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Manual hecho de lengua convertido en piedra. Sobre Croma de Emilio Gordillo

I.

 

El chroma key es una técnica de manipulación digital de las imágenes: un telón verde o azul (colores ajenos a la piel humana) es usado como fondo de la acción, para que luego pueda ser reemplazado por cualquier otro mediante una computadora. Croma es, pues, una «palabra extraña» que borra color y mundo para «inventar mundos», a través de «los pigmentos más alejados. Carne humana. Distancia» (Gordillo, pp. 21 y 23).

El TPM (Total Productive Maintenance) es un método de control de la eficiencia industrial, de origen japonesa (toyotista y pos-fordista), que prescribe un involucramiento orgánico de toda la fuerza de trabajo, no sólo en la producción, sino también en el mantenimiento preventivo de las máquinas: se busca de tal manera reducir futuras averías, maximizar y flexibilizar la producción, aumentar la calidad y, al mismo tiempo, “responsabilizar” a los trabajadores por su entorno de trabajo (funcionamiento, resultados, “moral”: en el doble sentido de ética de trabajo y “estado de ánimo” del conjunto productivo). TPM es «implicancia activa de todos los empleados» (p. 50), es «una nueva forma de vida» (p. 17).

El sistema del metro de una ciudad es «un mundo autónomo. El mejor espacio. El más eficaz» (p. 121): permite recorrer el cuerpo expandido de la metrópolis borrando su carne, sobreponiéndole un mapa de arterias verdes, azules, bidimensionales; es una imagen del desplazamiento anestésico, distancia y tiempo optimizados para quienes no son «mucho más que un rol difuso en un sitio dentro del vagón»: «Personal sin trama» (p. 13). El Metro de Santiago de Chile como puente y experimento, demonstración del éxito del sistema, en el cambio continuo de una forma por otra: «Se seleccionará otra máquina, luego otra y así sucesivamente, hasta completar la tarea de convertir las plantas en “clase mundial”» (p. 107).

Hay una circulación metonímica entre estos tres planos y las masas sin rostros que los habitan: Emilio Gordillo usa su potencialidad para cartografiar nuestro presente de neoliberalismo salvaje, sobreponiéndolos de manera implacable en la construcción de Croma, su primera novela (Alquimia, 2013). La releo a distancia de unos meses de su presentación mexicana en la Casa Refugio Citlatléptl, el 10 de diciembre de 2013. Y me doy cuenta de que en pocas semanas, la mayoría de mis apuntes, hechos con lápiz entre las palabras y las imágenes del libro, se mancharon, se borraron o se volvieron parcialmente ilegibles. En el texto que escribí para la presentación (y que aquí en parte retomo), subrayaba esta avería preventiva de la «novela artefacto» (Espinosa) de Gordillo, una avería “programada” por el objeto-libro que tenemos entre las manos. Esta novela me parece pensada –escribía– para inscribir su mismo fracaso. Empezando, además, por esta edición en papel couché que a veces resiste la lectura, pero sobre todo resiste la re-escritura, las glosas: los comentarios al margen o entre-líneas, si se usa un lápiz, se borran; si se usa una pluma, se manchan, lo manchan todo: hay tachadura en ambos casos. Prefiero la mancha. Prefiero pensar que la lectura de este texto lo tiene que manchar, lo tiene que ensuciar.

Otra vez volvería, pues, a la mancha, a una idea de la mancha como sabotaje y resistencia al mantenimiento del texto. Porque el texto de Croma parece mantenerse acercándose peligrosamente a lo que quiere dinamitar: su montaje es cromático. La novela no sólo usa el “croma” como una alegoría de Santiago de Chile, de Chile y del sistema-mundo en nuestra situación de capitalismo tardío, sino que lo señala como su propio lugar de enunciación y como técnica de superposición de narrativas y textualidades heterogéneas. Es importante, pues, señalar este gesto: a diferencia de las imágenes que salen del croma, a diferencia y en contra de los efectos especiales como norma fetichizada del capitalismo neoliberal –borramiento de los modos de producción en el consumo eufórico (y desesperado) de imágenes, objetos, discursos y estilos de vida– la novela exhibe y nos hace instalar en el centro difuminado de su maquinaria textual. Durante toda la lectura nunca sabremos cuál es el telón de fondo de acciones y narraciones: tiempos y espacios se diluyen, se confunden e intercalan. Sin embargo, la superficialidad de las imágenes que salen del croma adquieren, aquí, una materialidad epidérmica y repelente: que nos invita a manumitirla, a intervenirla.

