no puede recuperar, transmitir o comunicar lo vivido”. ¿No es esto lo que ocurre precisamente con la novela de Cárdenas?

Así, podría pensarse que la obra tiene como tema la imposibilidad del sentido. Mejor: la obra concibe el sentido de la narración como imposibilidad. Como si la violencia referida, de manera elíptica, a lo largo del texto hubiese roto la relación natural entre el sujeto y el lenguaje, que es a fin de cuentas, la relación entre el sujeto y su mundo. Por eso, las experiencias que poseen valor al interior de la trama siempre están remitidas a aquello que no puede transmitirse con palabras, como si estuviesen situadas más allá de los límites del lenguaje. Obviamente vienen a la cabeza los planteamientos de Walter Benjamin respecto a la progresiva degradación de la experiencia y el reto que este fenómeno le imponía al narrador. En el caso de Cárdenas, tal degradación toma la forma de una continua corrosión de lo real. Sus reflexiones sobre la arbitrariedad de la verosimilitud son paradigmáticas de lo que digo. Si la literatura busca representar estéticamente el imaginario cultural de una época, el universo narrativo de Cárdenas refiere a la dificultad para construir sentido, dada por causas difíciles de asir, pero que quizá remitan a la ausencia de imaginarios políticos viables, a los referentes identitarios en crisis y a la saturación de información que enfrentamos todos los días.

De acuerdo a lo anterior, leer Los estratos en términos de construcción de la intriga o de eficacia narrativa, resulta un desacierto. La novela propone, de hecho, problemas de interpretación para el lector tradicional, para aquel que desea encontrar sentido, coherencia y unidad en una historia que, según Cárdenas, ya no es posible narrar de manera acabada. Quizá esa sea la intención de aquellos fragmentos que aparecen al final de cada apartado, los cuales, en principio, resultan desconcertantes por su heterogeneidad narrativa y naturaleza ambigua; pero al final son la expresión de esa indecibilidad, de eso que ya no es posible enunciar.

Por último, hay que decir que el propio Cárdenas ha dicho, en varias ocasiones, que escribió el texto pensando que la mayoría de las obras modernas narran la historia “de cómo se destruye la vida de una persona”, y que, en contra de esa tradición, buscó narrar “un proceso de sanación”. Leído en términos de una narración terapéutica el texto resulta revelador y apunta a una paradoja muy significativa: mientras el personaje avanza en fuga de su mundo asfixiante, rastreando lo que del pasado le provoca incertidumbre, la narración se vuelve cada vez menos coherente y legible. Los extrañamientos, la imposibilidad de acceder al recuerdo total, la voz cada vez menos unívoca, aparecen de manera remarcada. Así, la forma del texto refuta su trama. La obra pareciera decirnos que la cura consiste en la pérdida del sentido. Quizá esta aparente contradicción es lo que caracteriza el proyecto estético y político de Cárdenas, que resulta a fin de cuentas muy perturbador. El valor de su obra consiste pensar la literatura como una práctica escritural que sigue buscando enunciar aquello que nos es indecible.

Acerca del autor

Jezreel Salazar

Licenciado en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Maestro en Sociología Política por el Instituto Mora. Doctor en Letras por la UNAM. Es profesor de literatura en la Universidad…

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