II.

Santiago vuelve a Santiago de Chile. Su retorno tiene la duración de un año, las «formas de una década» (p. 13) y el peso de un siglo estallado y coherente. Santiago vuelve a la ciudad de la que lleva el nombre para ajustar cuentas con un apellido: el de su padre, Francisco Scarcela, esquizofrénico y extremadamente lúcido, artífice del olvido y del abandono de su hijo. De sus balbuceos descompuestos derivan todos los conflictos y las contradicciones insolubles de la novela. Historia personal e historia (posnacional) del país no pueden, no logran colindar: para ajustar cuentas con su padre, cobrarle el olvido, Santiago tendría que volverse cómplice de un Chile en constante y ensordecedor mantenimiento totalitario, bajo la apariencia cromática de la democracia.

Personal sin trama: «En realidad», piensa Santiago en un principio que es también un final, o el principio de un fin que se muerde la cola, fisurándola, «bastaba sellar el ruido de su padre para que el resto de los ruidos agrupara sus formas y colores a la exigencia de los tiempos, del vagón, porque de eso se trataba todo: adaptarse al nuevo vagón, o no» (p. 13). O no: a este plan de olvido neurótico como exigencia de un presente absoluto («no olvides olvidar», p. 32) la novela se resiste; el gran desafío que se plantea, en cambio, es re-trazar y recrear las condiciones de posibilidad de la adaptación permanente, para provocar su implosión (más que una explosión, más que una bomba en el metro que no borra ni mapa ni croma: introducir los virus de su mal-funcionamiento). Francisco es uno de estos virus: se vuelve el murmullo, la interferencia de una memoria in-integrable. Una fisura en (el) Croma.

Francisco habla de una clase trabajadora abandonada, de un pasado disfuncional y sin voz; habla de su taller de escobillas, de olor a crin y aserrín; de tornos, manos sucias y pies descalzos; un taller que hay que seguir desarmando, mas que en realidad está ya desarmado: Francisco es el «sobreviviente de la industria textil» (p. 131), bajo cuyas ruinas crecen las Televisiones y la economía de la información: el croma; en su delirio, habla –y parece ser uno de los pocos en querer hacerlo– del rostro de Jaime Guzmán, el constitucionalista cuyo trabajo teórico y político sigue dibujando la corriente abisal de una sociedad económica y socialmente escindida; habla, así, Francisco –desde su desarme–, de la continuidad sustancial, sistémica entre dictadura y presente “pos-dictatorial”; mapea, bajo las diferentes caras del autoritarismo de Estado y de clase, el mantenimiento de un sistema capitalista salvaje: desde la sangre hasta la higienización pseudo-democrática.

¿Qué hacer con quien lleva el testimonio de tantos aplastamientos, quien lleva todavía el olor a sangre, a sangre roja y no verde, verdísima: azul? ¿Qué hacer cuando el simbólico parricidio de un padre ya socialmente inválido (una avería improductiva) se vuelve cómplice de la misma higienización cromática? Sellar su boca, neutralizar el ruido significa, para Santiago, volverse una extensión auto-inmunizadora de la «nueva gente» (no es casualidad que la “resolución” sea un internamiento psiquiátrico). «Los nuevos dueños, como tú», le dice Francisco (p. 131), reconociéndolo en su aporía definitiva, tajante, aterradora; bastan estas palabras para abandonar a Santiago otra vez, arrojándolo a ese vagón del metro del que, desde el principio, no puede salir, porque parece no tener un afuera: ni un enemigo, ni un padre.

Lo que se vuelve tan terrible, en la complejidad de la novela de Emilio Gordillo, es que parece no haber línea de fuga (la a-poría como ausencia de vía). El manual de manutención industrial que la novela inserta, como una interrupción sucia de sus páginas blancas –reproducción digital de fotocopias manchadas– es el lenguaje flexible, en constante mantenimiento, fragmentado, conciso, productivo al que la novela apunta: «Piedra hecha de lengua convertida en manual» (p. 132), piensa Santiago, ayudado por el narrador. El TPM se vuelve el principal dispositivo de subjetivación para una entera sociedad descompuesta y recompuesta en su «nueva forma de vida» interiorizada. El desafío de Croma es repetir el montaje, para sabotear su mantenimiento. Aprender de ese manual (del padre, pues: de la locura) y hacerlo su enemigo (sistémico): «Lo importante no es tanto el montaje como el mantenimiento de la cadena de montaje» (p. 86).

La novela se concentra así en los retazos de esta manutención. En el arte y la literatura como valor de cambio e intercambio de posiciones de poder. En el arte “político” re-integrado en el espectro parasitario de una sociedad donde «en realidad, no hay lados» (p. 91) y «la gente más valiosa, la que tiene enemigos» ya desde hace mucho «ha comenzado a perderse» (p. 97); todo es cristalizado en las páginas donde dos de los personajes femeninos centrales, una artista y una activista (Fabiola y Candelaria), se superponen en el fin, en el éxito de la maquinaria: la primera, acogida en la oficina del padre; la otra, en una editorial de centroizquierda progresista: ambas pedaleando y mimetizándose –el croma– con unas tiendas de moda (pp. 138 y 146).

La cartografía de la novela es así impetuosa y más si le añadimos una problemática que ronda desde el principio: la opción terrorista como (hipotético) estallido del sistema. Patricia Espinosa subrayó, con razón, un elemento importante: el hecho de que la amenaza que individúa la novela es la de un terrorismo ya no relacionado con «grupos o movimientos» ni con «un ideario, programa o utopía, sino sólo [con] un individuo, simple pero impredecible e insondable». El individuo como principal producción del neoliberalismo y a la vez como «avería implícita en el sistema» (Espinosa).

Si seguimos bien la lógica inscrita en manual y novela, sin embargo, esa avería es otro engranaje del mantenimiento preventivo: no importa tanto que se trate de «un lugar [el individuo y no el grupo] distinto del presupuesto por los organismos policiales»: el pre-supuesto es precisamente usar a la avería, generalizarla y deslocalizarla, para aumentar productividad y flexibilidad. Croma individúa de esta manera el funcionamiento coextensivo de Estado y empresas como dispositivos gubernamentales.

La derrota final (e inicial) de Santiago es entonces el “fácil, conciso y simple” hecho (todo entrecomillado) que las bombas que él (u otro) quizás pondrá (o no) en el metro, no se vuelve sino normal administración. Las bombas son «otro guevón» que se tira al metro (p. 99): interrumpen, por pocos instantes pronto olvidados, los trayectos; los retrasan, impiden la vuelta al trabajo pero a la vez se vuelven productivas, desesperadamente productivas: permiten los allanamientos de la policía; permiten la prevención: la represión, claro; y la cohesión alrededor de un proyecto que aniquila las sobre-vivencias (Francisco) y reduce la vida a un abismo de superficie. Allanar (vocabulario policial) es una buena palabra para la manutención; mantener revolucionando: la lógica (también cultural) del capitalismo (no sólo tardío). Es allí donde Jaime Guzmán y sus teorías schmittianas adquieren todas su terrible, continua actualidad: si no hay lados, no hay bandos, es porque ya no hay un afuera que el derecho exceptúe, manteniéndose y definiéndose en tal captura; sino una deslocalización, un estado de excepción permanente. «En realidad, piensa Santiago, no hay nadie fuera del vagón. No hay enemigos en esta ciudad, no hay nadie fuera del vagón. No aún, al menos» (p. 154): repetición que pretende conjurar lo definitivo de la verdad manualística. Las bombas equivalen al encierro de Francisco. Y éste, una vez más, ya se lo había anunciado: «¿Y a qué te dedicas?, pregunta Francisco. / A poner bombas. / ¿En serio? / En serio. / Me parece bien. Yo sabía que sabías: hay que desarmar el taller, es tiempo» (p. 120).

III.

Hay que desarmar el taller. ¿Qué queda, sin embargo, por desarmar?

Hay una señal, un despiste, en esta repetición del desarme: desarmar, para la novela, significará re-encontrar sus materiales en aquel taller, volverlo un arma y un lenguaje: una piedra. Y así, sigue pareciéndome algo en verdad potente (en el sentido de una potencia todavía inactuada y no reductible a su conclusión, a su actualidad) el hecho de que un manual enuncie la poética de la novela, esto es, que la novela lo revierta, que revierta las metamorfosis, las ecuaciones: manual hecho de lengua convertido en piedra. Hay que desarmar el taller –encerrar a Francisco, sí: por lo que ha representado en una historia personal de olvido y violencia– pero mantener vigentes sus cortocircuitos. Esa frase de Francisco es como el indicio último para que se re-narre su historia a partir de lo que queda, desde los residuos del taller. Desde un barril. En él, los chispazos: «se oye algo parecido a un murmullo o un crepitar, quizá un chirrido seco, grave, opaco y lejano aunque, él lo sabe, el ruido viene de adentro» (p. 139). Hay que desarmar el taller: es la herencia activa que pide la historia de Francisco; que se encuentren sus retazos, los despojos no despojables: inintegrables. Los chirridos en la máquina y en el croma. En ese barril, pues, Santiago y la novela encuentran sus materiales: los mapas del metro; el manual de TPM; una foto de Jaime Guzmán; libretas; garabatos. Objetos que no pueden «abandonar la voz que ha quedado repicando desde aquel pasillo» (p. 143). El manual y la maquinaria que han absorbido, expropiado y neutralizado el lenguaje en nuestra actualidad, ahora es asaltado por un lenguaje de piedra: por la cristalización de una voz todavía inarticulada.

A este propósito, en el texto que leí para la presentación de la novela, acababa con dos imágenes dialécticas que la novela recorta. Volvería a ellas, pues también Mario Guajardo, en su excelente reseña del libro, apuntó a una de ellas en un sentido a la vez cercano y diferente (Guajardo).1 Hay un hombre, un hombre vigoréxico, que en la madrugada hace sus rutinas en un gimnasio. Comienza sus repeticiones y «nunca se detendrá» (p. 25). Endereza sus piernas y se dobla bajo el altar de los videoclips de una sanidad enferma. Y luego hay un niño, Feli, que tiene sus piernas malformadas, cruzadas, como un buda, encarcelado en su impotencia de movimiento desde la infancia. Y todavía no pronuncia palabra, no sabe hablar, a la letra, es un in-fante: el que no habla. El único niño en un croma de gente cansada y vigoréxica, en un manual de «hijos sin hijos» (p. 34), de «hordas de sujetos […] al ritmo de un solo compás, intentando mantener su cuerpo a salvo de algo ciego que ronda a todo momento y que se parece tanto al frío» (p. 49).

Hay algo en Feli que se acerca al frío y no quiere enderezarse; el narrador lo niega: dice que se encarrilará, que «todos lo sabemos» (p. 61). Hay que sabotear esta voz narratorial. Hay que potenciar la imagen de ese niño como una malformación otra. Partir de la falta de palabra; de la fisura; del hueco: del balbuceo. De sus orígenes múltiples cuyas huellas el croma pretende borrar, naturalizándose. Pues entre Francisco y Feli, cristalizan las averías del compás. El uno, «habla sobre lo que llama los orígenes del abandono» y «sus palabras son cortocircuitos, chispazos que hablan de crisis económicas, de obreros sitiados durante un golpe de estado, […] sobre los nuevos ricos sin clase, los miles de hombres dejando este espacio» (p. 131): el taller. A través del otro (Feli como «Feli-cidad truncada», Guajardo), siguen resonando aquellos chispazos, repetidos y diferentes, los crujidos de piernas que no se alinean: «un grito ronco que, más cercano al de un niño, plagiaba al de un hombre» (p. 60). Entre ellos, Santiago: «una obra abandonada por un inválido social» (p. 124), como este libro.

Algo petroso ronda orígenes y futuros de un manual/novela en descomposición. Croma, así, no se mantiene: su montaje hace un uso político del lenguaje, hasta disgregarlo en pura voz, grito, chillido, falla: junto con las maquinarias que expropian la potencia del lenguaje a mera funcionalidad, hace estallar (por implosión) también sus orígenes borradas. Los hace zumbar como un ruido blanco que nos restituye la imagen mal-formada, manchada de un mundo donde nada debe «seguir igual» (p. 155).

Bibliografía:

Gordillo, Emilio. Croma. Santiago: Alquimia, 2013.

Espinosa, Patricia. «Al borde del derrumbe». LUN, 28 de marzo de 2014. 70. Disponible en <https://goo.gl/3NpC00>. Consultado el 30 de marzo de 2014.

Guajardo, Mario. «»…esto no podría ser en absoluto una novela…»: Croma, la novela subversiva de Emilio Gordillo». Disponible en <https://goo.gl/vi3ej9>. Consultado el 31 de marzo de 2014.

Acerca del autor

Eugenio Santangelo

Doctor en letras por la UNAM. Estudió la licenciatura y la maestría en la Universidad de Bologna (Italia). Es profesor Asociado de Tiempo Completo en el Colegio de Letras Modernas…

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Notas al pie:

  1. Otra reseña que abre otro orden de reflexiones muy interesantes sobre la novela es la de Alfredo Lèal, «Construir la demolición», disponible en https://goo.gl/Y32sgp.